La palabra discurso comparte raíz con currere, correr. Algunas fuentes afirman que fue esa acepción de carrera de un lado a otro la que originó que posteriormente se aplicara a la palabra y de ahí a la conversación. Sea como fuere, en tiempos de incertidumbre política, y las campañas electorales lo son, el término discurso se acerca más que nunca a su sentido más primitivo. Mientras dure la campaña, nuestros políticos correrán de un lado para otro transmitiendo el mensaje que más se adecúe a sus intereses que, nadie lo pone en duda, serán los de todos.
Los candidatos y candidatas que se precien ya tendrán diseñados sus mensajes, aquello que los define y distingue respecto de los demás contrincantes políticos. Hasta hace poco los partidos se nos presentaban como equipos compactos de trabajo que ofrecían un plan de acción: objetivos, medidas, propuestas; un programa electoral en el que no faltaban, esto es un clásico hasta nuestros días, una decena de promesas de nula ejecución posterior. Sin embargo, la política de hoy parece que funciona más a golpe de emoción que de razón. Esto ha hecho que los responsables de las campañas electorales se hayan convertido en constructores de relatos que comprometan a los votantes con su producto, el candidato o candidata propuesta.
El relato nos ha acompañado a los seres humanos desde nuestros orígenes. Los hombres y mujeres hemos construido cuentos e historias con el objetivo de comprender mejor el mundo que nos rodea. Los cuentos y relatos forman parte de nuestra cultura y memoria colectiva. Tal vez por ello nos resulta tan fácil impregnarnos de historias más que de razonamientos, aplicar la emoción más que el pensamiento crítico, el relato antes que el dato.
Vivimos invadidos por las imágenes. En unos minutos frente a una pantalla podemos llegar a consumir cientos de imágenes que acompañan a una marca o idea. Sin embargo, en la política la fuerza de la palabra sigue siendo invencible. La palabra lo puede todo. Puede que un cartel sea brillante o un spot innovador e ingenioso, pero donde los políticos se la juegan es con la fuerza de sus palabras. Cicerón afirmaba que el político, además de una integridad sobresaliente, debe poseer inteligencia, perspicacia y elocuencia. Es importante que el político posea conocimiento de lo que habla, pero además debe saber decirlo y para ello debe poseer agudeza y erudición. Hay que saber elegir las palabras y además colocarlas correctamente. Quienes no reparan en ello, se equivocan. A todos nos gustan que nos cuenten cosas, pero que nos las cuenten bien. Tres sencillas palabras Yes, we can permitieron que por primera vez un afroamericano llegara a la presidencia de los EEUU. Tres palabras que lograron la fuerza de una homilía. Y qué decir del mítico I have a dream, que tumbó los esquemas supremacistas de la sociedad imperante hasta la década de los sesenta.
Dejando al margen la calidad y fuerza de la oratoria de nuestros políticos, la construcción de su relato es decisiva para emocionarnos y, a partir de ahí, convencernos. Existe el relato del miedo, mediante el cual el votante terminará convencido de que, aunque no le guste la opción que va a votar, no le queda más remedio si no queremos irnos todos a pique. También está el relato del pesimismo: los errores del enemigo político son los que nos han llevado a esta desgracia en la que ahora nos encontramos. Existe el relato humano con el que los políticos se nos muestran como personas absolutamente empáticas con la sociedad que aspiran a gobernar. Pretenden humanizarse aún más. Todos recordamos a la niña perfecta de Rajoy que vivía en un país ideal o a Juana, esa enigmática mujer de Sánchez que cambió de nombre misteriosamente varias veces durante la campaña de las pasadas elecciones generales.
Para los griegos las victorias en las batallas eran muy importantes, pero lo era aún más la historia que rodeaba después a lo realmente acontecido, el relato de la victoria que, pelillos a la mar, cambiaba según el público o el momento. Lo importante no era ganar, era usar ese relato para construir una identidad colectiva. En política sucede algo parecido, aunque a la inversa: lo importante no es la identidad en torno a unas ideas, sino el relato, el cuento que pueda tocar las vísceras del votante hasta convencerlo y atraerlo.
En los cuentos hay un conflicto que resolver, un malvado o malvada y una figura heroica que logra salvar todos los obstáculos. Nuestros políticos siguen este patrón en sus discursos. Cada cual posee una calidad mayor o menor en el dominio de la palabra, pero originales, lo que se dice originales, no son. El continuado uso del relato o storytelling(si nos ponemos snob) al que asistimos hoy en día tiene como objetivo emocionar al votante, tocar sus emociones aunque para ello haya que apartarlo de la realidad, de lo realmente comprobable, de lo objetivo. Eso tiene como consecuencia la tremenda dificultad que tienen los políticos para contar la verdad. En mayo de 1940 Winston Churchill, en un contexto en el que las fuerzas aliadas estaban sufriendo numerosas derrotas frente a la Alemania nazi en la Segunda Guerra Mundial, pronunció uno de los mejores discursos de la historia reciente: «Diré a esta Cámara, tal como le dije a aquellos que se han unido a este Gobierno: No tengo nada que ofrecer sino sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor». Churchill no ocultó la verdad al pueblo británico, no se anduvo por las ramas, no aplicó paños calientes. Los trató como adultos merecedores de conocer las consecuencias de aquella decisión. Hoy este mensaje nos habría parecido de una crueldad extrema, falto de empatía, de humanidad. Aunque muy lejos de una realidad tan dramática, podemos reflexionar sobre lo lejos que queda ahora el derecho de conocer la verdad, no el cuento que cada uno nos cuenta: políticos y medios de comunicación a su servicio.
En unos días y, después en unos meses, iremos a votar. Nos haremos la lógica pregunta: “¿A qué candidato o partido voy a dar mi voto?” y se convertirá en un ejercicio difícil si queremos ejercer nuestro derecho de manera razonada, pues tendremos que bucear en medio de las palabras para buscar los datos, recordar los hechos, imaginar el futuro y encontrar la verdad. Eso y no otra cosa es votar bien (aunque ahora lo que se estile sea acusarnos a los ciudadanos de votar mal cuando el resultado no ha respondido a sus expectativas). Cuando llegue el momento votaremos, mientras tanto, valoremos la palabra, observemos, leamos, escuchemos, busquemos la verdad, seamos más sabios. Para que luego, no nos vengan con cuentos.
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