Más allá del progreso tecnológico, el hombre avanza sin saber a ciencia exacta las consecuencias que pudiera acarrear para la salud un uso diario de los nuevos sistemas
Inmersas en una vorágine feroz, acaso atrapadas en un trágico bucle, las sociedades más avanzadas del mundo, ya sea en Asia, Europa y América, y por tanto dentro de ellas los hombres de nuestro tiempo, se encuentran suspendidas en un trapecio desde el que, con idénticas posibilidades, se puede tocar el cielo y caer hacia el abismo: "El hombre es la mayor promesa y la mayor amenaza para el hombre", advierte en un reciente reportaje publicado en El Mundo el filósofo y matemático sueco Nick Bostrom, quien desarrolla su labor científica desde los últimos ocho años en el prestigioso Instituto para el Futuro de la Humanidad, el denominado FHI, que se sitúa dentro del gigantesco y admirado campus de la estadounidense Universidad de Oxford.
Más allá de vaticinios e hipótesis, lejos de temores y cuchillos, sumiso de un horizonte negro y dorado, el ser humano del siglo XXI representa hoy como nunca antes en la Historia un papel de sujeto pasivo que lo convierte en una especie de conejillo de Indias para con los experimentos que la poderosa industria de la tecnología, especialmente asiática, idea, crea y perfecciona con asombrosa rapidez y se diría que con inquietante facilidad pues expuesto en cada minuto; en casa o en la oficina; ya sea a través de las ondas que emiten un teléfono móvil o mediante el ambiente que provoca ese nuevo televisor en el que, cuando éste está encendido, los canales se pueden cambiar con una mera manotada al aire del espectador acomodado en el sofá; el hombre de hoy en día vive en el interior de una permanente burbuja de progreso y desarrollo tecnológico que representa a priori y para indudable gloria la esfera de la modernidad pero que también esconde en su seno una macabra ruleta de dudas que sólo se podrá despejar con el paso de las décadas y la extinción de las generaciones actuales.
Porque:¿hay garantías absolutas de que la puesta en marcha de un sinfín de adelantos tecnológicos, véase teléfonos móviles siempre encendidos, nunca separados de nuestro cuerpo, colindantes a la zona testicular del hombre, no suponga en realidad un riesgo para la salud propia, pues bien la pueda mermar o directamente aniquilarla vía enfermedades terminales? ¿No es una amenaza incluso para la lozanía del hijo que nacerá el hecho de estar rodeados de radiaciones, ondas, estímulos eléctricos que se expanden sin que se nos facilite un prospecto en donde al menos se puedan leer las contraindicaciones de estos usos?; ¿Es descabellado pensar y afirmar que usted, mi vecino y yo a causa de estar permanentemente expuestos y atados a sistemas que funcionan mediante potentes circuitos integrados que realizan numerosas funciones en ordenadores y dispositivos electrónicos podamos sufrir en pocos años una devastadora y hoy no prevista reacción hacia los avances en forma de fatal patología?
"Durante más de 100.000 años hemos sido capaces de sobrevivir a asteroides, terremotos, tifones, volcanes y todo tipo de catástrofes naturales. Aunque las condiciones de vida en la Tierra serán más severas, es posible que podamos aguantar otros 100.000 años capeando el temporal. Pero nadie ni nada nos ha preparado para enfrentarnos al producto de la actividad humana en el siglo XXI", expone Bostrom quien, además de deslizar, sin denunciarlo en cualquier caso, los posibles peligros que para el ser humano supone vivir entre adelantos, anuncia un nuevo e imprescindible reto para la industria: cómo aplicar la tecnología para mejorar las capacidades físicas y mentales de nuestra especie.
A la espera de acontecimientos, mientras que la tecnología se exhibe como un inmenso planeta en donde todos los componentes tienen una actividad frenética e inagotable, el ser humano avanza como un caracol sin que jamás se le disipe en realidad un miedo interno y profundo de que el caparazón, de buenas a primeras, estalle un día y para siempre, metáfora de una cabeza explotando por no ser capaz de soportar una presión que va más allá del umbral que soporta la salud humana.
Ante este panorama, el ser humano medio (o sea, millones de personas en el planeta) se encuentra perdido en la infinidad de un océano sin saber qué hacer y, circunstancia que es todavía más infame, aunque supiera qué pasos seguir, sin poder llevar a cabo el plan trazado en aras de llegar a la orilla, a tierra firme. Pues sólo desde una premisa imposible que se dé ni ahora ni nunca; ni en China ni en Estados Unidos, la especie podría avanzar firme sin tener miedo al progreso, una primera proposición del silogismo que exige de entrada una industria con escrúpulos, carente de anhelos por forrarse a costa de lo que sea (incluido cometer adrede atrocidades) y con un sentido común tal como para nivelar, para así crecer de manera más segura y a la larga más eficaz, el avance tecnológico y el conocimiento humano, una manera de obrar transparente, justa y buena inconcebible hoy día.
Como quiera que el instrumento imperturbable que ha de garantizar la salud de los ciudadanos, en democracia el Gobierno que resulte ganador de las elecciones, se encuentra podrido en buena parte del Primer Mundo, el objeto primero que se le ha de exigir a una empresa especializada en tecnología, a una universidad científica, o a un laboratorio de referencia en este ámbito, dar absolutas garantías de salud al ciudadano, queda mancillado o directamente cercenado de manera grotesca y por ende con la luz verde y consiguiente connivencia de las esferas políticas, más preocupadas en la administración de economías que en poner los medios precisos para salvaguardar la salud de las personas, convertidas en el siglo XXI en perfectos monigotes sobre los que hacer flamantes experimentos cuyas consecuencias no la sabremos a ciencia exacta y sustentada por una base empírica hasta pasadas unas décadas, cuando todo cuanto ahora disfrutamos se manifieste o no en nuestra salud mental o física para bien o para mal.
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