Cruz vs Becerro de oro

Hace unos años, en el mes de octubre, recién comenzado el curso, una madre de familia vino a verme para hablarme de su hija, a quien yo daba clase. Como eran los primeros días del curso, me enseñó una fotografía de su hija que siempre llevaba en la cartera, para que yo supiera de quién venía a hablarme. Después de hablar de su hija, continuamos la conversación tratando otros temas. Y hablando de las imágenes y procesiones de la iglesia, afirmó que ella no creía en nada de eso porque era “idolatría”. Además, en la Biblia estaba prohibido por Dios hacer imágenes. El libro del Éxodo describe un pecado muy grave que cometió el pueblo elegido: cambiaron el culto a Dios para adorar una obra humana (un becerro de oro). El becerro simboliza también nuestras ideas, nuestros proyectos… tantas cosas que son hechura nuestra y no vienen de Dios y, en cambio, sí ocupan su lugar.
Hace unos días nos han visitado la Cruz de las Jornadas Mundiales de la Juventud y el Icono de María, que el papa Juan Pablo II entregó a la juventud del mundo al finalizar el Año Santo de la Redención (1984). ¿Habremos caído en la idolatría al pasearlos por las calles de nuestra ciudad, y las de tantas ciudades del mundo? (esa Cruz ha estado ya en los cinco continentes). Mucha gente piensa como esa madre de familia que me visitó, porque no conocen el sentido profundo que tienen esas imágenes para nosotros, los católicos. Sin embargo, sí ven lo más normal del mundo llevar encima fotografías de nuestros seres queridos, mirarlas, contemplarlas, besarlas, apretarlas contra su pecho…, fotografías que con tanta frecuencia ocupan el lugar que corresponde a Dios en nuestra vida.
Las imágenes que tenemos los católicos en nuestros templos -a diferencia de las fotografías- son imágenes que proceden de la oración, de la meditación. Es por eso por lo que su contemplación, despierta en nosotros los sentidos internos, y nos enseña una nueva forma de mirar, a través de la cual percibimos lo que hay de invisible en eso que están contemplando nuestros ojos. Nosotros somos conscientes de que estamos ante representaciones que nos recuerdan algún aspecto de la vida o del misterio de Jesucristo, su Madre o de algún santo. Por eso, veneramos estas imágenes (no las adoramos). Sabemos que estas imágenes nos “dicen algo”, nos hacen salir de nosotros mismos y nos ponen en comunicación con “las cosas de Dios”. Sabemos que no rezamos a una imagen sino que rezamos a Aquel y a Aquella que están representados por la imagen. Y, a través de ellas, sí adoramos al Dios verdadero. Es lo mismo que dice el libro de la Sabiduría hablando de la serpiente de bronce que Dios mandó hacer a Moisés en el desierto: “El que a ella se volvía, se salvaba, no por lo que contemplaba, sino por ti, Salvador de todos”. No salva mágicamente, sino por la fe. Mirarla se podía entender como un volver a Dios, invocar su ayuda.
Por todo esto nos hemos alegrado por la visita a Ceuta de la Cruz de los jóvenes. Visita que nos ha recordado que la CRUZ es el signo que desde pequeños nos enseñaron a hacer como distintivo y resumen de nuestra fe; el signo que estará presente en el lugar de nuestra sepultura, como afirmación de fe en la resurrección. El cristiano la mira, no como un mal -aunque sea inevitable- sino como un bien. Y no por masoquismo de buscar el sufrimiento por el sufrimiento, sino por fe: el cristiano está convencido de que el camino de cruz de Jesucristo es camino de vida. Aquí está el fondo de la cuestión.
Monseñor Santiago Agrelo, arzobispo de Tánger, el día de la despedida y entrega de la Cruz y del icono de María al obispo de Gibraltar, ante el estribillo repetido a coro por un grupo de jóvenes (“Esta Cruz no se va de Ceuta”), nos recordó que la cruz no se iba de Ceuta, que se quedaba con nosotros; lo que embarcaban eran dos trozos de madera. Efectivamente, se refería a esa cruz que encontramos en una gran dificultad, en un fracaso económico, en una enfermedad grave y dolorosa, en la muerte de un ser querido… Pero, con mucha más frecuencia la encontramos en pequeñas contrariedades en el trabajo, en la convivencia; en un imprevisto con el que no contábamos; en planes que debemos cambiar; en instrumentos de trabajo que se estropean, en molestias causadas por la lluvia, viento, agua, calor…; en el carácter difícil de una persona con la que convivimos, etc.
Esta “visita histórica” nos ha recordado que todas esas cruces nuestras de cada día, pueden tener un gran sentido, no por pasear por las calles de la ciudad Autónoma un trozo de madero, sino por lo que nos recuerda a los cristianos, y nuestra fe vislumbra en ella: a través de la Cruz Jesucristo nos salvó. Desde entonces, la Cruz es portadora de salvación… si está Él. Porque, muchas personas habían muerto crucificadas en el imperio romano, y ninguna de aquellas muertes trajo nada al mundo, sólo dolor.
La cruz sin Cristo es deshumanizadora; la cruz con Cristo humaniza.
Por eso tiene sentido lo vivido en estos pasados “días gloriosos”, en ese acontecimiento único e histórico. Y tiene mucho sentido el sabernos unidos no sólo al deseo del Papa Juan Pablo II, que pedía a los jóvenes la llevaran por todo el mundo anunciando que sólo en Cristo muerto y resucitado hay salvación y redención; sino también unidos a los miles y millones de jóvenes de todo el mundo, en especial, de los países que ha visitado la Cruz: Argentina, España, Polonia, Estados Unidos, Filipinas, Francia, Italia, Alemania, Australia… Lo vivido hasta ahora es sólo la primera parte. La segunda parte tendrá lugar en Madrid, en agosto, donde se espera asistan a la “fiesta” más de dos millones de jóvenes de todo el mundo, en un encuentro con Jesucristo, acompañados por el Papa.