Recoger a hora temprana el ejemplar diario de El Faro en la redacción y leerlo a continuación es algo que, después de muchísimos años, se ha convertido en un ritual de mi vida.
Lo que conlleva que, en ocasiones, el encuentro con la portada se convierta en mi primera nota agria del día, cuando cierto tipo de noticias ponen al desnudo la gravedad del deterioro que en determinados aspectos ha llegado esta ciudad. La del pasado miércoles, por ejemplo, que en tamaño reducido ilustra esta columna, no puede ser más evidente. Un testimonio periodístico más de esa cruda y prolongada lista de aconteceres que inducen a la desmoralización, especialmente a los que nos duele en el alma esta tierra.
Quienes cargados de años sobre nuestras espaldas conocimos aquella otra Ceuta pacífica, amable, tranquila, segura y tan nuestra, nos cuesta cada vez más situarnos en la actual con la presencia de pistoleros, delincuentes de todo pelo, traficantes y gente extraña que por aquí parece campar a sus anchas. Es algo así como si nos hubiésemos trasladado a otra ciudad con esos barrios que han perdido su paz, su identidad y su encanto, el temor a circular por determinadas horas y lugares, sin olvidar la inquietud que genera el fenómeno yihadista. Por si fuera poco, la constante amenaza de los asaltos multitudinarios a la frontera con la consiguiente alarma social y la alteración de la vida ciudadana que supondría una entrada masiva como la de los 500 subsaharianos de esta semana en Melilla.
A los que tanto añoramos aquella otra pacífica Ceuta, habrá quienes nos digan que los tiempos y el país son otros, no dudando en señalarnos como nostálgicos del franquismo o cuando menos acusándonos de retrógrados. Lo que quieran. Cierto que vivimos en otra época muy distinta en todos los sentidos y que las ciudades han cambiado, para mal y para bien, en muchísimos aspectos. Pero, al igual que Melilla, dudo que en ninguna otra de similar tamaño o población se haya dado el grado de desnaturalización, pérdida de identidad, inseguridad y temores como con los aquí nos enfrentamos. Más aún tratándose de dos localidades aisladas del resto del país por el mar y por una frontera con Marruecos.
Durante bastante tiempo se vino empleando por las autoridades, que por aquí fueron desfilando, el manido término de la “inseguridad subjetiva” que, aseguraban, sentíamos los ceutíes. La expresión ha quedado ya en desuso. La evidencia de determinados hechos es clara, especialmente en ciertas barriadas de la periferia y que, por conocidos, huelga citar.
Fechas atrás, pasadas las ocho de la tarde, me dirigía andando a la Estación Marítima para realizar una gestión. Ya en sus proximidades, me percaté de la presencia de un pequeño grupo de esos argelinos que campan a todas horas por allí buscando el modo de pasar a la Península o cometer determinados robos en la zona. Creyendo entender que iban a por mí o a por el maletín que llevaba, no dudé en poner pies en polvorosa. Una vez en las dependencias portuarias, otra persona, percatada de mi llegada precipitada, me confesaba que había hecho algo similar ante el temor de ser asaltado. Ni que decir tiene que regresé en taxi. ¿Seguridad subjetiva? Y quién puede sentirse tranquilo en ese sitio, llegada la noche y si caminas en solitario, ante la inquietante presencia de argelinos y menores marroquíes que por allí pululan las 24 horas. Que le pregunten a quienes por allí trabajan.
Curiosamente, escasos días después y por la misma avenida, cuando me dirigía a recoger a mis hijos del barco, pasadas las once de la noche, un guardia civil me daba el alto, indicándome que estacionara el vehículo. Sin más explicaciones me fue pidiendo el carnet de conducir, el permiso de circulación, el seguro y, por fin, el documento de la ITV. Documentación que debió trasladar, me imagino, al coche patrulla para ser examinada en un terminal, supongo por los cuatro minutos que tuve que aguardar su regreso. ¿Y esto para qué?, le pregunté. Un control rutinario, me respondió, ofreciéndose amablemente a facilitarme la salida para incorporarme de nuevo a la vía. Nada que objetar. Todas las medidas de seguridad y control son de agradecer en esta ciudad, visto el panorama. Pero no dejan de resultarme paradójicas las dos experiencias casi sucesivas vividas por mí en el mismo lugar.
Parece inconcebible que en una ciudad con el mayor número de agentes por habitante de España, junto con Melilla, se den tantas situaciones delictivas o portadas periodísticas como las que aludo. Es a lo que nos ha conducido la dejadez, el abandonismo y el mirar para otro lado durante décadas. Y claro, ahora, a ver quién y cómo le pone el cascabel al gato.
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