Opinión

Comer para convivir

Comer es el gesto más vital de los seres humanos. Implica nuestra supervivencia como especie. Desde que ocupamos el mundo, la preocupación cotidiana para conseguir alimentos ha articulado no sólo nuestras relaciones sociales más básicas, sino que ha colaborado a la hora de diseñar nuestras organizaciones culturales. En 1850 el filósofo y antropólogo alemán Ludwig Feuerbach escribió “somos lo que comemos”, bien podríamos añadir que también nos marca como colectivo cómo comemos. Este necesario afán por alimentarnos ha estado tan presente en nosotros que incluso lo hemos llevado a los más ancestrales ritos fúnebres. La comida no sólo nos ha proporcionado el sustento en la vida sino que nos ha allanado el camino al más allá. Como la fruta, la muerte nos va desgajando uno a uno, nos despieza con un corte certero. Sin embargo, la comida se nos presenta como un último recurso antes de la resignación definitiva, un elemento casi metafísico que nos ayuda a aliviar la angustia. Todas las culturas, antiguas y actuales, han encontrado alivio en el alimento, la celebración o el banquete, como si el ritual de la comida mantuviera a nuestros seres perdidos anclados a la vida un tiempo más. Nos tragamos el dolor de la muerte con un caldo caliente y los recordamos con un último brindis.

En Roma la diosa Ceres era la protectora de la tierra, la agricultura y la fertilidad. Ella fue la encargada de entregarle al ser humano el conocimiento de las técnicas del cultivo, el crecimiento de los árboles y la elaboración del pan. Su hermosa hija Proserpina fue secuestrada por el dios Hades, que se la llevó con él al mundo de los muertos. Ceres entristeció tanto que dejó de hacer su trabajo y el hambre llegó a la tierra. Los hombres acudieron a Zeus para que intercediera en este conflicto. Fue así como dispuso que la hija pasara seis meses con su esposo en el inframundo y seis con su madre en la tierra. Durante el tiempo que Ceres era feliz en compañía de su hija las cosechas brotaban y la vegetación florecía. Pan, muerte y vida en mitológica espiral.

Donde hay alimento hay vida. Gastronomía está en relación con el término griego “gastro”, “estómago” y se define como la ciencia que estudia la relación del ser humano con su alimentación y su entorno. Este arte de elaborar los alimentos ha logrado, desde tiempos inmemoriales, reunir a hombres y mujeres en estrecha convivencia. En la cultura mediterránea, de manera muy especial, hemos tenido una enorme facilidad para celebrar en torno a un banquete los momentos más decisivos de nuestras vidas. Comenzando por el nacimiento, celebramos nuestros años, nos graduamos, nos despedimos de nuestra soltería, conmemoramos en familia y nos jubilamos alrededor de una mesa. No concebimos homenajear a un amigo si no es saboreando un buen menú. Y desde luego, no hay discusión o debate que no se caliente comiendo o bebiendo. Comer es convivir y las cocinas se han engalanado a lo largo de la historia para nutrir esa convivencia.

El dramaturgo Terencio escribió en el S.II a.c. “el amor se enfría sin comida y vino”. Esa idea logró colarse en el pensamiento colectivo hasta llegar al refranero actual: “Cuando el hambre entra por la puerta el amor sale por la ventana”. Hay hogares con las despensas vacías. Detrás de la tragedia física y social de las colas del hambre se esconde la del alma, que es más invisible pero tan diaria como el pan que les falta.

Una de las formas más crueles que tenían los romanos de acabar con un pueblo era la “obsidio”, que consistía en dejar incomunicada a una ciudad para que no pudieran entrar suministros ni alimentos y por tanto se rindieran por agotamiento y hambre. Los romanos sabían que era la práctica de lucha más cruel de todas y la realizaban en ocasiones de grave traición demostrada. Mientras pasamos nuestra mirada por estas líneas, en la ucraniana ciudad de Mariupól la gente está muriendo de hambre y sed. La guerra siempre es cruel pero hay prácticas que no alcanzan a ser comprendidas por los hombres de bien.

No hay seña de identidad más crucial que la necesidad de alimento. Por ello donde hay alimento hay vida y esperanza. Alimentarse es mantener la vida. Comer en sociedad es una comunión.

Este año la ciudad ha tenido a bien conceder el premio Convivencia a la chef hispano- marroquí. Najat Kaanache, nacida en Euskadi después de que sus padres emigraran a San Sebastián. Todos celebramos que una mujer de amplio recorrido vital como Najat sea galardonada en nuestra ciudad. Este año la convivencia se celebra al calor de los fogones y el olor de mil especias. Ella, al igual que Ceuta, representa la fusión de los elementos de identidad que nos hacen ser quienes somos. Una tierra de carnes marinadas, de pinchos a la brasa, de azúcar y canela, de curry y comino amargo, de peces voladores desecados al sol, de dátiles dulzones y té de menta, de uvas, higos y granadas, de semillas de cilantro y de pan con aceite de olivas. Ojalá seamos capaces, siempre, de dar de comer a nuestra convivencia.

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