Feria de Ceuta con el alma en vilo. Es un titular del diario El País del pasado domingo. De este modo, la anómala situación que hemos vivido durante los cinco días de las fiestas patronales trascendía a los medios nacionales. Un eslabón más de la fatídica cadena de acontecimientos sobrecogedores que parece no tener fin.
Nunca antes había sucedido. En esta ocasión, la felicidad de los niños y la alegría de los adultos, se ha visto obligada a compartir espacio con el rumor, la amenaza, la inquietud y la desazón. Nos hemos sobrepuesto. Hemos tragado saliva. Y hemos bajado a la Feria. “No pasa nada” como grito de tímida rebeldía frente a la rendición. Pero un poso de amargura quedaba inevitablemente albergado en el fondo del ánimo. ¡¿También en Feria?!... Los forzados mensajes de tranquilidad enviados por las autoridades se desvanecían en su intrínseca falta de credibilidad. La evidencia es invencible. Infunde una enorme tristeza tener que asumir que para bailar una inofensiva sevillana, o disfrutar de una simple atracción mecánica, necesitamos estar rodeados de armas y uniformes. Cunde la desmoralización y asoma una incipiente sensación de agotamiento.
El fenómeno psicológico llamado habituación impide, con frecuencia, que seamos capaces de analizar con suficiente objetividad las cosas que suceden en nuestro entorno más próximo. Aquello que forma parte del paisaje habitual se termina interiorizando como algo normal. Aunque sea una aberración. Por ello suele ser muy útil el contraste con otras perspectivas. Una práctica muy mal reputada por estos lares. Recabar opiniones externas puede ayudarnos a comprendernos mejor. A pesar de que nos pueda resultar sumamente desagradable. Los ceutíes estamos demasiado acostumbrados a evadirnos de todo lo que nos provoca vértigo, y a desacreditar cualquier razonamiento que no encaje en nuestros postulados previos. Podemos seguir acumulando fingida suficiencia, abstrayéndonos de la realidad, y anotando todo cuanto está ocurriendo en el inventario (ya excesivamente extenso) de hechos aislados, sin origen conocido ni consecuencias previsibles, o anécdotas pasajeras de las que suceden en cualquier parte del mundo. Tenemos una experiencia inigualable en el innoble arte de esconder la cabeza debajo del ala.
Pero quizás ha llegado el momento de reconocer que las advertencias que nunca quisimos atender empiezan a tomar forma. Es posible que ya estemos en un punto de inflexión en el que el inmovilismo puede ser fatal. Nuestra ciudad siempre ha sufrido un tremendo déficit de diálogo. Los intereses individuales han prevalecido consuetudinariamente sobre el bien común. Hemos preferido la rencilla al abrazo, la envidia a la generosidad y el recelo a la gratitud. La inconsciencia nos ha desintegrado. No somos un pueblo, sino una amalgama de extrañas interrelaciones sociales cada vez más irreconocible. El problema es que no nos podemos permitir el lujo de seguir así. Necesitamos urgentemente reconstruir el pacto social que permite sustentar un proyecto de vida compartido. Para ello es preciso despojarse de prejuicios, aceptar que todos debemos hacer concesiones, erradicar cualquier tipo de exclusión y consensuar unos mecanismos mínimos de cohesión. Y todo empieza por hablar. Se ha convertido en una necesidad imperiosa hablar entre todos, con sinceridad y espíritu constructivo, para lograr desentrañar las claves (aún ocultas) de la Ceuta del futuro. El Gobierno de la Ciudad, por su posición de liderazgo social, tiene la obligación de promover, articular y dirigir este proceso de diálogo abierto y multilateral que no se puede demorar por más tiempo.
Un buen punto de partida podría ser dotar de contenido al próximo Día de Ceuta. Sería una buena manera de hacer visible el cambio. Abandonar el patético protocolo oficial, y la monserga de las cuatro culturas y la convivencia ejemplar, que no dice nada a nadie; y organizar actos y actividades populares de las que todos se sientan partícipes y en las que se pueda vislumbrar un prometedor sustrato de identificación con una causa común: Ceuta.
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