Colaboraciones

Los crímenes de guerra, un mar inabarcable de pruebas por corroborar

A resultas de lo que deplorablemente nos dejan entrever las guerras, los crímenes se convierten en actuaciones que quebrantan la reglamentación de los conflictos armados. Así, desde mediados del siglo XIX se empieza a regular en Convenios Internacionales el trato que habría de otorgarse a la población civil, los heridos y prisioneros, así como a las maneras y los medios de combate prohibidos. De este modo, aparece el Derecho Internacional Humanitario, que teje los Convenios que normalizan el empleo de la fuerza y la forma de encaminar los combates en episodios de estas características. Ni que decir tiene, que el incumplimiento de dichos Convenios se contempla como crímenes de guerra, desde su categorización inicial en el Estatuto del Tribunal Militar Internacional de Núremberg, transitando por los Tribunales ah-hoc de la ex Yugoslavia y Ruanda, hasta el artículo 8 del Estatuto de Roma. Hoy por hoy, las zarpas de la guerra instan a la interrupción o invalidación de los derechos explícitos valorados como intangibles en períodos de paz, imponiéndose por la fuerza e intimidación de las armas el empeño de uno de los grupos sobre los otros que concurren en el conflicto y sobre la población en general. Obviamente, el salto del ordenamiento jurídico llega a tales cotas, que se tolera matar a individuos considerando falazmente los criterios del combate. Luego, las guerras no sólo inducen a la muerte de quienes integran las fuerzas contendientes, sino que la destrucción, las víctimas, torturas, violaciones y demás acciones criminales, se han extendido en el anonimato de quienes allí perecen. Con estas connotaciones preliminares, la represión de los crímenes de guerra en virtud del principio de jurisdicción universal continúa sugiriendo seria dificultades, cuando los sujetos envueltos exhiben la condición de dirigentes estatales. Únicamente cuando hayan concluido en el ejercicio de sus cargos, sería viable su posible seguimiento sobre la base de la jurisdicción universal, lo que trasciende rotundamente insatisfactorio. Por ello, la pugna contra la impunidad no ha de ceñirse a la puesta en escena de componentes asentados en la contribución penal internacional para condenar a los infractores, sino que, al mismo tiempo, demanda que los países tomen medidas para exigir al Estado donde se perpetran los hechos ilegales, a que cumpla con sus deberes que comprendería el abandono de sus obligaciones públicas, de quienes se hallen involucrados en tan graves crímenes. Las reglas de juego sobre la regulación de las contiendas se abordaron en su desenvolvimiento a nivel internacional, desde la inauguración de la segunda mitad del siglo XIX. Toda vez, que se confirman muestras históricas de códigos de actuación en épocas de guerra empleados por Estados definidos, y que fueron concordados con la pretensión de restablecer un marco adecuado de lo autorizado e indebido en un conflicto armado.

"En un estado que no cesa de anunciar que uno de sus valores esenciales es la dignidad humana, es indispensable que luzca su inclinación pasando de las palabras a los hechos constatados, y como tales, reaccione de manera solidaria en una situación institucional frente a las graves violaciones del Derecho Internacional Humanitario"

La inquietud por la suerte que corrían los maltrechos tras los acometimientos, o el daño especial de ciertos proyectiles, o el menester de salvaguardar a la población, llevaría a los actores a ponerse de acuerdo en la determinación de unos mínimos comunes que habrían de ser acatados en la guerra, siendo expuestos en las postrimerías del siglo XIX en los Convenios de la Haya y de Ginebra. Queda claro, que ante los informes aterradores de la masacre de Bucha, ciudad de Ucrania, se hace ostensible un tipo de crímenes de guerra que encierra ejecuciones extrajudiciales y tortura en otras franjas ocupadas, en la guerra que Rusia no ceja en su intransigencia desde hace algo más de dos meses.
Esta aniquilación inhumana se convirtió en un atentado masivo de cientos de civiles por parte de las Fuerzas Armadas Rusas, que intervinieron en la invasión de Ucrania y apoyaron el control de la localidad entre los días 27 de febrero y el 31 de marzo del presente año. Según varias fuentes oficiales, en la conquista del suburbio de Kiev, al menos unas 420 personas se asesinaron y muchos de sus cadáveres yacían maniatados en las vías y travesías. Hasta el momento, Amnistía Internacional ha reunido numerosas pistas sobre fallecimientos de habitantes indefensos ocasionados por agresiones indiscriminadas en Járkov y la provincia de Sumy, probándose una acometida aérea que estrechó a civiles que, por entonces, estaban en fila para obtener algunos provisiones en Chernígov y sometidos a intensos asedios en Járkov, Izium y Mariúpol. Y mientras la Federación de Rusia persiste en su obcecación particular contra Ucrania, se evidencian innumerables inobservancias de los Derechos Humanos y del Derecho Internacional Humanitario: este ataque es en sí, un abuso con arreglo al Derecho Humanitario. Tal vez, pueda dar la sensación de que lo que acontece en Ucrania, quede lejos de lo que pretendo fundamentar en estas líneas. Yendo por partes, la primera de las herramientas de codificación de un Derecho Humanitario a ras internacional, lo formaliza la Convención de Ginebra de 1864, “para el mejoramiento de la suerte de los militares heridos de los ejércitos en campaña”. A partir del antecedente anterior, se desarrollaron otros tratados que ayudaron a la ramificación y profundización del Derecho Humanitario y a la mejora de las pautas sobre la dirección de las discordancias, entre la que se subrayan las Convenciones I y IV de la Haya de 1899 y 1907, respectivamente, y su precepto anexo de las leyes y costumbres de la guerra, cuya eficacia se perpetúa hasta nuestros días, y las Convenciones de Ginebra de 1906 y las dos de 1929, en atención al trato de prisioneros de guerra y la protección a heridos y enfermos. Con lo cual, el derecho al ‘uso de la fuerza’ o ‘ius bellum’, se regimentó por unos patrones básicos que habrían de cumplimentar los Estados competidores en el lance, instaurándose el ‘ius in bello’ o ‘derecho aplicable’ en las complejidades armadas. De esta manera y como pensamiento inicial, pueden puntualizarse los crímenes de guerra como aquellas conductas destacadas que conjeturan una contravención del ‘ius in bello’. El crimen de guerra no ha de intrincarse con el crimen de agresión, porque este último entrevé el allanamiento del ‘ius ad bellum’ al sancionarse el preámbulo improcedente de una guerra, o un suceso de agresión no aprobado por el Derecho Internacional contra otro Estado. Amén, que el crimen de guerra establece una violación del ‘ius in bello’ por los comportamientos realizados en el propio conflicto armado. En la esfera del ‘ius in bello’, se diversifican dos variantes que se diferencian por el objeto de la protección. Precisamente, el Derecho Internacional Humanitario o Derecho de Ginebra, es el que se atina en el auxilio de las víctimas de la guerra, como su población, los prisioneros o los militares malheridos; y el Derecho de la Haya digamos que atiende el modo en que se llevan las hostilidades y se acomoda de los convenios y otros elementos que sistematizan el automatismo de la fuerza, como la naturaleza de las armas, los estilos de combate, etc. Pese a ello, esta discriminación no es fijada y en incontables coyunturas las políticas de ambas regulaciones se intercalan, sobre todo, desde la hechura de los Protocolos Adicionales a los Convenios de Ginebra correspondientes al Derecho Humanitario Bélico, que engloban métodos pertenecientes al gobierno de las incompatibilidades como medios o armas. Por lo tanto, para que se ejecute un crimen de guerra es preciso que acontezca un conflicto armado, ya que este ha de sospechar la infracción de las fórmulas que rigen en el escenario bélico. Si no hay guerra en el sentido laxo de la terminología, no puede incurrirse en un crimen de guerra. La efectividad de un reglamento de la guerra no presupone, de por sí, la objetividad de una figura criminal cuando ésta se atropelle. El procedimiento de clasificación de las transgresiones, donde se circunscriben los crímenes de guerra, ha sido un extenso recorrido donde se han plasmado algunas de las actuaciones inversas al ‘ius cogens’, y se han administrado tanto por los tribunales penales nacionales como los internacionales.
Sin embargo, la identificación de las intervenciones inicuas en períodos de conflagración, tuvo su protagonismo en los decretos penales internos, como en códigos o leyes militares, enfocadas a enjuiciar al contendiente que las consumase en el territorio afín. Ello dejó el camino abierto para que tras la Primera Guerra Mundial o Gran Guerra, y por imperativo del Tratado de Versalles, se atribuyese a los militares alemanes en la Corte Suprema de Leipzig por la comisión de crímenes de guerra. Concluida la Segunda Guerra Mundial, los crímenes de guerra alcanzan un formato internacional al ser calificados como una violación de las leyes y los manejos de la guerra, pasando a ser comprendidos en el Artículo 6º del Estatuto del Tribunal Militar Internacional de Núremberg.
En la Carta del Tribunal Militar Internacional para el Lejano Oriente se introdujo la regulación del crimen de guerra de una manera análoga en su Artículo 5º, reconociendo los crímenes de guerra como excesos de las leyes y costumbres de la guerra. Como puede distinguirse, nos hallamos ante un prototipo penal abierto que claramente se dirige a leyes y costumbres de la guerra, retratándolas como el Derecho Internacional llanamente adaptable y exigible a cualquier individuo, formando parte del ‘ius cogens’. En los veredictos se refirieron los Convenios que producía el ‘ius in bello’, remitiéndose dicho tribunal a los Convenios de Ginebra y la Haya anteriores a la Segunda Guerra Mundial.
En el caso concreto de los crímenes de guerra en los Estatutos de los ‘Tribunales Penales Internacionales Ad-Hoc’ para la ex Yugoslavia’ (TPIY) y ‘Ruanda’ (TPIR), reúnen la tipificación del crimen de guerra como crimen internacional. Ha de matizarse, que en el tiempo en que estos se sancionaron, 1993 y 1994, se encontraban en funcionamiento los cuatro Convenios de Ginebra de 1949, así como sus protocolos adicionales de 1977. De todos modos, el Estatuto del TPIY sustancia los crímenes de guerra en dos apartados distintos. En su Artículo 2º inflige las “infracciones graves a la Convención de Ginebra de 14/VIII/1949”, relacionando las directrices que se creen como infracciones graves. Llámense torturas, homicidio, deportaciones, etc.
Estas prácticas se resaltan en el Artículo 3º del Estatuto de las “violaciones de las leyes o prácticas de la guerra”, examinando como tales, sin que esto imposibilite averiguar otras, como la utilización de armas tóxicas, o el desastre sin causas aparentes de urbes o metrópolis, etc. En cambio, en el Estatuto de TPIR los crímenes de guerra se combinan en un único párrafo que se abre para castigar el incumplimiento del Artículo 3º común a los Convenios de Ginebra y del Protocolo Adicional II de los Convenios, insertando un elenco de violaciones como la violencia, la vida o salud de las personas protegidas, tortura, mutilación, etc., pero indicando, eso sí, que el cuadro no es completo y dejando abierto el tipo penal. En cuanto a los crímenes de guerra en el Estatuto de la Corte Penal Internacional, el Artículo 8º del Estatuto de Roma pone de relieve las conductas constitutivas de crímenes de guerra, debiendo de producirse en el entresijo de un conflicto armado, prolongando la interpretación del TPIY, cuando se acude a la fuerza armada entre territorios, o la violencia entre representantes gubernamentales y otros grupos armados constituidos o grupos en el interior de una nación.
El Estatuto de Roma compara dos hipotéticas realidades dentro del mismo entorno distintivo: primero, el conflicto armado interno y, segundo, el conflicto armado internacional. El contraste entre ambas tipologías de conflicto posee un origen histórico, porque se deduce que el Derecho Internacional Humanitario únicamente era adaptable a los conflictos internacionales, imaginando las guerras civiles como cuestiones internas de los Estados. En verdad, los conflictos internos se codificaron por vez primera mediante el Artículo 3º de los Convenios de Ginebra de 1949, y desde aquel momento han hallado su destello en otros dispositivos como los Protocolos adicionales a los Convenios de Ginebra. A pesar de ello, el Artículo 8º del Estatuto de Roma conserva la gentileza entre ambos modelos de conflictos, acaparando los estándares delictivos para los conflictos internacionales que no son ajustables a los conflictos internos. Así, puede reconocerse una circunstancia donde la inercia de los escudos humanos es juzgada un crimen de guerra, si se desencadena en un conflicto internacional y no se halla castigada si se efectúa en un conflicto armado interno. En resumidas cuentas, en un ambiente en el que los quebrantamientos sistemáticos y generalizados de las máximas humanitarias han establecido un potente miramiento de lucha contra la impunidad, ha de resaltarse el peso en la inauguración de distintos procesos penales por crímenes de guerra a cargo de los tribunales de varios países, al amparo de las oportunidades que consagran los mecanismos de cooperación penal internacional sustentados en el principio de jurisdicción universal. Más este progresivo activismo judicial en lo que atañe a las violaciones graves del Derecho Internacional Humanitario realizadas al margen de su comarca, se topa con que los aparentes crímenes conforman una estrategia diseñada de acoso y derribo, impulsada o consentida desde las más altas instancias gubernamentales, viéndose responsabilizados los cabecillas estatales. A todo lo cual, el deber de dar a conocer el mensaje de que no puede existir impunidad para las infracciones del Derecho Internacional Humanitario, con independencia de la calidad o función que hayan ejercido con anterioridad o en el presente los probables causantes, puede colisionar con las formas más enraizadas del ordenamiento jurídico, apoyadas en la observancia de la soberanía e igualdad de los territorios, una de cuyas expresiones es la búsqueda de una serie de inmunidades a sus órganos, fundamentalmente, a los dirigentes políticos. Es así, como nos topamos ante una trama extraordinariamente peliaguda, que ha provocado un vivo debate, tanto entre los magistrados como la doctrina, pues se pone de realce las tiranteces a las que se ve sujeto el Derecho Internacional, entre la composición básicamente interestatal de este ordenamiento jurídico y las mejoras procedentes de la confirmación de una sucesión de valores colectivos, a cuyo respeto estarían supeditados los Estados.
En consecuencia, sopesando la trascendencia conferida a la polémica contra la arbitrariedad de la impunidad, tal y como insiste la puesta en movimiento los diversos mecanismos e instituciones conducentes a contener, entre otros, los crímenes de guerra, el acorralamiento de las violaciones del Derecho Internacional Humanitario, continúa lidiando con unos cuantos obstáculos cuando los individuos cómplices muestran la condición de dirigentes estatales. En estas materias, la notabilidad que se sigue concediendo, a tenor del horizonte que nos proporciona la práctica a las inmunidades ‘ratione personae’ como concepto de la soberanía e igualdad de los Estados, paraliza el procedimiento de enjuiciamiento de los Jefes de Estados, o Jefes de Gobierno y Ministros de Asuntos Exteriores por parte de los tribunales extranjeros, al amparo del principio de jurisdicción universal, sin que por ahora esté pendiente la concurrencia de ninguna irregularidad. Por ello, se encaja un clarividente contratiempo en la operatividad de este principio y desemboca en el resultado contrapuesto de que se pueda oprimir a los actores estatales de rango inferior, por la comisión de crímenes de guerra proyectados y dispuestos por agentes políticos que quedan a la sombra de cualquier condena, mientras persistan en el puesto.

"Las guerras no sólo inducen a la muerte de quienes integran las fuerzas contendientes, sino que la destrucción, las víctimas, torturas, violaciones y demás acciones criminales, se han extendido en el anonimato de quienes allí perecen"

Lógicamente, un paradero de esta índole no deja de resultar insatisfactorio, porque a sabiendas de los importantes límites que se han ido asignando a la magnitud de las inmunidades de jurisdicción penal de los órganos del Estado, sobre todo, de la aseveración consuetudinaria del principio de improcedencia de cargo oficial, los máximos representantes estatales permanecen satisfaciendo de una impunidad de facto, en tanto se perpetúen en el proceder de sus actividades.
Sin duda, esta es la conveniencia de Vladímir Putin (1952-69 años).
De ahí, que contra viento y marea procedan a resistir en lo más alto, para que ante cualquier tentativa de enjuiciamiento de los tribunales extranjeros, puedan intrincarse en el estandarte de la soberanía y oponerse iracundamente por la quiebra de la dignidad del Estado. Junto a lo expuesto, únicamente le quedaría el alivio de su encubierto derrocamiento.
Ante lo visto, esta preeminencia de las inmunidades no ha de arrastrarnos a la desmoralización o al conformismo, pues se tiene la opinión, que el Derecho Internacional se apresta de engranajes cuya puesta en marcha podría, o al menos, debería, apremiar al Estado a acatar sus competencias de represión de los crímenes de guerra.
Ello reclama acometer la atención del Derecho Internacional Humanitario, del que se extrae la represión de sus violaciones dentro de un marco más espacioso que visualice la complementariedad e interrelación reinante, aun inspeccionando su referida autonomía entre el Estado y el individuo.
Desde esta perspectiva, la lucha contra la impunidad no ha de ceñirse en la reactivación de diversos artificios y recursos cimentados en la aportación penal para inspirar el castigo de los criminales, sino que empuja a que los Estados estén preparados para tomar las medidas pertinentes. Sobre todo, en un círculo institucional como el simbolizado por las Naciones Unidas, para persuadir al Estado en el que se estén perpetrando estos hechos ilícitos. Un requerimiento de esta singularidad debiera disponerse en los procesos de paz emprendidos desde las Naciones Unidas, junto con compases tendentes a afianzar el equilibrio institucional e impedir los vacíos de poder.
En este trazado de relaciones interestatales se intuye que no sería admisible la evocación de ninguna inmunidad, de cara a las medidas generales, sobre todo, cuando deriven del Consejo de Seguridad. Se desposeería así, a las personas de la ayuda que pudiera brindarles esta figura, frente a cualquier tanteo de expediente a cargo de los tribunales extranjeros. Finalmente, en una Comunidad Internacional que no cesa de anunciar que uno de sus valores esenciales es la dignidad humana, es indispensable que luzca su inclinación pasando de las palabras a los hechos constatados, y como tales, reaccione de manera solidaria en una situación institucional frente a las graves violaciones del Derecho Internacional Humanitario consumadas en el contexto de un conflicto armado, alentando el fin de las mismas y la sanción proporcionada de los autores, aun cuando sean los máximos dirigentes, porque la soberanía no puede erigirse en fortín o empalizada de la impunidad.

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