Colaboraciones

Conversación con la naturaleza

Hoy he regresado a la fuente del agua de la vida. Después de llenar unas cuantas botellas vacías he subido por la empinada cascada, ahora seca, hasta la parte alta del manantial. Atravesar el pasadizo de adelfas que me ha llevado hasta aquí ha sido toda una prueba iniciática. Lo primero que he tenido que salvar es el miedo que ayer sentí y que me impidió dar los últimos pasos parar coronar la cúspide de la cascada. En esta ocasión, no me lo he pensado.

El agua, y puede que también algún excursionista por las ramas cortadas que he visto, han despejado el camino. Nada más entran en el pasadizo de adelfas me he topado con un muro que podría ser un antiguo bancal o presa para contener agua.

Al final del túnel natural me esperaba una zona despejada que me ha transmitido una sensación muy agradable de soledad y recogimiento. Un enorme afloramiento rocoso, que durante las lluvias debe ofrecer la imagen de un bellísimo salto de agua, me ha invitado a sentarme para escribir. Este espacio es un pequeño paraíso que, a buen seguro, visitaré de manera frecuente. Además de su belleza tiene la virtud de ser un sitio alejado de la mirada de la gente. Diría que es el lugar perfecto para la reflexión, al escritura y misteriosos encuentros.

Una ligera brisa mezcla el fresco olor de la vegetación con la fragancia salina del cercano mar. El sol todavía no ha tomado suficiente altura para asomarse a este recóndito sitio y para verme escribir sobre la belleza y la magia de la naturaleza. Los únicos que me acompañan son unas aves que cantan desde los árboles. Es un canto insistente, como si quisieran comunicarme algún mensaje. Fijo toda mi atención a lo que me dice: vienen a decirme que si no nos hemos dado cuenta de todo el daño que le estamos haciendo a la Madre Tierra. Ella nos ama y no merece el trato que le estamos dando. La mayoría no la respetan y menos todavía la adoran como lo hacían nuestros ancestros. Está triste y melancólica, como la Dama de Ceuta esculpida por el escultor ceutí Ángel Ruiz Lillo. A coro los vencejos se suman a la conversación para insistirme en la misma idea. Se sienten tristes por la deformación que le estamos provocando al bello rostro y cuerpo de la diosa.

Siento que todas las plantas que me rodean tienen puesta sus miradas fijas en mí, indicándome que ellas también sienten lo mismo. A todas ellas, y al resto de criaturas de habitan este lugar, les contesto: “sí, os escucho y os agradezco antes de nada que hayáis traído hasta aquí para que podamos conversar en esta mañana dominical y primaveral. Estáis todos bellísimos y refulgentes. Muchas gracias por vuestra hospitalidad y por hablarme con el cariño que lo hacéis…Y sí, lo sé, no somos muchos quienes os prestamos atención y nos sentamos a escucharos como os merecéis. La mayoría de la gente va siempre de un lado a otro con mucha prisa poseído por las preocupaciones y la sensación de que el tiempo se les escapa entre las manos. Así resulta imposible que emerja el sentido de la eternidad y la trascendencia. Pocos os ven y escuchan vuestras melodiosas voces, y no será porque no os preocupáis en engalanaros en primavera para atraer nuestras miradas desplegando todas vuestras bellas formas, colores, fragancias y tactos.

El bolígrafo se me resbala entre los dedos, lo que interpreto como una señal que me invita a explorar la zona con más detalle. Al acercarme a las plantas de la parte occidental del arroyo descubro que se trata de un abigarrado grupo de rudas que desprende su característico olor amargo. Diviso a lo lejos una hermosa higuera.

Intento avanzar entre las adelfas para seguir explorando el arroyo y pago mi atrevimiento con una caída sin consecuencias. Lo único que he conseguido es herirme la mano con la que escribo. Regreso a la roca para retomar la conversación con la naturaleza. El sol ha llegado a este apartado lugar y ha animado a las aves a acercarse hasta aquí. Entre las zarzas distingo las negras siluetas de unos mirlos. Todo discurre aquí al margen del mundanal ruido. Empiezo a notar la calidez del sol matizada por el viento que empieza a soplar con cierta intensidad. Creo que es el momento de regresar a la “civilización”. Lo hago contento y feliz tras haber mantenido una conversación íntima con la naturaleza.

Ha habido un momento en el que mi comunicación con la naturaleza ha sido muy profunda y este instante ha quedado inmortalizado en mi memoria. Rememoro lo vivido mirando al mar con un buen vaso de té moruno entre mis manos. La inmensidad del mar me habla de la profundidad del inconsciente colectivo del que emergen imágenes arquetípicas cada cierto tiempo. Una de ellas es la diosa Isis. Ella es negra, como la oscuridad de nuestro ser, que solo adquiere luz cuando se aloja en el templo interior y enciende el fuego secreto, el azufre rojo, del sí mismo o centro vital. Este fuego está rodeado por el agua de la vida y al combinarse desprenden, en forma de vapor o soplo, el espíritu de los lugares que miramos con los ojos de fuego. A través de un sueño que tuve hace unos meses se me comunicó que no había valorado suficientemente el hallazgo del azufre rojo en Ceuta. Llevan razón. Ahora lo entiendo.

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