Cuando en un país como el nuestro existe un refrán tan mayoritariamente seguido o aceptado como el de “Burro grande, ande o no ande”, es obvio decir que la narrativa breve, el cuento o relato y sus adláteres los microtextos, microrrelatos o estampas tipo Juan José Arreola, Azorín, Miró, etc., están infravalorados.
No estaría de más, a este respecto, recordar las palabras del filósofo argentino José Ingenieros:
“Todo idealista es un hombre cualitativo: posee un sentido de las diferencias que le permite distinguir entre lo malo que observa, y lo que imagina. Los hombres mediocres son cuantitativos; pueden apreciar el más y el menos, pero nunca distinguen lo mejor de lo peor”. Otro argentino, Ernesto Sábato, también decía que la característica de la nueva sociedad es la cantidad. Aunque, ciertamente, recurriendo también al refranero, al citado le podríamos contraponer otro más sensato: “Ni por grande dicen bueno, ni por chico dicen ruin”.
Por otro lado, a esta infravaloración –aparte de su indesprendible connotación infantil- contribuye la idea generalizada de que este género narrativo corto es algo así como las andaderas del futuro novelista. No obstante, la crítica es casi unánime al considerar que las excelencias de muchos autores está en el cuento y en la novela corta: San Manuel Bueno. mártir, Réquiem por un campesino español, El túnel, El reino de este mundo… Borges, por su parte, decía a este respecto que “la novela es una superstición de nuestro tiempo, como lo fueron la tragedia en cinco actos y la epopeya. Es verosímil que desaparezca. Puede haber una literatura sin novelas de cuatrocientas o quinientas páginas, pero no sin poemas o cuentos”. Consideraba que con las pocas páginas del cuento le bastaba para transmitir sus preocupaciones. (A propósito de esas novelas mamotreto que hoy tanto se estilan recuerdo las irónicas palabras del gran autor porteño: “La imprenta ha sido uno de los peores males del hombre, ya que tendió a multiplicar hasta el vértigo textos innecesarios. (…) Antes había un proceso que consistía en pensar, crear, escribir y publicar. Ahora se empieza por el fin, por publicar”. Y también la respuesta de Ignacio Agustí a la pregunta de por qué no había escrito más: “Creo que la obra literaria es fruto de madurez; yo no arranco ese fruto para venderlo: dejo que caiga del árbol a mis manos”).
En otros países por, probablemente, el menor predominio de este tipo de connotaciones y una crítica más seria, el relato breve –en este artículo me refiero exclusivamente al cuento literario- está más prestigiado y tiene una gran tradición: la antigua URSS, los países anglosajones, la misma Iberoámerica…; de hecho, la importancia de la nueva narrativa hispanoamericana, además de la calidad indiscutible de sus grandes novelas, se debe en gran manera a la solidez de su cuentística.
Las definiciones sobre el cuento, al contrario de lo que ocurre con las de la novela –sin duda por lo proteico de este género-, suelen ser bastantes coincidentes. Aguiar e Silva, el teórico portugués, autor de la famosa Teoría de la literatura, dice: “El cuento es una narración breve caracterizada por una fuerte concentración de la acción, del tiempo y del espacio. Que sea una narración breve no implica que un cuento perfectamente estructurado pueda convertirse en novela, pues la estructura del cuento, cuando se realiza auténticamente, es irreversible”. José María Sánchez Silva, el famoso autor de Marcelino pan y vino y de tantos relatos infantiles, decía que el cuento es complicado “como una maquinaria de relojería. Si la novela es la historia de una crisis, el cuento es la misma crisis. En la novela no puede faltar nada, en el cuento no puede sobrar nada”.
El cuento, precisamente, a todo esto, es la primera manifestación de nuestra prosa literaria. Quien merece el calificativo de primer narrador y cuentista español es, sin lugar a dudas, Don Juan Manuel, tanto por su originalidad como por su alta calidad literaria. Con el Libro de Patronio la prosa narrativa castellana se sale del relato religioso-moral de tradición india, integrando elementos nuevos que implican un género distinto, que es nada menos que el cuento moderno, con sus personajes humanos, su color ambiental, su interés por tipos y caracteres y su intención estética predominante.
Horacio Quiroga, el gran escritor uruguayo (aunque los equipos didácticos encargados de redactar los libros de Anaya se empeñaban en hacerlo argentino), cultivador y gran teórico del género, afirmaba que “el cuento es una flecha disparada hacia un blanco, y ya se sabe que la flecha que se desvía no llega al blanco”.
Pero, pese a su brevedad, tan adecuada para el apresuramiento de la vida actual, el género tiene sus dificultades. El libro de relatos necesita de un lector especial: En la novela, este ha de hacer un esfuerzo inicial; después solo tiene que dejarse llevar como una barca río abajo. El libro de relatos exige del lector un nuevo esfuerzo, una nueva entrada en situación cada cinco, diez o quince páginas. Gerardo Diego, por su parte, en un artículo publicado en el siempre adulador ABC, señaló estas dificultades: “Si, por ejemplo, son veinte los cuentos (de un libro), serán también veinte veces las que tendrá el lector que lanzarse al agua del nuevo asunto y estar atentísimo para saber de qué y de quién o quiénes se trata. Y apenas a concluido de enterarse, colorín colorado, el cuento se ha acabado”.
El género, pese a todo, de unos años acá –impulsado sin duda por la gran popularización del microrrelato-, goza de un gran florecimiento en nuestra lengua; en Hispanoamérica, como dijimos, siempre lo tuvo. Uno de los que más contribuyeron a esta revalorización fue el malogrado Ignacio Aldecoa: él demostró la fuerza y la intensidad que puede concentrarse en un buen cuento; y también Medardo Fraile, exigente cuentista y antólogo. Y, lógicamente, Borges y Cortázar, autores que cimentan su popularidad, sobre todo, en el relato breve. No me gustaría olvidar, en modo alguno, a otro de mis autores favoritos –aparte de novelista potente, gran cuentista-: el venezolano Arturo Uslar-Pietri.
Y, dicho lo dicho, vayamos al título del artículo: En mi afán por divulgar las excelencias del género –entre lo cientos de títulos que me ha sido dado leer y disfrutar-, me permito recomendar cuatro a los lectores: auténtica “pata negra literaria”, narrativa de quilates:
1)“El guardagujas”, del mexicano Juan José Arreola (en Confabulario definitivo, Cátedra),
2)“El verano feliz de la señora Forbes”, de Gabriel García Márquez (en Doce cuentos peregrinos, Plaza y Janés),
3)“Autopista del Sur”, de Julio Cortázar (en cualquier antología de este; o en sus Cuentos completos, en Alianza o Alfaguara),y
4)“Emma Zunz”, de Jorge Luis Borges ( en ElAleph, o en cualquier antología).
Búsquelos quien no los conozca -no son difíciles de encontrar-, y a leer. Son de los que crean afición. Seguro que no les decepcionan.
(Me viene ahora a la cabeza, para concluir –celebrada ya nuestra Feria del Libro-, la sinvergonzonería de las editoriales, la proliferación de títulos (generalmente novelas) supuestamente escritos -¡vuelven los buenos tiempos para los “negros”!- por venales e indecentes presentadores de televisión. Los periodistas españoles, últimamente, parecen querer forrarse a toda costa como algún ilustre académico colega: Fraude, engaño se llama todo eso; lástima que alguno de estos negros, como en su día le hicieron a una desvergonzada Ana Rosa Quintana plagiando, metiéndole de matute varias decenas de páginas de una novela la mexicana Ángeles Mastretta, no vuelva a hacer igual y se descubra el repugnante pastel. ¡Qué país…!).
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