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Cruzar la frontera: el paso del Tarajal de ayer a hoy | Memorias de Ceuta

Para muchos de nosotros, nacidos en los 50, cruzar la frontera de Ceuta a Tetuán era algo usual. Aún niños, se iniciaba en ocasiones el viaje de ida y vuelta junto a nuestras madres, cuando estas se acercaban a comprar a Tetuán, caminando ellas presurosas por las estrechas calles de la medina, mientras los niños exhalábamos el aroma de las especias de colores. También los domingos eran días de pasar la frontera, cuando la familia se disponía a disfrutar en las magníficas playas del litoral marroquí en las que transcurría el día hasta el atardecer.
Eran jornadas de juego en la arena, combatiendo las olas en los días de levante o meciéndonos en las aguas mansas y cristalinas de los días de poniente. En aquel tiempo, las playas de Restinga, las más cercanas a Ceuta, se las veía casi vacías; los lugareños no solían acudir a ellas como más tarde hicieron. Solo casetas aisladas albergaban a los bañistas allegados de Ceuta – los nasrani, los cristianos -, que gozaban de aquel paraíso detenido en los días festivos del verano. Durante la infancia, la adolescencia, y hasta la primera juventud, aquellas arenas amarillas fueron los lugares más placenteros para solazarse en familia o entre amigos. Y tras el plácido día de domingo, de nuevo se cruzaba la frontera hacia Ceuta, sin más problemas que el cansancio acumulado y el escozor de las quemaduras en la piel que la crema nivea no había impedido, sino todo lo contrario.

Algunos de nosotros crecimos cuando aún quedaban unos años para la independencia de Marruecos en 1956, y era frecuente viajar desde Ceuta para visitar a los familiares residentes en Tetuán. Tíos y primos: Pepe Durán y Rosita, su mujer, que vivían en un bonito y amplio piso de la Calle Ahmed Ganmía. Pepe, delineante y topógrafo del Ministerio de Obras Públicas, también pintaba los pasquines publicitarios de los cines Avenida y Español de Tetuán. Era admirable ver cómo reproducía a todo color las imágenes y los rostros de los protagonistas de las películas que se proyectaban, con aquel asombroso realismo fotográfico. Mª África, su hija, era una vivaracha compañera de juegos y baños en los días de visita de cualquier estación del año, y muy especialmente en verano, cuando las playas de Rio Martín reunían a los españoles de Tetuán en torno a curiosas casetas de madera pintadas a rayas de colores. Los domingos al sol eran deliciosos en las tostadas arenas y las aguas azules del poniente en calma, cuando el antiguo esplendor de la capital del Protectorado español ya era solo un espejismo.

Para muchos de nosotros, nacidos en los 50, cruzar la frontera de Ceuta a Tetuán era algo usual

Joaquín, mi padre, siempre evocaba sus continuos viajes en el ferrocarril que unía Ceuta y Tetuán. Apenas con diez años – nos describía - se subía a ese tren para pasar el fin de semana con alguna de sus hermanas mayores: Anita, que vivía junto al mercado de abastos, y María, en la calle Trancat, en la medina. Detallaba nostálgico las distintas estaciones que atravesaba hasta llegar a la central de Tetuán, y su descripción se deslizaba en la imaginación adolescente alimentando la fantasía.
Las idas y venidas de Ceuta a Tetuán se ampliaron progresivamente en los 60, cuatro años después de la Independencia: el éxodo de españoles al país se tramitó de manera paulatina y tranquila hasta 1962, en que finalizó la retirada de las fuerzas españolas en la geografía colonial. Este telón político de fondo, complejo y singular para muchos de nosotros, niños aún, no hizo disminuir el paso del Tarajal acostumbrado. En este tiempo, el abuelo Paco nos conducía sin temor alguno a Tánger, Arcila o Larache. Viajes de ida y vuelta que desvelaban a los ojos infantiles la geografía atlántica, las grutas de Hércules, el mar bravío en su oleaje blanco, la enigmática ciudad de Tánger en las callejuelas de su vieja medina y las modernas avenidas de entonces; también en sus gentes, diversas y llenas de curiosidad. Inolvidables excursiones que, al cruzar de nuevo la frontera y llegar a Ceuta, nos provocaba la excitación de aterrizar en la vida cotidiana desde un mundo diferente muy alejado de este otro habitual.

También los domingos eran días de pasar la frontera, cuando la familia se disponía a disfrutar en las magníficas playas del litoral marroquí en las que transcurría el día hasta el atardecer

El paso de Tarajal ha sido para muchos ceutíes un hábito familiar en el tiempo que adquiría matices diferentes a medida que cumplíamos años y las relaciones políticas y sociales entre fronteras cambiaban paulatinamente, sin que nos alcanzara desazón alguna. Siempre reinó una absoluta tranquilidad y normalidad en aquellos viajes. De modo que en los 70, y en las Fiestas patronales de agosto, algunos de nosotros, siendo muy jóvenes, cruzábamos la frontera buscando las playas sosegadas y silenciosas del mediterráneo o del atlántico marroquíes; a veces se alcanzaba el camping de Arcila (Asila), la playa de las barcas, en la desembocadura del rio Tahaddart, al que acudían en aquel tiempo numerosos extranjeros, alegres y espontáneos en sus Volkswagen California. Algo más tarde, aquellos jóvenes ceutíes se aventuraron a otros parajes del sur marroquí que traducían otros hábitos, otras lenguas, otras culturas: otras fronteras irremediables que se quisieron capturar y suspender en un rincón tetuaní, junto al mediterráneo: un espejismo falaz. Es imposible detener el tránsito entre fronteras. Es parte de nuestra antigua identidad.

Joaquín, mi padre, siempre evocaba sus continuos viajes en el ferrocarril que unía Ceuta y Tetuán

El paso del tiempo no detuvo el viaje de ida y vuelta. El cruce de fronteras sumó objetivos e intereses de otra índole; las dificultades fronterizas fueron aumentando poco a poco. A la migración marroquí hacia Europa, se sumó un inicial mercado interfronterizo del que ha surgido en este tiempo el polémico comercio de las porteadoras (1); también el cruce cotidiano a Ceuta de más de cinco mil mujeres empleadas en el servicio doméstico en la ciudad(2), y más recientemente, la migración subsahariana. Y todo ello sin mencionar los graves problemas del terrorismo “yihadista” o del narcotráfico interfronterizo.
Sin duda, aquel viaje continúa a la luz de este siglo XXI, aunque lleno de sombras y transformado en pesadilla, horror, barbarie, e incluso muerte para las mujeres que cruzan a diario con el fin de ganarse el pan en Ceuta, y también para los subsaharianos que, además de morir en nuestras aguas del Estrecho, también han muerto a las puertas de nuestra frontera. Las alambradas, las concertinas rasgando la carne humana, el cuerpo de policía, a veces excediéndose en sus funciones, y otras impotente para frenar las órdenes gubernamentales, las disposiciones de Europa… Todo ello hace que cruzar esta frontera se haya convertido hoy día en un auténtico despropósito que debería quitarles el sueño a los políticos responsables de uno u otro país de semejante situación. Un lamentable escenario que a todos parece convenir ante la desidia, impotencia e incompetencia de los organismos responsables. Un auténtico dislate que rompe la memoria y las emociones de muchos ceutíes y marroquíes, que separa a los pueblos, a sus gentes, que nos divide…, presos de la rabia que alimenta culpabilidades y odios. Un negro paisaje que nos impide a unos y otros continuar el plácido viaje de antaño, cualquiera que sea su objetivo, de manera segura y serena, sin que nos sintamos agredidos, inseguros, ni perdamos la vida en ello, como suele ocurrir en las fronteras de las sociedades tercermundistas, en las que la sinrazón y la represión acampan por sus lares sin el más mínimo pudor y vergüenza.

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