No resulta sencillo, en absoluto, calibrar el estado de ánimo de la sociedad. Es muy complicado seleccionar los indicadores correctos para obtener un diagnóstico riguroso y fiable. El sistema está dotado de elementos de blindaje muy eficaces que eliminan cualquier atisbo serio de cuestionamiento de sus fundamentos.
El enorme poder de los medios de comunicación, intelectualmente asfixiante, distorsiona y reconduce la realidad siempre en la dirección adecuada para que el poder, el auténtico, preserve intacta su capacidad de opresión y explotación, y en consecuencia, perpetúe su inalterado dominio. La sociedad española está… ¿indignada, indiferente o encantada? Para el poder es irrelevante, mientras sus dos malecones resistan los embates de la dignidad.
Este hecho explica que no exista una relación lógica de causa-efecto entre el aparente estado de ánimo de la ciudadanía y los resultados electorales. Son legión los que se preguntan, desde el estupor, cómo es posible que millones de familias humildes que han perdido sus casas, sus trabajos, sus derechos y hasta el acceso a los servicios públicos esenciales, puedan volver a confiar su suerte a los responsables de su infelicidad. Y sin embargo, así sucede.
La fórmula mágica del poder para mantener con firmeza el control de la sociedad es la inoculación de la impotencia en la conciencia de los ciudadanos. Han logrado convencer a la inmensa mayoría de los ciudadanos de que no está en sus manos cambiar las cosas. Han pervertido la política, vaciándola de contenido, hasta convertirla en una herramienta inservible. Una idea tan simple como contagiosa ha destruido la democracia: “todos los políticos son iguales”. La aceptación de esta premisa (extendida hasta la náusea) elimina de raíz toda alternativa. No se puede salir del cepo. Ya no somos ciudadanos libres, sino inconscientes votantes que dilucidan el resultado de una competición fraudulenta que siempre tiene idéntico vencedor, aunque cambie de camisa, de rostro o de pose.
Vivimos una época decadente, marcada por un proceso continuo de devaluación del alma humana. El sistema nos reduce a la condición de piezas del engranaje a cambio de garantizarnos unas cotas de bienestar material desconocidas hasta ahora. Nos deshumanizamos para enriquecernos. En esta forma de concebir la sociedad, sobra la política. Por eso en esta coyuntura histórica, la revolución consiste en recuperar la política como la piedra angular de la vida en común. Y para ello es preciso trocar la impotencia en esperanza. Revalorizar al ser humano. Nada está escrito. Nada es inmutable. Nada es inexorable. Todo está en nuestras manos. En las de cada persona. Lo importante, hoy, es comunicar esperanza. Destejer, con paciencia, ese tenebroso manto de impotencia que todo lo cubre y nos desplaza del irrenunciable protagonismo que los ciudadanos deben tener en la forja de sus destinos.
Las nuevas tecnologías han abierto una pequeña rendija en el infranqueable muro de incomunicación que han construido los poderosos. Por las redes sociales debe fluir esperanza a raudales como signo de un tiempo nuevo. La dignidad y la solidaridad tienen más militantes de lo que nos quieren hacen creer; y un maravilloso efecto contagioso que debemos alimentar.
La semana pasada, visitó nuestra Ciudad un grupo de jóvenes, afiliados al partido Por un Mundo Más Justo. Se pagaron su viaje y durmieron en una pensión para realizar un acto simbólico en la frontera de El Tarajal. Hacen política sin esperar nada a cambio. Creen en una causa justa y luchan por ella. Se sacrifican por unas ideas desde la más absoluta certeza de que no tendrán recompensa alguna, más allá de la satisfacción interior que produce buscar el bien colectivo. No todos los políticos son iguales. Comuniquemos esperanza.
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