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De Arruit a Alhucemas pasando por Sidi Dris

Y fue el destierro de por vida la moneda con la que el ”hijo del Alfakí” pagó la ignominia. No voy a recomendar la visita a Arruit. La palabra “monte” que le ponen delante sobra porque en realidad no lo hay. Se trata de un desierto que tiene muchas moscas desde la primavera. En medio de este sitio han construido, sobre el antiguo campamento militar, un pueblo llamativamente grande y largo de casas anodinas, llenas de polvo y relativamente nuevo.
Nada hay con relieve ni encanto en la larga interminable.
Atravesando el interminable pueblo de oeste a este, se abre a nuestra derecha una bocacalle corta y ancha que está esquinada por una tetería moderna. Al fondo y rodeado de los mismos edificios inexpresivos, se encuentra un espacio diáfano sin asfaltar, del tamaño de un campo de futbol, vallado por una tapia blanca de baja altura que tiene en el centro una entrada porticada con tejas a modo de visera y algunos azulejos de cerámica que dan la única nota de color al conjunto.
Esta gran superficie se encuentra ocupada parcialmente por tenderetes morunos, dejando amplias manchas de tierra barrosa y sucia. Todo lo cubre el sol lapidario por amplios telares blancos sujetos a palos y cordajes. Los plásticos abundan de forma desagradable.
Este es el sitio que antes ocupaba el campamento español de Monte Arruit.
Alrededor de 3.000 españoles, entre soldados y civiles, estaban o alcanzaron este maldito lugar a finales del mes de julio de 1.921. Más de 2.600 fueron cruel e ignominiosamente asesinados nada más entregar las armas,  tras llegar   a un acuerdo de rendición aceptado por los jefes militares delegados en el lugar por el Jattabi.  Maria Rosa de Madariaga, en su última publicación, “Abdelkrim el  Jatabi. La lucha por la independencia”, exculpa completamente al líder rifeño  de responsabilidad  en la matanza y sentencia en contra de las tribus de Gelaya y otras cabilas de la región oriental – “Eran grupos incontrolados de cabileños, ávidos de botín y de venganza, a los que nadie podía detener” (pag. 200 ). Yo soy un lector aficionado, sin formación académica ni créditos de especialista en asuntos de historia, por lo que no puedo discutir esta tesis, ni este relato es el lugar adecuado para ninguna controversia. Sin embargo después de leer el capítulo 4 de la publicación de Madariaga, los motivos expuestos no me convencen completamente. Creo que solo explican en parte la causa de unos hechos tan execrables.    
Si volvemos al lugar, la tribuna sur de este rectángulo conserva los últimos vestigios de la posición. Son  retazos de pared amurallada, marrón de piedras rectangulares, que apoyan a simples edificaciones cuadradas, blancas y planas sin quitarle mucho espacio al barro.
Hicimos fotos ante la mirada curiosa de muchos lugareños. Disparo la Nikon F90X. Nos retratamos al mismo tiempo que percibo un malestar inconsistente cuando aprieto el dedo. Me voy sin deseos de volver, rápido para coger la puerta. Es la primera vez en el viaje que me irrita la curiosidad innata, quizá algo pegajosa, que despertamos los extranjeros en las gentes de este pueblo. 
Después de tomar té en la esquina de la calle, volvemos dirigiéndonos hacia la costa. No creo que vuelva a este lugar.
Avanzando hacia el mar, el paisaje va cambiando y se hace poco a poco mas agradable, con lomas suaves y largas, muchas de ellas sembradas y con árboles que impregnan la vista de colores diferentes, alejándonos del monótono polvo beige de la región de Arruit. Entramos en un pueblo cuyo nombre se me hace agradable pronunciar, no sé por qué, Dar Kebdani. Está situado sobre un suave altozano y en lo más prominente encontramos la antigua Intervención en un recinto amurallado y grande, que también habría albergado algún tipo de acuartelamiento. Es un espacio bien protegido, en el que se conservan todavía varias edificaciones. Al fondo está la que debió ser casa del Interventor. Es coqueta sin que le falten detalles ornamentales, aunque modestos. Desde el salón y desde alguna habitación, se abren ventanas amplias al pié de un jardincillo descuidado. Un propietario hospitalario nos invita amablemente a entrar. Parece que el tiempo se ha parado. Me da la impresión que no hay nada distinto allí del pasado. Solo cosas más deterioradas. La mesita rinconera del pequeño salón, se adorna con un jarrón para flores. Ambos, mesita y jarrón, tienen que ser los mismos de entonces. Hoy sin flores. El señor nos cuenta detalles de la casa y creo que algún dato de su historia. Habla mucho, pero todo en tamazigh, con alguna palabra española de cuando en cuando, como si esta adición gramatical fuera suficiente para entender toda su larga retahíla . Definitivamente el francés no ejerció influencia en estas gentes.  Fuera, en un cafetín con terraza en la zona destinada al mercado, varios hombres contemplan por televisión un partido amistoso de la selección española de futbol contra un país árabe antes del mundial.  A Xabi y a Iniesta les está costando ganar.
Avanzamos al noroeste en busca del mar y de Sidi Dris por un territorio cada vez más desigual.
El monte que ocupaba la posición de Sidi Dris es alto y agudo de perfil cortante visto por la playa, de la que hoy está separado por una carretera lisa y limpia que llega hasta Melilla. Desde una pequeña vega bien plantada en que han convertido la ribera, miramos Sidi Dris. La línea de costa se separa de la posición por escasos quinientos metros, amén de la cuesta que le otorga respeto al montículo. Por detrás, entre montes, se ven las tierras llanas que son arrabal de desembocadura de algunos arroyos de montaña y, por delante, Abarrán. Sin escapatoria. Solo el mar justo ahí, pudo llenar los pocos huecos de esperanza en la mente de aquellos desesperados. Desde ese lugar mis pensamientos son como una película norteamericana. Veo al cañonero Laya disparando a la Harka. Al alférez de navío Pérez de Guzmán desembarcando dos ametralladoras y a catorce marineros abriéndose paso a tiro limpio para auxiliar al comandante Benítez, hasta conseguir detener el ataque rifeño. Y la segunda vez, con Benítez ya muerto en Igueriben, el alférez de Navío José María Lazaga desembarcando repetidamente una y otra vez, recogiendo a los supervivientes, treinta de trescientos, hasta caer mortalmente herido por cinco impactos de fusil. Desde hace tiempo vengo pensando una tontería, pero no me la quito de encima: “Si Hollywood se hubiera inventado en España es posible que la historia escrita nos hubiera sido más benévola”

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