La corrupción ha inundado repentinamente la vida pública. No se habla de otra cosa. No deja de ser extraño en un país que ha hecho de la corrupción toda una filosofía de la vida. Es difícil entender este ataque de ética que parece afectar al conjunto de la población. ¿Por qué ahora?
No existe ni un solo ciudadano en España, medianamente informado, que no tenga la absoluta certeza de que en España la corrupción habita en todos los rincones de cualquier administración. Y sin embargo, durante años, acaso décadas, el cuerpo electoral se ha distinguido por una laxitud moral estremecedora. Baste con recordar que el PP gobierna con una mayoría absoluta cosechada después de conocerse que habían ingeniado un dispositivo para captar fondos ilegalmente de los que, además, cobraban sobresueldos en sobres indecentes. Podríamos enumerar una serie interminable de episodios similares. Un dato. El setenta por ciento de los alcaldes que se presentaron a las últimas elecciones estando imputados, resulto elegido. No hace falta ir tan lejos. Detengámonos por un momento en nuestra Ciudad. En Ceuta, donde el empleo es el bien más escaso y preciado, y el empleo púbico se erige como el desiderátum universal, el enchufismo es una de las modalidades de corrupción más horripilantes. Todo el mundo sabe perfectamente que durante los últimos años todos los puestos de trabajo de la administración local han sido repartidos entre los allegados al PP. Este hecho, sobradamente conocido, no ha supuesto el más mínimo coste en las urnas. Se asume con naturalidad.
¿Es este un comportamiento racional de quien abomina de la corrupción? Evidentemente, el pueblo español no valora la honradez como un atributo significativo. Es más, existe una predisposición muy generalizada a identificar la honradez con la estupidez. La corrupción forma parte del ADN español, como queda magistralmente descrito en el “Lazarillo de Tormes”. Esta es la auténtica tragedia. No existe una clase política corrupta abusando de un pueblo ingenuo e inmaculado. Lo que existe es una sociedad corrupta hasta la medula. Esta incurable patología desnaturaliza la política que deja de ser una causa común para convertirse en una palanca de obtención de prebendas particulares y enriquecimiento ilícito. La inmensa mayoría no medita su voto en función del interés general, nadie piensa qué puede ser mejor para el conjunto de la ciudadanía, sino qué opción le puede ser más rentable a él. Este es el germen de la corrupción como pauta de comportamiento. No se pretende acabar con la corrupción sino hacerse partícipe de ella. Como si se tratara de un derecho desigualmente ejercido. Al corrupto se le vitupera, no por la violación de los principios éticos, sino por envidia. Por ello, esta corriente anticorrupción que parece sacudir el país no es suficientemente creíble. Es un espejismo efímero provocado por la desesperación. La gente muestra una enorme indignación, y a renglón seguido, pide un puesto de trabajo para “su” hijo; una vivienda para “su” familia; una subvención para “su” negocio; o una adjudicación para “su” empresa. No exigen que se gestionen las instituciones con objetividad e imparcialidad, sino que el resultado final les termine siendo favorable.
Esto no es óbice para que este inusitado afán por barrer de las instituciones a la casta, señalada como el exponente más visible de la corrupción, no sea un movimiento social encomiable, de extraordinaria importancia, y digno de reconocimiento y apoyo generalizado.
Lo que ocurre es que si no viene acompañado de una profunda revisión de cada conciencia individual, reordenando la escala de valores y situando los principios éticos en la cúspide, sólo habremos logrado un frustrante recambio intrínsecamente perecedero.