Categorías: Opinión

Crónicas agosteñas (II)

Qué contrastes. Abandono la plácida Ceuta agosteña y aterrizo en la Costa del Sol y no a bordo del helicóptero, que tal medio parece privilegio de políticos, ejecutivos o gente de negocios. Dejo mi apacible ciudad, oasis de familiaridad, paz y proximidad como pocas, para sumergirme en una vorágine de multitudes, lenguas, bullicio y jolgorio, en donde, simplemente el colocar tu toalla en la arena se convierte en algo más difícil de lo que parece. Bien me lo repite mi amigo Pepe Sillero. Como Ceuta y su playa de la Ribera, nada.
La ciudad en agosto, incluso en julio, es un auténtico bálsamo para el verano. Y una vez pasa la Feria, en Ceuta, no hay ni basura en los contenedores, comentaban a mi lado en el ferry dos viajeros. Lo contrario, vaya, por estos lares, donde los modernos y profundos contenedores soterrados no dan abasto para albergar tantos desechos que se apiñan en derredor de los mismos. Tal aluvión de veraneantes, hasta que te aclimatas, llega a resultarte asfixiante. Todo sea por un cambio de aires, si bien el cordón umbilical con la tierra no lo pierde uno con la suscripción en PDF de nuestro diario que, desde aquí, me permito recomendar. Lejos quedan aquellos tiempos cuando bastantes suscriptores, en verano, solicitaban habitualmente el envío de ‘El Faro’ a su lugar de vacaciones. Anda que con la desesperante lentitud actual del servicio de Correos, muy negro lo tendrían ahora.
En pocos lugares se vive la feria como en Málaga. La antítesis de la de Ceuta. No por sus dimensiones y renombre sino por la pasión y el entusiasmo con el que se entregan a ella lugareños y visitantes. Auténticamente desbordante. Muy de pasada transito por la feria de día, acordándome de quienes aquí reclaman su vuelta. Al margen de un consumo de alcohol desmesurado y sus lamentables consecuencias callejeras, tal feria es un espectáculo de grupos de verdiales, artistas flamencos, el de un festival intercultural de música y danza, más la otra, la mágica del Parque, la de los niños, con todo tipo de actividades para ellos, sin olvidar el programa de citas culturales paralelas. Si volviera la feria de día caballa, que no sea sólo de copas y tapas si no que, de alguna manera, llevara aparejada esas otras citas adaptadas a nuestra ciudad en la que, por cierto, no nos faltan precisamente artistas o excelentes grupos de carnaval, que también podrían tener cabida.
Mas el problema de feria malacitana, insisto, es ese consumo desmesurado de alcohol. Calles y plazas han terminado convirtiéndose en un auténtico botellómetro juvenil, degradando una preciosa celebración de la que el propio Real no es ajeno. Nada menos que 7.500 metros se han habilitado para él en los terrenos del Cortijo de Torres, 3.500 más que el año anterior, tratando de evitar que el recinto ferial se viera salpicado por las consecuencias del mismo. Especialmente de madrugada cuando surge esa inmensa alfombra de vidrios rotos, basura, suciedad y vómitos.
Pese al despliegue de agentes vestidos de paisano para evitar que los jóvenes ‘acampen’ donde les plazca, el problema persiste. Los hay que se niegan a acudir al ‘botellómetro oficial’. Aducen que las paradas de los autobuses les quedan lejos, que ellos no van a cargar con sus bolsas de hielo y botellas. Y, en el fondo de todo, las borracheras, en ocasiones convertidas en comas etílicos. Lamentable lo que ha generado este fenómeno para el que los políticos parecen mirar hacia otro lado.
La ocupación hotelera de la Costa roza en muchos casos el cien por cien. Bares, restaurantes y chiringuitos aparentan ser ajenos a la crisis, pero en el fondo subyace su sombra. Baste observar los carritos de los supermercados con toda suerte de provisiones para consumir en el hotel, en el apartamento o en la playa. Y para más claridad, las ofertas que publicitan tantos establecimientos de hostelería que ya las quisiéramos en Ceuta. Lo nunca visto. La imagen que ilustra esta columna habla por sí sola.
Todo parece posible en esta Costa del Sol. Hasta fumar en un establecimiento. Con la legalidad por delante lo ha conseguido un restaurador marbellí con la creación de un club de fumadores en el que si bien no se permite la comercialización de comidas y bebidas, otra cosa es que los socios hagan su autoservicio en el vecino negocio del mismo propietario. Eso sí. Hay que ser socio. Cualquiera puede serlo.
Y gratis. Seguro que no faltarán quienes sigan la iniciativa.

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