En lo que Disney define eufemísticamente de diversas formas “revisionar clásicos”, “revitalizar personajes”, “adaptar títulos míticos a los nuevos tiempos” (y un larguísimo etcétera), en lo que supone con descaro un fructuoso intento de animar las “famélicas” cajas de caudales del Imperio del Entretenimiento (así con letras mayúsculas), llega la adaptación de Aladdin.
Así de primeras uno puede pensar que resulta una osadía que raya el sacrilegio “toquetear” una de las vacas sagradas de la animación de todos los tiempos, pero Disney es capaz de hacer magia, como a ellos mismos les gusta vender en alarde de humildad. Viendo antecedentes como el imponente Libro de la Selva o incluso la resultona segunda parte de Mary Poppins, como mínimo la propuesta merecí una oportunidad.
Eso y que la presencia de Will Smith, que reconozcamos que le da pimienta a la cinta cada vez que sale en escena interpretando al genio, eran cuasi garante de éxito. Y éxito (taquillero) está teniendo, cierto, pero ni el carismático Príncipe de Bell-Air ha logrado mejorar al dibujo animado original, ni hay persona de carne y hueso en el Mundo capaz de suplir al gran Jaffar (muy desdibujado en esta cinta), uno de los mejores malvados que el cine (en general, no sólo de animación) haya visto, con frases para la historia como esa legendaria de “Estoy en éxtasis”, con impávida cara de estatua de cera.
El guion hace aguas entre lo pueril, la falta de energía y la ausencia de originalidad. Sumémosle que se trata, como de su antecesora, con melodías calcadas, de un musical (por aquello de que hay muchos a los que le da urticaria canción va y canción viene en mitad de la acción real, avisados quedan de que ese detalle es idéntico).
Así las cosas, tiene su gracieja eso de “revitalizar los títulos clásicos” de la marca, cierto es, pero como la desvergüenza sobrevuela constantemente, a poco que la cosa salga regular, el hachazo al que me adhiero es mayor que el que se llevaría una película completamente original.
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