Vivimos en zona fronteriza. Con todos los pros y los contras que ello pueda suponer. En un pequeño trozo de tierra que para muchos es la puerta de entrada al primer mundo. Para los que vienen huyendo de los problemas políticos, sociales o económicos de sus países de origen, la vieja Europa es la meta a alcanzar para comenzar de cero.
No debe ser fácil dejarlo todo atrás, vender todo lo que tienes y decidirte a arriesgar hasta tu vida en busca de ese algo mejor que sólo intuyes que existe. Para ninguno de nosotros lo sería. De hecho, el cambio de ciudad en el mismo país cuando en la tuya ves que no hay oportunidades si no llevas el carnet de la gaviota entre los dientes, es una situación bastante complicada. Así que imaginen el cambio no sólo de ciudad, si no de país, de continente, de idioma y de todo lo habitualmente conocido.
Normalmente, el inmigrante viene asustado. Muy asustado. Desde que parte, la incertidumbre es su compañera. No sabe si llegará o no a su idealizado destino y no sabe qué se va a encontrar. Tal vez se quede por el camino como quedaron tantos que sólo han sido un número. Una cifra estadística más.
A este lado, en el del llamado primer mundo, lo mismo se encuentra a personas solidarias, empáticas y comprensivas con su situación que se puede encontrar con el rechazo frontal, directo y hasta el odio fundado en un peculiar concepto egoísta de las zonas geográficas (mi país, mi ciudad…pero sólo para mí y para los que son como yo, una especie de nueva adaptación de la defensa de la raza aria pero en su vertiente geográfica) y que de paso muestra el clasismo más profundo que vive en el interior de algunas personas que, sin pudor, rechazan al que viene en patera y aceptan al que llega con la billetera llena.
Lo que me parece cada vez más peligroso es la tendencia a criminalizar y alimentar el sentimiento del odio al que llega. Sobre todo si se hace desde una institución o persona con responsabilidad pública. Es llamativo escuchar el mensaje que lanza más de uno, entre ellos el actual delegado del gobierno que, salvando las evidentes diferencias, parece olvidar que él mismo llegó a estas tierras hace años y encontró en ellas el paraíso. Quién le iba a decir cuando llegó, que aquí vería cumplidas sus aspiraciones y sus sueños. Sin embargo, muy lejos de la empatía, lo que transmite con su discurso es rechazo a la inmigración. Obviando que ese o esa inmigrante, en muchas ocasiones, es víctima.
Con sus palabras y con sus actos, porque pese a creer en las casualidades, la limpieza de la zona en la que han acampado algunas familias sirias, justo frente a Delegación del Gobierno no creo que obedezca a ellas, a las casualidades, si no al intento de eliminarlos del campo visual de nuestro delegado, tal vez porque para algunos, lo que no se ve, no existe y por la continuada y repetida tendencia errónea de preferir no ver problemas en vez de sentarse a buscarles alguna solución.
El Gobierno de la ciudad tampoco ha dado la talla. La Consejería de Asuntos Sociales ni está ni se le espera para este asunto, como para otros tantos. A pesar de haber aprovechado el tema de la inmigración, para entre otras cosas, recibir durante años millones de euros para un convenio denominado así literalmente, de inmigración, cuyos trabajadores han tenido que hacer todo tipo de trabajos menos los relacionados con la inmigración, entre otras cosas porque los responsables políticos del Partido Popular no consideraban la inmigración importante más que para pedir euros al Estado, a Europa y a quien se estime oportuno.
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