Sin perjuicio de elaborar algo más adelante, con la política postelectoral ya asentada, mi balance 2023, en la serie sobre nuestros contenciosos y diferendos diplomáticos, sobre los seis, los contenciosos de Gibraltar, el Sáhara Occidental, y Ceuta y Melilla, y los diferendos de Las Salvajes, Olivenza y Perejil, que arrojan en general un déficit diplomático asaz agravado y por ende, enmendable (La Fundación Interservicios Ceuta recoge que en el 2005, el Instituto de Estudios Ceutíes publicó un clásico mío sobre los contenciosos y que “hoy, tras 18 años, dichos contenciosos siguen vigentes”) procedería ahora una síntesis sobre el que bastantes y en visible número creciente, impelidos por una opinión pública ya madura en asuntos exteriores, han lanzado a la palestra atribuyéndole carácter prioritario, esto es, el Sáhara, con el consiguiente restablecimiento del equilibrio en el Magreb.
Incidentalmente se reitera asimismo por su actualidad, como venimos repitiendo a efectos de la estrategia correspondiente para la adecuada defensa de Ceuta y Melilla – lo que solo puede encontrarse en su mejor desarrollo, impostergable desde la acuciante realidad y los esquemas constitucionales nacionales, amén de jugar con mayor efectividad la baza europea- que tal vez resulte perceptible una cierta hipostenia de la posición y el animus hispánicos en las ciudades, sobre las que la reivindicación alauita es histórica y programática, integra su ideología constituyente, nunca va a extinguirse en horizontes contemplables. Sin embargo, la fijeza alauita tiene un potencial límite de futuro al que ya nos hemos referido anteriormente: quebraría por el principio de autodeterminación, por la expresión de la voluntad de sus habitantes, clave mayor y elemento fundamental de cualquier derecho internacional que se proclame moderno, al que dedicaremos un próximo artículo por su importancia, aunque insistiendo en que ya lo hemos tratado.
Si bien resulta corregible por el procedimiento de urgencia el movimiento sanchista, inscribible en un estilo de diplomacia secreta que difícilmente rubricaría Castlereagh, campeón tal del secretismo que el decisivo tratado de Chaumont contra Napoleón lo redactó él mismo de su puño y letra- sobre el territorio donde fui el primer y único diplomático que se ocupó de los 339 españoles, los censé, que allí quedaron, hace ya tres décadas y media, que puestos así los guarismos quizá contribuyan a calibrar desde criterios menos fríos, el tiempo sin solucionar esta ceremonia de la confusión en términos de ortodoxia internacional y de humanismo, ya avanzando el tercer milenio- resulta asimismo meridiano que no es suficiente con volver a la situación anterior, la “neutralidad activa”, como algunos vienen preconizando.
En efecto, no basta con que España se adhiera a la solución política onusiana, que va de sí que es la que corresponde -aunque con la retahíla inercial que no permite felicitar a los autores, de “justa”, pero claro, no va a ser injusta; “duradera”, faltaría más que no se buscara el carácter estable, durable; y “mutuamente aceptable”, pues obvio, si lo que se está persiguiendo es el acuerdo– desde su posición de parte del Grupo de Amigos, que también. España es ante el Sáhara, algo más que uno del grupo de los cinco, como resulta paladinamente obvio, comenzando por su responsabilidad histórica. Es cierto que se trata de los cuatro grandes, con el permiso de China y de alguno/s más, pero no es menos exacto que ni la índole ni la atingencia al interés general, hacen de la integración en el selecto club, el desiderátum, más allá del ineludible posibilismo en que se tiene que mover para que resulte, cualquier salida regida por la realpolitik, incluso “con sus dosis de contaminación”, en la acuñación clásica de Kissinger, instrumento imperfecto hasta por definición pero a veces superador de las insuficiencias del derecho internacional y de las servidumbres de la política exterior.
España tiene que alcanzar una mayor visibilidad y un nivel superior de influencia y si se quiere de protagonismo, y para ello una actuación directa, no es la única claro, podría incluir la asignación de un comediador, algún profesional, hasta yo mismo si fuera menester, con vocación, conocimientos y localizado por los contendientes, a fin de coadyuvar con el de Naciones Unidas, hoy en la ya considerable lista de representantes de la ONU, que vistos sus magros logros diríase que no parece contar del todo con el blessing del Olimpo diplomático, el bueno de De Mistura, mediador experimentado, que, al parecer, todavía no ha logrado visitar El Aaiún tras ya cerca de dos años en el cargo. Y para completar el panorama, el papel onusiano, con una Minurso sin competencias en derechos humanos…
Antes de seguir adelante, se impone ya dejar claro lo manifiesto, lo axiomático, la cuestión nuclear: la salida, quizá mejor que solución, política, radica en el acuerdo entre las partes, que amén de resolutivo, también superaría en principio el obstáculo fáctico de la celebración de un referéndum.
Partiendo del acuerdo entre las partes, luego en la dialéctica, ya en el terreno opinable, donde la bien probada imaginación árabe, de unos y otros, facilitará a pesar de lo intrincado del asunto, el hallazgo de la lámpara de Aladino, yo ya he manifestado mi inclinación con carácter no exclusivo aunque sí preferente por la tesis del reparto, de la partición, que, en tercer lugar de cuatro, formuló Kofi Annan en el 2002, en la creencia de que las circunstancias actuales la vertebrarían en grado bastante, siempre de la mano de la realpolitik. Es de lamentar que el paso del tiempo haya ido privilegiando la efectividad sobre los principios, pero la situación es la que es. Ni Marruecos podría ceder más, ante la amenaza de un golpe de Estado, éste definitivo para la corona -ahí están mis páginas sobre el involucionismo, las conspiraciones palatinas, los complots y la baraka de Hasan II- ni los saharauis deberían aceptar menos, de ahí el rechazo a la propuesta de gran autonomía dentro del reino ofrecida por Rabat, ya que podría implicar, como he reiterado, el riesgo de que con el paso del tiempo, precisamente por la integración, se difuminara la identidad saharaui, se extinguiera la entidad de los hijos de la nube, desapareciera la nación saharaui, se perdiera la RASD.
En definitiva, se trataría de, conducidos por una elemental lógica diplomática, llegar o aproximarse al “ni vencedores ni vencidos”, que desde su sagesse se dice que habría enunciado Hassan II en la histórica entrevista de Marrakech, la única con participación del trono, con el rey cordialmente despectivo y los guerrilleros sumisamente altivos y los palmerales cantados por los poetas.
Y desde la geopolítica, para cerrar, se alcanzaría el principio del equilibrio en la hipersensible zona del Estrecho-Magreb, con Argel, balanceado con su vecino y rival histórico, las secuelas coloniales, en este caso fronterizas, más la ideología, que conseguiría su salida atlántica a través de la aliada RASD; mientras que Mauritania vería aminorada la amenaza irredentista de un menos hegemónico Marruecos, que a su vez, solventado en concluyente grado definidor el asunto Sáhara, entraría resueltamente en la senda de la legalidad y el realismo. Y España tendría enfrente de Canarias un Estado sin veleidades expansionistas.
Por supuesto que alcanzar esa situación casi bucólica requerirá en verdad un ejercicio modélico de alta ingeniería diplomática que permita compatibilizar el equilibrio en el Magreb, la razonablemente equidistante relación española con Rabat y Argel -con unos vínculos históricos más profundos con Marruecos, pero con necesidades actuantes del presente similares, próximas al interés nacional, vis à vis de ambos- y el respeto a los principios y responsabilidades. Evidente. Pero para eso está la diplomacia, con todos sus instrumentos.
Corresponde a los responsables de Santa Cruz, que bien me conocen, el decidir, tras elevarlo a La Moncloa, si es momento para el primero de ellos, la diplomacia regia, que debe de ser como invoco siempre por principio instancia mayor, casi clave en ciertas crisis con el reino alauita. La diplomacia de las coronas, instrumento excepcional y subsidiario antes que complementario de la acción de gobierno, con el que a título rayano con lo singular cuenta y ha ejercido España en sus relaciones con Marruecos, desde Don Juan con Hassan II cuyo entendimiento se acentuaba por el humo cómplice de dos empedernidos fumadores. Innecesario puntualizar que en materia contenciosa su ámbito natural es Marruecos ya que los diferendos lusitanos se incluyen en la normal acción del gobierno como tampoco resulta concebible para Gibraltar.
P.S. Adenda para hispánicos recalcitrantes.
Si en anteriores ocasiones han parecido invocables mis dos máximas político-diplomáticas, ahora -cuando Feijóo ha declarado que “la relación con Marruecos tiene que ser excelente”, y por ello, “prioritaria, estable, transparente y de Estado, con los acuerdos llevados a los Cortes, porque es un país vecino, amigo y aliado”, lo que yo denomino “la ortodoxia en las relaciones con Marruecos” y será objeto de un próximo artículo- viene dado su recordatorio de manera casi automática. La política: España, a veces da la impresión de tener más dificultades que otros países de su entorno, no ya para gestionar sino para identificar y hasta para localizar el interés nacional. Y la diplomática: Hasta que no resuelva o al menos encauce adecuadamente su en verdad harto complicado expediente de litigios territoriales, España no volverá a ocupar en el concierto de las naciones el puesto que corresponde a la que fue primera potencia planetaria y cofundadora del derecho internacional al más noble de los títulos, la introducción del humanismo en el derecho de gentes.
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