Hoy resuena y tintinea en todo el mundo el anuncio de la Iglesia: “¡Jesucristo ha resucitado! ¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡Verdaderamente ha resucitado! ¡Aleluya! ¡Aleluya!
Este es el mensaje de la Pascua que cambió la trayectoria existencial del hombre. La ‘Buena Noticia’ proclamada a viva voz desde tiempos inmemoriales: aquella alborada del primer día de la semana en que Simón Pedro y Juan hallaron vacío el sepulcro de Jesús; o desde aquella madrugada en que María Magdalena se encaminaba a embalsamar su cadáver, acogieron del ángel las palabras del Evangelio de Lucas 24, 5: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo? No está aquí, ha resucitado”.
Sin duda, este es el gran acontecimiento que la Iglesia tiene el deber de hacernos saber en esta mañana de Pascua, con el sonido inconfundible de las campanas replicando de alborozo: la vida ha derrotado a la muerte, la justicia sobre la iniquidad, el amor sobre el odio, el bien sobre el mal, la dicha sobre el desconsuelo, la felicidad sobre el sufrimiento, y todo ello, nada más y nada menos, porque ¡Cristo, el Señor, ha resucitado!
La ‘Resurrección del Señor’ que en este pasaje redunda en mayúsculas, es la obra maestra de la Santísima Trinidad, como literalmente menciona el Catecismo de la Iglesia Católica: “la verdad culminante de nuestra fe en Cristo, creída y vivida por la primera comunidad cristiana como verdad central, predicada por los Apóstoles como parte esencial del Misterio Pascual, transmitida como fundamental por la Tradición y abiertamente afirmada en los documentos del Nuevo Testamento”.
Esta Resurrección es el sello de garantía de todo hombre y mujer, la obra y doctrina de Jesús. Para nosotros, la ‘Resurrección del Señor’ es un manantial inextinguible que nos sacia hasta la ‘Vida Eterna’. Y su desenlace más transcendental pasa por la resurrección futura: si Jesús ha resucitado, nosotros también resucitaremos.
Del mismo modo, el Catecismo Romano 1, 6 nos indica que después de su muerte, el Señor bajó al seno de Abraham para liberar a los justos anteriores a Él y abrirles las puertas del cielo. Ojalá que en esta Pascua, a la vez que experimentamos la inmensa alegría que brota de la ‘Resurrección del Señor’, percibamos fuertemente la emoción que brota espontánea de la aceptación de esta verdad única del cristianismo: somos ciudadanos del cielo, al que estamos emplazados y cuyo acceso ha dispuesto el Señor en su Resurrección de entre los muertos.
“Hoy resuena y tintinea en todo el mundo el anuncio de la Iglesia: “¡Jesucristo ha resucitado! ¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡Verdaderamente ha resucitado! ¡Aleluya! ¡Aleluya!”
Quizás, las palabras de la ‘Liturgia de Pascua’ nos ayudan a desentrañar los efectos que la ‘Resurrección del Señor’ tiene para cada cristiano en su vida. La Epístola a los Colosenses 3, 1-2 nos sugiere: “Así pues, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra”.
La certeza en la Resurrección ha de ser fuente de consuelo, paz y fortaleza ante los inconvenientes y el abatimiento físico o moral. El anhelo en la Resurrección es la razón de ser en nuestro devenir. Y es que, el cristiano no puede transitar como aquel que no cree ni espera en nada, o en el mejor de los casos, está convencido que tras la muerte únicamente queda el vacío más absurdo. Porque Cristo, el Señor, ha resucitado, creemos y esperamos en la ‘Vida Eterna’, en la que estaremos bienaventurados con Cristo y los Santos.
Este enfoque producto de la Pascua, traza, establece y conforma el presente que nos depara, como la forma de discernir e interpretar que somos peregrinos y no disponemos de una morada permanente, porque nuestra patria es el cielo.
En clave al portento que aglutina la ‘Resurrección de Cristo’, concreta y alumbra la vida, aun estando muerto ontológicamente, nutriendo y llenándola de esperanza. Obviamente, de ello se privan quienes no creen en la ‘Resurrección’ y la ‘Vida Eterna, artículo capital de la fe.
Con lo cual, toda expectativa humana subyace en aspirar a los bienes de arriba y no a los de la Tierra, viviendo desde la panorámica del cielo y de los resucitados. Es decir, un relato de piedad sincero y sustentado en la oración, la escucha de la Palabra de Dios, la acogida de los sacramentos, especialmente, la penitencia y la eucaristía con la vivencia satisfecha de la presencia de Dios.
En síntesis, una ‘Historia de Salvación’ lejos de la impureza, el egoísmo o la mentira, a otro estilo enteramente pacífico, honesto, sobrio, fraterno, obrado en la equidad, la compasión, el perdón, el espíritu de servicio o la bondad, cimentada en el entusiasmo y el gozo de reconocernos en las manos de Dios Padre y, por ello, libres del temor a la muerte.
Con estas connotaciones preliminares, al igual que el Nacimiento de Cristo es la piedra angular del puzle que otorga sentido a la vida del hombre, porque es el motor de arranque, la razón de ser de la propia existencia y el hecho culminante en el itinerario que hemos de caminar, como la antesala del proyecto pleno y eterno en el que cada hombre es único y especial a los ojos de Dios, porque así nos lo quiso revelar en un lenguaje inteligible, la ‘Pascua de la Resurrección’ renueva la vida cristiana y otorga otro impulso a la misión de la Iglesia.
Inmediatamente a la praxis de la ‘Cuaresma’ y el ‘Triduo Pascual’, el agua derramada en nuestras cabezas hace memoria del ‘Sacramento del Bautismo’, que un día recibimos. Es un agua, valga la redundancia, que reaviva el ansia de hospedarnos en la nueva vida que Dios nos confirió en Cristo con las aguas bautismales; además, de la unción con el Santo Crisma que representa la plena difusión de la gracia.
Desde este momento, la aspersión del agua en la ‘Cincuentena Pascual’ hasta Pentecostés, recapitula la renovación que implicó el Bautismo, aunque lo recibiéramos como infantes y se efectuara con la promesa dada por los padrinos, hasta abrazar progresivamente otros sacramentos de la iniciación cristiana, como la ‘Confirmación’ y la ‘Eucaristía’. Siendo incorporados de manera más consecuente a la Iglesia con la renovación de las ‘Promesas Bautismales’.
Por lo tanto, la solemnidad radiante de la ‘Resurrección del Señor’, tras el distintivo sobrenatural del cristianismo antecedido con la ‘Cuaresma’, viene a impulsarnos en la misión apostólica que es la responsabilidad principal de todos los renacidos con el Bautismo.
¡Cristo ha resucitado! Esta es nuestra exultación: ver vivo a quien amamos. Jesús ha culminado la voluntad del Padre entregándose a los hombres para salvarnos. Ha rubricado con su sangre el amor que el Espíritu Santo quería derramar sobre nosotros, conteniendo definitivamente al pecado que acarrea sus consecuencias y a su incitador, el maligno. Cristo, ha pasado de la muerte a la vida y este suceso insólito es tan crucial que edifica la fe de todo hombre.
Por ello, ¡adentrémonos en la profundidad que este acto encierra en sí mismo!
El ‘Tiempo de Pascua’ es el más señalado de los ciclos litúrgicos, puesto que santificamos el centro de la fe cristiana: la ‘Muerte y Resurrección’ de Jesús. La expresión ‘pascua’, significa ‘paso’, porque Cristo muriendo en la Cruz ha pasado de la muerte a la vida para hacernos pasar con Él, engrandeciendo la humanidad del hombre a una existencia definitiva y gloriosa.
Ni que decir tiene, que el ‘Tiempo de Pascua’ es más trascendente que el primer período del Año Litúrgico conocido como Adviento, en latín, ‘Adventus Redemptoris’, ‘venida del Señor’, porque este es un preanuncio de la Pascua.
De ahí, que la iconografía reproduzca al Niño recién nacido como amortajado, denotando que ha de internarse en la muerte y resucitar; al unísono que lo simboliza la mirra entregada por los Magos de Oriente, como fragancia suave que dignifica a Jesús como el Mesías y la condición mortal, con el papel determinante que su ‘Muerte’ deja en el ‘Plan de la Salvación’.
Conjuntamente, esta es la Pascua de la Iglesia actual, su Cuerpo, que es introducido en la Vida Nueva de su Señor por medio del Espíritu Santo, que Cristo le concedió en el primer Pentecostés de la Iglesia primitiva.
Este intervalo de júbilo inaugurado en la ‘noche de todas la noches’ con la celebración de la ‘Vigilia Pascual’, se conmemora durante siete semanas hasta el ‘Quincuagésimo Día del Tiempo de Pascua’ o ‘Pentecostés’, que configura la culminación solemne de la misma Pascua, su colofón y coronamiento.
Los cincuenta días que preceden desde el ‘Domingo de Resurrección’ hasta el ‘Domingo de Pentecostés’ han de ser rememorados con intenso regocijo, como si se tratase de un solo y único día festivo.
La Pascua es la fiesta más antigua que la Iglesia solemniza, puesto que se inició con las primeras auras de la ‘Resurrección de Jesús’. Así, pues, como la lluvia fina humedece la tierra, la Palabra del Señor empapa el corazón de quien escucha y se hace visible en el ‘Sacramento de la Eucaristía’.
Etapas más tardías, en el siglo IV (301-400 d. C.), se estrenaría la magnificencia de la ‘Natividad del Señor’, hasta constituirse los tiempos litúrgicos y tener como punto referencial el esplendor de la Pascua. Por aquel entonces, los judíos festejaban la ‘Fiesta de las Semanas’, con evidentes rasgos agrícolas y pronto a los cincuenta días de la Pascua, era recordatoria de la Alianza en el Sinaí. Pero, con el matiz, de pretender ampliar el deleite de la Resurrección y celebrarla al final de los días predichos con la manifestación del Espíritu Santo.
Con fechas remotas, en el siglo II (101-200 d. C.), se constata el testimonio de Quinto Septimio Florente Tertuliano (160-220 d. C.), haciendo alusión que en este tiempo no se ayuna, sino que por el contrario se permanece en la satisfacción prolongada. El triunfo de Cristo sobre la muerte es algo tan inmenso que no basta con un día para festejarlo. Por eso la Iglesia lo reproduce ininterrumpidamente con cincuenta días y cada domingo del año, denominado oportunamente ‘Pascua de la Semana’.
“La Resurrección de Cristo constituye la simbiosis encarnada en el misterio de fe, horizonte de esperanza y en un acontecimiento de amor imperecedero”.
En cuanto al ‘Tiempo Litúrgico’ de la Pascua, la Iglesia hace hincapié en el carácter unitario de estas siete semanas, retomando lo que fielmente se repite con insistencia en la ‘Liturgia de las Horas’ en el Salmo 117, 1: “¡Aleluya! ¡Dad gracias a Yahveh, porque es bueno, porque es eterno su amor!”.
Asimismo, previamente a la reforma del calendario y el misal, el ‘Tiempo de Pascua’ era expuesto como complemento de ésta, más que como parte intrínseca de la misma ceremonia y su continuidad en el período de cuarenta días. Los Domingos que le acompañaban se conocían como los ‘Domingos después de Pascua’, y no ‘Domingo de Pascua’, como hoy por hoy, se le distingue.
En paralelo, cuando en las postrimerías del siglo IV la acepción embrionaria de la ‘Cincuentena Pascual’ comenzó a declinar, tanto en Oriente como en Occidente se oficiaba la ‘Octava Pascual’.
Amén, que el ciclo antiguo de las siete semanas se desenvolvió en otro espacio de ocho días, con características predominantemente bautismales. La ‘Octava’ proporcionaba a los neófitos gustar las delicias de su bautismo, dándoles a beber leche con miel cómo alegoría de su nuevo nacimiento, llegando a convertirse en un símbolo eucarístico y prolongándolo una semana como lo refiere el Salmo 117, 24: “¡Este es el día en que Yahveh ha hecho, exultemos y gocémonos en él!”. Inicialmente eran siete los días bautismales y el sábado el instante cumbre, en que los neófitos se desprendían de sus vestiduras blancas recibidas en el Bautismo.
Posteriormente, este rito se trasladó al Domingo distinguido como ‘In Albis’, en que los flamantes bautizados tomaban asiento entre la asamblea de los fieles. Ahora, la ‘Octava’ pasó a denominarse ‘Alba’ o ‘Blanca’.
Los neófitos, del griego ‘neófutos’, que comporta ‘recién plantado’, se congregaban cada día de esta semana pascual en un templo distinto. Si bien, desde del año 389 d. C., la semana se convirtió en festiva, los cristianos participaban en la Eucaristía de los neófitos y rememoraban las fiestas bautismales que años atrás realizaron por vez primera.
En concreto, por la mañana asistían a una misa y a la caída del sol se reunían para visitar la pila bautismal. Seguidamente, un día de la ‘Octava’, habitualmente el lunes, evocaban el ‘Día del Aniversario’ de su Bautismo: ‘Pascha Annotinum’. Precisamente, de la anterior reunión surge la iniciativa de tener la vista puesta en el bautismo todos los domingos, con el ‘asperges me’ o ‘fuera del tiempo pascual’; o el ‘vidi aquam’ o ‘en el tiempo pascual’.
Más adelante, la semana que estaba enmarcada en el descanso y la alegría de la última etapa del siglo IV, allá por el siglo X (901-1000 d. C.) se torna en tres días de conmemoración. Hubieron de transcurrir varias centurias, 1911, cuando el Papa Pío X (1835-1914) simplificó estos días únicamente al Domingo, ‘Día del Señor’. El objetivo de esta semana residió en que los neófitos recibiesen las catequesis mistagógicas. Es incuestionable, que la ‘Octava de Pascua’ está vinculada intensamente con la iniciación a los sacramentos de los bautizados en la ‘Vigilia Pascual’.
Llegados hasta aquí, en estos siete Domingos de Pascua tan acentuados, la liturgia prioriza el mensaje de la Resurrección del Señor: el gozo desbordante de la Iglesia por la renacida esperanza, la vida nueva de los neófitos y la acción del Espíritu Santo en la comunidad cristiana. O lo que es igual: santificar la Pascua largamente. Por ende, la reforma conciliar de la liturgia ha devuelto al Tiempo Pascual su impronta.
En los procedimientos universales sobre el año litúrgico del 21/III/1969, expone al pie de le letra que “los cincuenta días que van del Domingo de Resurrección hasta el Domingo de Pentecostés, se celebran con alegría y júbilo, como si se tratara de un único día de fiesta o, mejor aún, de un gran domingo”.
En suma, el ‘Tiempo de Pascua’ es la dedicación culmen del Misterio de la Exaltación de Cristo, constituido Señor del universo y cabeza de la humanidad. Mismamente, es una extensión de plenitud y profundización en el Bautismo recibido. Es la cincuentena hasta Pentecostés en que sobresale el accionar del Espíritu Santo.
Entre tanto, es momento de indicadores exteriores como el banquete sin ayunos, al que se asiste de pie y no de rodillas, salmodiando el Aleluya y en el que la comunidad se reconoce como misterio de comunión fraternal, visibilizada por el Espíritu de Jesús en forma de koinonía, como concepto teológico que sugiere la comunión eclesial y los vínculos que esta misma suscita entre los miembros de la Iglesia y Dios, manifestado en Jesucristo.
En consecuencia, la Resurrección de Cristo constituye la simbiosis encarnada en el misterio de fe, horizonte de esperanza y en un acontecimiento de amor imperecedero. Jesús, victorioso de la muerte, ha subido al Padre y nos comunica el Espíritu por el que se hace presente en medio de nosotros.
La Palabra de Dios asentada en el Santo Evangelio, nos hace reparar que los discípulos llegan al convencimiento que Jesús está vivo. Experimentan un proceso de revelación: recorren una travesía con la constatación de hallar el sepulcro vacío, hasta reencontrarse en la fe de la Resurrección. En el fondo, toman conciencia que la Cruz de Cristo no es el final, sino el preámbulo del retorno de Jesús al Padre glorificado.
Con detalle se nos revela a una comunidad alicaída y atormentada, absorta en sí misma por los muchos miedos, pero cambiando de rumbo al aferrarse a la fe, indagando entre los rastros aquello que le clarifique el escándalo y la necedad de la Cruz.
A pesar de las advertencias que les había dado Jesús, para ellos, los discípulos, el final de su Maestro parecía una frustración absoluta que echó por tierra sus anhelos y expectativas. No obstante, reaccionan, escudriñan, sondean y disciernen en los signos y prodigios que todavía sus ojos no habían desvelado.
Primero, María Magdalena, testigo de la resurrección; segundo, Simón Pedro, como piedra angular sobre la que Jesús edifica su Iglesia; y tercero, Juan, el discípulo amado, quien permaneció al pie de la Cruz y corrió a la tumba para confirmar que estaba vacía, ejemplifican sin excepción, a todos los miembros de la Iglesia que escrutan en las señas de identidad del Resucitado, sobre todo, en contextos desfavorables y dolorosos.
En cierto modo, estas tres personas les remueve el deseo de sentir la presencia del Señor. María Magdalena fue muy de mañana al sepulcro y volvió rápidamente donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo a quien Jesús tanto amaba, Juan; éstos, al tener conocimiento, marcharon velozmente… En ellos, aflora la actitud del cristiano que no se deja dominar por los fracasos e infortunios que trastornan y descomponen la fe.
Sin embargo, vieron y creyeron, pero no interpretaron las palabras inspiradas por Jesús… Si hubiesen madurado las enseñanzas de su instructor en la fe, Cristo, tal vez, le habría bastado la primera noticia de María Magdalena para tomar en peso que, en efecto, convenía que el Señor entregara su vida por nuestra salvación, para más tarde, ser glorificado por el Padre. Pero, al estar faltos de este entendimiento que sólo es posible recibirlo con la mediación del Espíritu Santo, necesitaron comprobarlo y palparlo por sí mismos.
Hoy, en estos momentos de zozobra, angustia y desazón que soportamos por la crisis epidemiológica de la pandemia, es preciso detenernos de cuantas turbulencias no atrapan y reportan, haciendo una revisión a la luz de la Palabra de Dios, porque es la herramienta más eficaz para aquietar y sosegar las noches oscuras que probablemente atravesamos y en las que Dios no se queda impasible.
La Resurrección de Cristo no es fruto de una especulación o vivencia mística. Es algo más que sobrepasa la Historia Universal, ocurre en una situación determinada dejando una huella indeleble. Ese albor que encandiló a los guardias encargados de custodiar el sepulcro de Jesús, después de más de dos mil años, ha cruzado el Alfa y la Omega, el principio y el fin, el que es y que era y que ha de venir: Jesucristo Resucitado.
¡No dudemos, ni titubeemos! ¡Cristo está vivo! Y ha venido a liberarnos de las tinieblas del pecado y a comunicarnos la Vida Nueva en Cristo.
¡Feliz Pascua de Resurrección!
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