Desde los tiempos más antiguos de la historia, las personas, las sociedades y las civilizaciones se han venido rigiendo por una serie de valores, reglas de convivencia, comportamientos y actitudes sociales que siempre han sido tenidos como básicos y esenciales en las relaciones tanto familiares como comunitarias. Tales valores han estado siempre estrechamente relacionados con la ética y la moral, es decir, cada uno de ellos preocupado por hacer el bien, practicar la virtud y cumplir con el deber, procurando evitar el mal. Y, entre estos valores más fundamentales que siempre han destacado, han estado, por citar los más comunes, los de la persona humana, familia, libertad, educación, solidaridad, paz, justicia, honestidad, respeto mutuo, también respeto hacia los mayores y las instituciones, amor a la patria, seriedad, responsabilidad, prudencia, sensatez, sentido común, etc.
Y no es que uno crea que esos y otros muchos valores han de permanecer siempre inalterables, de forma que necesariamente deban de quedar anclados en el pasado, porque se entiende y se comprende perfectamente que la misma persona, la familia y la sociedad han de ser algo vivo y dinámico que debe adaptarse a la realidad social de cada tiempo, para que así la vida vaya progresando y evolucionando hacia formas y métodos cada vez más perfeccionados que puedan proporcionar a las personas y la sociedad una vida cada vez mejor que satisfaga las necesidades y llenen los sentidos. Es decir, es perfectamente admisible, por razonable y comprensible, que las personas, las sociedades y los Estados vayan teniendo una adaptación constante a los sistemas cambiantes del entorno que les rodea y del mundo en que viven, que cada vez es más interdependiente y está más globalizado.
Sin embargo, ahora se comienza a hablar mucho – y con razón – de la crisis de los valores. Y, ¿qué significa ello?. Pues que el mundo parece estar últimamente al revés, que quizá en poco tiempo haya avanzado más de lo debido y tal vez esa necesaria dinámica y esa conveniente evolución que antes hemos dicho que debe darse, no hayan estado convenientemente moduladas y se hayan desbocado por no haberle sabido poner a tiempo frenos a la velocidad y la intrepidez con que han ido avanzando, o sea, que hemos ido actuando a bastante mayor velocidad que hemos ido pensando y por eso hemos corrido a velocidades vertiginosas que no hemos podido asimilar debidamente, y lo hemos hecho sin cubrir seguro alguno de los riesgos que podían acecharnos. Y así, nos hemos precipitado muchas veces por la senda de los vicios y nos hemos olvidado de las virtudes.
Y así ocurre que ya la capacidad de sorpresa no se agota y cada día la realidad de los hechos nos ofrecen mayores anomalías, nuevas irregularidades, actitudes, conductas y comportamientos de todo punto reprobables e impropios de la persona humana, de las sociedades y del mundo civilizado; porque la vida y la humanidad deben evolucionar y alcanzar progreso, pero para mejorar, para hacer la propia vida más digna y más humana, que nos lleven a alcanzar los bienes, las necesidades y los servicios de manera más en consonancia con el bien común, con el bienestar general y con la constante y perpetua voluntad de que de los adelantos, los avances y los logros sociales y de toda índole se consigan para hacer el bien y evitar el mal, para que favorezcan a todos y en beneficio de la colectividad, a fin de que también todos podamos conseguir mayores cuotas de libertad, de paz, convivencia y bienestar. Pero no al revés, no para ir a peor, porque eso es retroceder o ir hacia la involución.
Sin embargo, resulta que esa necesaria evolución y ese llamado progreso, pues cada vez más se confunden con otros valores que son antitéticos y que parece que nos conducen a velocidades vertiginosas hacia lo anormal. Por ejemplo, hoy la libertad a diario se confunde millones de veces con el libertinaje, con hacer cada uno lo que le dé la real gana, pareciendo como si fuera cada uno a su libre arbitrio el que ha de poner los límites entre el bien y el mal, y, así, cada cual va a lo suyo sin importarle en absoluto la libertad y los derechos de los demás. Y, en uso de ese libertinaje y de la cada vez más alarmante pérdida de vergüenza, de educación y también de autoridad de la sociedad organizada, pues cada día aumentan más y más los índices de violencia, de atropello a los derechos de los ciudadanos, a las personas y cosas. La inseguridad ciudadana, la delincuencia, la criminalidad van así de mal en peor, porque todos queremos lo mejor y lo más bueno para nosotros, sin importarnos para nada los demás. El egoísmo, el materialismo y el relativismo están de moda.
Me refiero no sólo a España, sino a todo el mundo. Ejemplos claros de ello se tienen en que se roba por la calle y en los lugares más céntricos y hasta mejor vigilados; se atraca descaradamente y con violencia a las personas inocentes e indefensas, se viola a niñas y chicas jóvenes y después cruelmente se les asesina, como los casos de las Niñas de Alcasser, Marta del Castillo, y tantas otras; y, si los reos del delito son menores de edad, prácticamente, los crímenes quedan impunes, riéndose a carcajadas los delincuentes de sus víctimas y sus familias, de la Policía, de la Justicia y de la sociedad, dejando así al Estado inerme; hombres que matan y asesinan a sus mujeres a placer, con las que se casaron supuestamente por amor y para que fueran las madres de sus hijos; hijos que llegan hasta el extremo de matar a sus padres porque nos les dan dinero para drogarse; y padres que no les importa de matar o abandonar a sus hijos; padres, también, a los que no se les ocurre otra aberración que la de violar a sus propias hijas, como cada vez se van dando más casos; salvajes pederastas que abusan y violan a niños inocentes y en muchos casos casi bebés; niñas de 13 años que pueden decidir abortar solas quitándole violentamente a sus hijos el derecho a nacer; atracadores que revientan viviendas incluso habitadas y matan a sus propietarios dentro, sin que a lo mejor ni siquiera les opongan resistencia; barriadas en las que a diario se queman coches, contenedores, se apedrea a la Policía y Bomberos, a los autobuses, etc.
Y uno, al igual que todas las personas que tenga cuatro dedos de frente y sentido común, ante tal estado de cosas, necesariamente tiene que preguntarse: Pero bueno, ¿esto qué es?. ¿Hasta dónde vamos a llegar a parar?. ¿Cómo pueden valer hoy tan poco la vida y dignidad de las personas?. ¿Acaso es eso libertad, progreso, desarrollo o bienestar?. Mas, por otro lado, ¿cómo puede disfrutar o ser feliz quien actúa de esa manera?. Hace 2.400 años, el griego Platón, dijo: “Es imposible que pueda ser feliz quien vive para hacer mal a los demás”. Y su compatriota Aristóteles, también dijo que: La felicidad consiste en hacer el bien”. Y es que vivimos una época en que parece como si buena parte del mundo parece haber perdido el juicio y la razón. Y uno cree que hay que volver a la razón, al juicio, a la sensatez, al sentido común, y a todo lo que siempre han sido esos principios y valores a que antes me refería. Y, además, es urgente, si no se quiere llegar tarde.
Los que nos llamamos seres “humanos”, muchas veces solemos comportarnos de forma bastante más inhumana que los animales irracionales; parecemos más depredadores que éstos, porque al menos ellos sólo atacan cuando siente hambre por el instinto de supervivencia; pero las personas muchas veces lo hacemos por mero sadismo, por maldad, por resentimiento o porque nos gusta de ir por la vida a merced de nuestras variables pasiones. Y en todo ello, se nota una pérdida cada vez más acusada de esos principios y valores que siempre fueron el santo y seña de las sociedades civilizada y de las personas de bien.
Y, a mi modo de ver, el mal comienza por la familia y la educación. Las familias están cada vez más desestructuradas, muchos matrimonios viven en conflicto, separaciones, divorcios, niños que se ven obligados a convivir juntos siendo cada uno de su padre y de su madre, y así no se pueden educar bien, ellos ven el mal ejemplo de los padres, y no se olvide que la familia es la célula básica de la sociedad y la primera escuela de toda clase de saberes. Y el otro punto débil es la educación. Hoy no existe autoridad académica. Ni aquello de antes de “la letra con sangre entra”, ni lo de ahora, que, por lo general, muchos alumnos se ríen y hasta maltratan a los profesores; si un enseñante de hoy corrige a un alumno, aunque sea de palabra y moderadamente, luego son capaces de ir los padres a pegarle al profesor. En fin, lamentablemente, tendremos que seguir ocupándonos de la crisis de otros valores, que nunca como ahora parecen estar tan devaluados.
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