Esta semana cumplí 59 años. Recordé el famoso poema que Jorge Manrique le dedicó a su padre: “Recuerde el alma dormida”. El poeta nos habla de la muerte, de la nostalgia y del tiempo pasado.
Uno hace un recorrido existencial desde su diario de emociones, de momentos, de los que se fueron, de los amores marchitos, de los ideales de juventud. Y allí, contemplando el mar, hago un balance sobre el tiempo, la brevedad de un instante que creímos eterno y las horas de la primavera.
En ese olvido que seremos continuamos un camino que no nos lleva a ninguna parte, andar es lo único que hacemos como si huyéramos de la noche, de la tristeza que se pega al alma.
Comienzo a deshacerme de equipajes, veo con otros ojos lo que sucede, me hago invisible, intangible, etéreo. El presente comienza a hacerse de pasados que vamos construyendo con una memoria frágil pues tal vez no fueron así o incluso no fueron.
La esperanza, la fuerza, el triunfo cotidiano, el carpe diem , escuchan una voz tenue y constante : “Memento mori” (Recuerda que morirás).
Pero a mis 59 sigo en la carretera a todo pulmón, como cantaba Miguel Ríos, no podemos tirar la toalla y dar todo por perdido, no vale bajarse del tren, rendirse, hacer del miedo una muralla ciega en la que nos aislemos definitivamente.
El filósofo Nietzsche hablaba del " eterno retorno", amar la vida con tanta fuerza que quieres que se repita una y otra vez mejorándola, superándola.
Pensar que todo está por hacer es un chaleco antibalas contra el pesimismo, contra la desdicha, contra el absurdo planteamiento del imposible retorno.
Todos somos una cadena de brazos; nuestra generación, las generaciones pasadas y las que están por venir sembramos semillas en la tierra de nuestros antepasados.
No dejar de soñar, bailar en la sinfonía del viento, no desvanecer ni un ápice en cualquier circunstancia es el legado de la sutil eternidad que viaja en el viento.
Y mientras tanto nos queda estar en la resistencia contra lo que nos deshumaniza, contra lo que momifica la defensa de la alegría, lo que nos arrebata la esperanza de seguir pase lo que pase.
Ahí estamos, los de los cincuenta y ocho años, los de los 60, los de los 70, los de los 100, nos seremos tratados como seres sin futuro apegados a la nada.
Nos queda todo por leer, por escribir, por aportar, por decir, por opinar. Somos, estamos en una dimensión invisible para una sociedad ciega.
El viaje comienza cada vez que amanece, lo de menos es que se divise tierra a la vista.
Y así, diremos con William Wordsworth: “Aunque ya nada pueda devolvernos la hora del esplendor en la hierba, de la gloria en las flores, no debemos afligirnos, porque la belleza subsiste en el recuerdo”.
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