Categorías: Opinión

Como fue transportado el oro de España hasta Rusia

En el artículo del lunes pasado refería la forma como fue organizado en 1936 el saqueo del oro de España para llevárselo a Rusia. El relato de los hechos fue revelado y documentado por el general de los servicios rusos al que el Krenlim había comisionado para organizar el traslado subrepticio del oro desde Cartagena hasta Moscú. Y en este artículo de hoy me voy a ocupar de cómo se llevó a cabo el transporte a la capital moscovita del 72, 6  % de las reservas de oro que entonces tenía nuestro país, habiendo sido llevado el oro restante a París en otra operación independiente a la que ahora nos ocupa. Aquello fue un error monumental que cometió el gobierno republicano y que, al final, su mismo jefe, Negrín, terminó reconociéndolo. De no haber sido por aquel tan vergonzoso como vergonzante saqueo del Tesoro de España, quizá ahora no estaríamos atravesando por la profunda crisis que sufre nuestro país, en buena parte debido al despilfarro, a la irresponsabilidad, a la falta de sentido común y también del mínimo patriotismo que es exigible a todo español, por el mero hecho de serlo.
Si bien, es de advertir, como ya en el anterior artículo anuncié que a la documentación que me ha sido facilitada le faltan dos páginas (posiblemente no escaneadas), que hubieran sido claves para un mejor conocimiento de la forma completa y exacta de como sucedieron todos los hechos. Pero reanudemos el relato de los hechos por dicho agente secreto ruso: …Para facilitar el recuento (continúa el relato del general de los Servicios Secretos rusos encargado de organizar el traslado del oro de España a Rusia) limité la carga de cada vehículo a cincuenta cajas y, una vez cargados, envié los camiones al puerto en grupos de diez. Cuando volvían dos horas más tardes, otros diez vehículos estaban dispuestos con otras quinientas cajas. Miembro de la N.K.D.V. y uno de los funcionarios del Tesoro, encabezaba cada convoy. Cuando la operación estaba en marcha plateé finalmente al funcionario de la Dirección General del Tesoro, que se hallaba a mi lado, la pregunta que había cuidadosamente hasta entonces. ¿Cuánto se supone que vamos a enviar?. Debido a la atropellada preparación del envío en la parte que correspondía a los españoles, el funcionario respondió:¡Oh, más de la mitad, supongo!. Sería, pensé, mucho más.
La carga y el transporte continuaron durante tres noches, desde las siete de la tarde a las diez de la mañana. Aquellas fueron noches sin luna. Como la ciudad estaba permanentemente a oscuras, no podíamos usar los faros. A veces un conductor perdía la vista del camión que le precedía y parte de La columna se fraccionaba. Tuve muchas preocupaciones a causa de esto, porque los taquistas, aunque vestían uniforme español, no hablaban una palabra de castellano. ¿Qué pasaría si eran detenidos por una patrulla militar y tomados por espías alemanes?. La justicia de la guerra civil era rápida y tajante. ¿Y si registraban los camiones?. La noticia de que unos extranjeros se llevaban camiones cargados de oro podría provocar un estallido de violencia política. Otro motivo de angustia era la posibilidad de un bombardeo nacionalista. Las grutas inmediatas a la utilizada como depósito de oro estaban llenas de explosivos.; un impacto directo significaría el fin de todos nosotros. Por otra parte, nuestros barcos podían ser hundidos en el puerto.
Durante aquellos días no dormí más de cuatro horas, por término medio. Entre carga y carga, los marineros encerrados en la gruta dormían también, tendidos en el suelo. Les dábamos empedrados, café, bebidas frías, chocolates y cacahuete. Para matar el tiempo, muchos de ellos jugaban a las cartas. Resultaba irónico que emplearan en sus partidas monedas de cobre y, en algunos casos, cacahuetes, estando rodeados de millones de oro. La suerte nos acompañó hasta la tercera. Desde la gruta podíamos oír la explosión de las bombas en los muelles. En el puerto, según pude saber por la declaración de los conductores que regresaban, los aviones habían alcanzado a un carguero español que estaba fondeado junto a nuestros barcos. Decidí la operación y hacer que mis buques abandonaran la bahía lo más rápidamente posible.
Cuando aquella noche después de cargado el último camión salió para los muelles, pedí al funcionario del Tesoro que me diera la cifra final. He contado 7.800 cajas – contestó -; tres cuartas partes de las reservas de oro. A las diez de la mañana del 25 de octubre la última caja subió a bordo del último barco. Llegó entonces el momento tan inevitable como embarazoso para mí. ¡Me pedían un recibo!. ¿Un recibo?, dije esquivando la mirada inyectada y patética del funcionario, y aparentando indiferencia. Pero, compañero, no estoy autorizado a dárselo. No se preocupe, amigo mío, ese recibo será extendido por el Banco del Estado de la Unión Soviética cuando todo sea comprobado y pesado allí. El funcionario se quedó de una pieza, como si hubiera sido alcanzado por un rayo. Apenas podía hablar con coherencia. No comprendía.  Aquello podía costarle la vida en aquellos momentos…¿Debía llamar a Madrid?.
Yo estaba dispuesto a mantenerle alejado del teléfono, por la fuerza si fuera necesario. En su lugar, le sugerí que enviara un representante del Tesoro en cada barco, en calidad de vigilante oficial del oro. Lógicamente, esta concesión no significaba nada. Pero aquel hombre estaba tan aturdido que se aferró a dicha solución. Dos horas después zarparon los buques. Por fin, pude informar a Moscú que el precioso cargamento iba ya rumbo de Odesa.
Posteriormente y por informaciones de altos funcionarios del Servicio de Inteligencia que iban y venían entre Rusia y España, pude saber lo sucedido en el lado soviético de la operación. Un gran número de agentes de la N.K.V.D., procedentes de Moscú y Kiev, se reunieron en Odesa. Durante varios días trabajaron como estibadores descargando las cajas y llevándoselas a un tren especial. Una amplia zona desde los muelles a la estación de ferrocarril, fue acordonando por tropas escogidas. Cuando el tren salió para Moscú centenares de oficiales armados escoltaron el cargamento, como si atravesaran territorio enemigo.
Supe que Stalin, para celebrar el golpe, ofreció una magnífica recepción a los altos jefes de la N.K.V.D. la noche siguiente de la llegada del cargamento a Moscú. El dictador estaba entusiasmado. ¡Qué triunfo para un hombre que había comenzado su carrera política dando atracos a los bancos en favor de su causa!. El jefe de la N.K.V.D., Yezhov, pronunció estas joviales palabras: “Nunca volverán a ver su oro, del mismo modo que no pueden verse sus propias orejas”. En los veintiún meses que transcurrieron entre la “Operación oro” y mi deserción del régimen soviético, estuve en estrecho contacto con los líderes republicanos españoles, pero el asunto siguió siendo un callado y doloroso secreto entre nosotros. Estaba seguro de que su acción había empezado a parecerles un error monumental. La única vez que se mencionó la cuestión fue en el curso de una conversación con Negrín.
¿Recuerda aquellos cuatro hombres de la Dirección General del Tesoro que fueron enviados a bordo de sus barcos? – preguntó -. Todavía están en Rusia, y ya ha pasado un año. Me pregunto por qué a esos pobres muchachos no se les permite regresar a su tierra. Aquellos cuatro desdichados, según pude descubrir mucho tiempo después,  no pudieron salir de Rusia hasta que terminó la guerra en España. El General Franco debió de enterarse de la desaparición del oro tan pronto como tomó Madrid. Pero su gobierno no dijo una palabra durante más de dieciocho años. La moneda española, ya un tanto débil, podría haberse derrumbado si se hubiera sabido que las arcas nacionales estaban casi vacías.
El silencio oficial se rompió una sola vez en diciembre de 1956, después de la muerte del Dr. Juan Negrín. De entre sus papeles privados se rescató finalmente un recibo oficial por el oro depositado en la Unión soviética. Pocos meses después, en un artículo claramente irónico, el periódico Pravda informaba que unas quinientas toneladas de oro llegado a la URSS en 1936, y que el gobierno soviético había expedido el oportuno recibo.
El oro – seguía diciendo el diario – era la garantía por el pago de los aviones, armas y otras mercancías soviéticas enviadas a la república española. No sólo se había gastado todo, ¡sino que todavía se debían cincuenta millones de dólares a la Rusia Soviética. Y así sigue el asunto.

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