Cada vez que asisto al entierro de un inmigrante pienso en qué le pudo ocurrir antes de perder la vida. Cada caso es distinto, cada historia tiene su propio sello. Aquí nos quedamos con el resultado, con la muerte de alguien a quien no conocemos pero con cuya tragedia terminamos empatizando. Al menos, quiero entender, ocurre con una parte importante de la sociedad.
Otra en cambio concibe el tráfico de personas como un delito sin gravedad e incluso se pone del lado del delincuente. No me lo han contado, he vivido en más de una ocasión la crispación de familiares de detenidos por pase de inmigrantes que han defendido la poca gravedad de estos hechos. Casi daban a entender que estos pobres traficantes habían intentado hacerles un favor a quienes buscaban abandonar su tierra y arriesgan sus vidas de forma voluntaria.
Esa sociedad falta de valores refleja un modo de sentir que se ha extendido. El malo es el débil, no el que se lucra a su costa. Incluso los delitos de tráfico de inmigrantes terminan arrastrando penas ridículas y son contadas las excepciones en las que se dictan sentencias ejemplares.
La reforma del Código Penal rebajó tanto las penas que se ha llegado a situaciones ridículas. No hay miedo por tanto a jugar con la vida de quien es tenido como un ser inferior en una sociedad que trivializa estas acciones.
Que estemos enterrando a tantos jóvenes desconocidos que fueron víctimas de la inmigración pone en evidencia un sistema que funciona a base de discriminaciones y que no castiga con igual criterio los delitos. Tanto es así que las penas por tráfico de pequeñas cantidades de hachís superan las aplicadas cuando se ha puesto en juego la vida de las personas.
Trivializamos los delitos según nos conviene, olvidamos las tragedias hasta el punto de culpabilizar al débil y no a quien se ha hecho fuerte a costa de recuperar las viejas artes de aquellos comerciantes de esclavos.
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