Categorías: Opinión

Cuando nada tenga remedio

El plan concienzudamente trazado para destruir nuestro modo de vida se cumple con tanta precisión como crueldad. Las víctimas, que se multiplican exponencialmente en diversos grados y modalidades, son el precio de la revolución (involución) impulsada por el capitalismo en su fase actual para adaptarse a las nuevas coordenadas económicas determinadas por la globalización. En esencia, los conflictos de la humanidad se resumen en la eterna lucha de ricos contra pobres. En un mundo globalizado no es posible que el capital pueda conservar sus fabulosos beneficios con las condiciones laborales alcanzadas en países desarrollados como el nuestro. Este hecho es el que ha desencadenado un implacable proceso de demolición de lo que se ha dado en llamar el “estado del bienestar”, que no es otra cosa que la materialización de los derechos sociales convenidos por la sociedad durante un siglo. Nuevos tiempos, viejas ideas. La versión moderna del capitalismo necesita carne fresca, indefensa, desprotegida, egoísta y sumisa para exportar su modelo a todo el planeta. En consecuencia, el objetivo por excelencia es la destrucción del espíritu colectivo. Porque de él emana la solidaridad y el concepto de estado democrático y social (contemplado en nuestra Constitución, por cierto).
Esta es la clave de todo cuanto está aconteciendo a nuestro alrededor, ante el estupor y la perplejidad de millones de personas, que vivían felices en la convicción de que los derechos sociales pertenecían al ámbito del derecho natural y estaban a salvo de la política. Los feroces enemigos de lo público nos están arrasando. Estábamos desprevenidos. Una inmensa mayoría, instalada en el espejismo del paraíso sin esfuerzo, no ha sabido entender ni interpretar el cataclismo. Fruto del simplismo intelectual imperante, consideraban que un cambio de gobierno era suficiente para revertir la situación. Aúno no hemos comprendido que PSOE y PP son dos caras de la misma moneda perfectamente intercambiables en lo fundamental. Ambos obedecen a los mismos intereses, y sólo mínimas variaciones cosméticas y coyunturales los diferencian. Hemos agotado el único mecanismo que conocemos y las cosas no sólo no han mejorado, sino que ahora el desmantelamiento de derechos se hace con más impunidad, a lomos de la legitimidad democrática otorgada por las urnas.
Estamos atrapados en una sofisticada ratonera. Los trabajadores están consiguiendo perder el empleo, reducir sus salarios y empeorar ostensiblemente sus condiciones laborales, gracias a su propio voto. Cuando protestan, se les dice, con razón, que así lo ha querido la mayoría del pueblo español. Hay algo aún peor. Como sucede en toda guerra, los costes nunca son equitativos. En esta tampoco. Sobre la juventud está recayendo la mayor parte del descalabro. Las generaciones laboralmente consolidadas están sufriendo; pero aún conservan capacidad de resistencia. Los jóvenes están siendo masacrados.
El efecto más trágico de este inmisericorde vapuleo es el que se produce sobre el estado de ánimo. Nos están infligiendo una clamorosa derrota que está minando la moral del conjunto de la sociedad, arrebatándole el espíritu de lucha. Cunde la sensación de que es imposible detener este huracán. El temor domina el subconsciente. Vivimos subyugados por la fuerza del poder económico. En este contexto se inscribe el furibundo ataque contra los sindicatos. Es el único bastión que, a duras penas, queda en pié defendiendo la solidaridad entre individuos y generaciones como única forma de construir una sociedad fundamentada en la dignidad del ser humano. Por eso ponen tanto afán en el descrédito y el debilitamiento del movimiento sindical. Cuando lo logren ya no quedará ninguna trinchera. Los estallidos ciudadanos espontáneos son maravillosos. Todo grito de rebeldía ante una injusticia lo es. Pero sin organización deviene en fútil testimonio. Energía derramada. El 15-M o el 25-S son gratificantes expresiones de rechazo; pero no les preocupan porque saben que no suponen un peligro real para frenar sus intenciones, acaso una leve molestia que el paso del tiempo disuelve. Sólo hay un camino real y efectivo para oponernos a este brutal ataque y recomponer un cierto equilibrio: organizarnos en sindicatos y partidos políticos que defiendan los derechos sociales como base de la convivencia, y que estén dispuestos a romper el cepo capitalista.
Llegado este punto se suscita una terrible duda existencial. ¿Estamos a tiempo? Sólo hay dos alternativas: recuperar la ilusión perdida y luchar con determinación por nuestros derechos; o esperar la laminación definitiva y lamentarnos cuando ya nada tenga remedio. El domingo, a las doce, tenemos una cita con nuestra conciencia.

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