La corrupción, en sus diversos modos e intensidades, es parte consustancial de la conducta colectiva de la sociedad española. Es así desde tiempo inmemorial. El Lazarillo de Tormes es una genial descripción de nuestro particular modo de vida, llamado eufemísticamente pícaro. No obstante, el tránsito a la democracia propició un intento de corregir esta patología situando la honradez como un valor social preferente, en consonancia con lo que ocurría en otros países más avanzados. En el albor del nuevo sistema se hizo un encomiable esfuerzo por convencer a la ciudadanía de que la observancia de los principios éticos, y el escrupuloso respeto a las normas encuadrado en la defensa del interés general, son requisitos insoslayables para garantizar los derechos y libertades de todos. Resultó inútil. Fue imposible vencer una tendencia que parece grabada a fuego en nuestro código genético. La laxitud moral se fue imponiendo paulatinamente. Hoy, la inmensa mayoría de los ciudadanos está convencida de que todos los políticos, sin excepción, roban. Entre otras cosas porque piensan que si ellos estuvieran en su lugar también lo harían. La consecuencia es que la honradez ya no es un elemento importante para conformar el voto. Y de esta forma se retroalimenta una espiral de perversidad sin fin. Los políticos saben que no serán sancionados electoralmente por la corrupción, y la impunidad les induce a abundar en ella, lo que a su vez extiende la idea de que hay que aceptarla como algo inevitable. Todos lo días leemos en los periódicos algún caso de flagrante corrupción del PP, y en la página siguiente, la confirmación de su futuro triunfo, electoral según las encuestas. Así es muy difícil exigir comportamientos decentes a nadie.
Ceuta, siempre líder de lo negativo, también está situada en los puestos de privilegio de esta clasificación. Aquí, la corrupción está tan interiorizada, que no sólo no se castiga, sino que se considera como vitola de éxito. Las personas que la denuncian o critican están mal vistas y son, materialmente, linchadas. Hemos conseguido patentar un repugnante principio: Cuanto más corrupto eres, mayor relevancia social obtienes.
En este contexto de enriquecimiento ilícito, generalizado y consentido, los contratos de larga duración y cuantía multimillonaria, se han convertido en la gran estrella de la corrupción política. Por una razón obvia. Es más cómodo, rápido y limpio robar quinientos millones en una operación que tener que hacer cincuenta operaciones de diez millones cada una. El mecanismo empleado para dotar de apariencia de legalidad al latrocinio es la adjudicación mediante concurso en lugar de subasta. Esta modalidad evita, de hecho, tener que sujetarse a criterios objetivos, cuya evaluación resulta imposible manipular. Basta con valorar, según convenga, conceptos tan abstractos como la “solvencia técnica” o la “adecuación a las necesidades del servicio”. Nunca gana el mejor, sino el más listo (el que tiene más habilidad para sobornar). El abuso de este procedimiento se ha llevado por delante, además, el prestigio de la función que desempeñan los técnicos. No puede ser casualidad que los informes pretendidamente técnicos terminen coincidiendo siempre con la voluntad política. Más que informes son coartadas. Retribuciones, cargos y prebendas variadas, suelen acompañar la elaboración de los informes que descorchan el maná. Lógicamente existen sus excepciones (escasas) como en toda regla.
No es extraño, en estas circunstancias, que todas las adjudicaciones de contratos sustanciosos estén rodeadas de sospecha y desprendan un cierto aroma de podredumbre. Todavía no se ha redactado el pliego de condiciones del servicio de limpieza (el contrato vence en dos mil once) y ya sabe todo el mundo quien va a ganar. Recientemente, la planta de transferencia de residuos corrió idéntica suerte.
El último episodio de esta interminable serie de maniobras turbias ha sido la ya famosa planta de biodiesel, que mantiene estupefacta a la opinión pública. Nadie comprende nada. Una administración gestionada por el Gobierno de la Ciudad (tiene mayoría absoluta en el Consejo de Administración de la Autoridad Portuaria), inicia un expediente para adjudicar una parcela gigantesca en la ampliación del puerto para la construcción de una planta de biodiesel por importe de setenta y dos millones de euros. El futuro había llegado. El enésimo cuento de la lechera. El empleo se computaba por miles. Una vez más, la envidia de propios y extraños. Se resolvió el concurso. Y cuando se tiene que expedir la licencia, el mismo poder político que promovió la contratación, dice que esta actividad es ilegal. Alucinante. Tamaña incoherencia desata las legítimas elucubraciones. Según una de ellas, el fallo estuvo en que la mordida se la llevó quien no debía, y ahora se pretende corregir este error. Según otra, se ha cruzado por el camino una operación más rentable, que obliga a reservar esa parcela para poder desalojar y trasladar otras instalaciones, y construir en el lugar expedito hasta mil viviendas (con sus correspondientes plusvalías). El Gobierno desmentirá con gesto solemne y cajas destempladas ambas versiones (se les da muy bien el arte escénico). El problema es que el hecho de que no sean capaces de explicar de manera convincente una actuación tan contradictoria (al margen del socorrido “informe técnico”), otorga carta de veracidad a las sospechas. Tampoco les importa mucho. No perderán votos.
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