Opinar sobre terrorismo es una actividad de alto riesgo de la que es imposible salir ileso. Soy consciente. El impacto psicológico que ocasionan los atentados (cercanos) es de tal magnitud, que crea un espacio hermético reservado a las emociones en el que apenas si queda alguna rendija para la razón. Aún recuerdo el linchamiento sufrido por Pablo Iglesias cuando dijo la obviedad de que el terrorismo de ETA era un problema político. El terrorismo es un fenómeno de naturaleza estrictamente política. Siempre. Y sin embargo, existe una resistencia irracional en el conjunto de la sociedad a debatir sobre sus causas y sobre las diferentes alternativas para extirparlo. Los actos terroristas que se producen en nuestro entorno nos hacen sentirnos víctimas potenciales (“podría haber sido yo”), el pánico inunda el cerebro, y ya todo se reduce a insultar a los terroristas de la manera más original y abrupta posible (como si se tratara de una surrealista competición de indignados), y pedir enloquecidamente que “alguien acabe con los terroristas como sea”. Para rematar el esperpento, una parte (inquietantemente considerable) de la sociedad, se atribuye desde sus infames prejuicios la capacidad de imputar culpabilidades colectivas y sugerir contra ellos toda suerte de maldiciones y calamidades (segregación, exclusión, deportación o muerte). Quienes así vociferan, pretenden instalar un “estado de excepción” en el que impere la dinámica de guerra. Por unos instantes, los valores democráticos que decimos defender como la esencia de nuestro modo de vida se tambalean. Los partidos políticos y demás instituciones se limitan a aplicar rutinariamente el manual de estilo diseñado para la ocasión, que incluye, además de las frías condolencias, apelaciones a la unidad y a la “victoria de la libertad”. Son lugares comunes que poco comprometen y poco aportan. Quién osa apartarse del ímpetu de la masa enfervorizada, yendo más allá (sólo un poco) de la visceralidad ramplona, es automáticamente considerado un traidor que “defiende o justifica el terrorismo”. Se acabó la discusión.
Pero lo cierto es que todo este ritual, que se desarrolla con precisión matemática tras cada acción terrorista, es absolutamente inútil. Como demuestra la experiencia. Demasiada energía consumida en banalidades. Nada de lo que se dice en el espacio de opinión (incluyendo las redes sociales) tras un atetando tiene la menor incidencia en la lucha contra el terrorismo. Es una especie de desahogo de la impotencia de quien se siente atemorizado pero no sabe qué hacer. Lo importante, que no es otra cosa que erradicar el terrorismo definitivamente, queda en un plano muy lejano.
Para cambiar este absurdo modo de proceder, deberíamos empezar por preguntarnos: ¿Qué puede hacer cada uno de nosotros y nosotras para combatir el terrorismo? Porque el terrorismo es política. Y la política es el ámbito de las decisiones colectivas, en las que todos participamos e influimos. En esta “democracia infantil” se ha impuesto la cultura de la irresponsabilidad. Nadie quiere asumir que sus opiniones, sus actos y sus decisiones son las que terminan convirtiéndose en hechos (en algunos casos espantosos). Pero así es. De todo cuanto sucede tenemos alguna responsabilidad (tanto por acción como por omisión). Por eso, el primer paso para hacer algo positivo y útil es la implicación directa de cada ciudadano en la lucha antiterrorista. Y esto sólo es posible desde el razonamiento. Análisis (de las causas), diagnóstico (del escenario político global), evaluación de estrategias políticas (objetivos, instrumentos y procedimientos); y, por último, acciones.
En este sentido, recomiendo para la reflexión la lectura de este fragmento del libro de Yuval Noah Harari, llamado “Homo Deus”, que a continuación reproduzco (libre de prejuicios y sospechas, sencillo, clarividente y didáctico):
“Los terroristas no tienen la fuerza necesaria para derrotar a un ejército, ocupar un país o destruir ciudades enteras. Mientras que en 2010 la obesidad y las enfermedades asociadas a ella mataron cerca de tres millones de personas, los terroristas mataron a un total de 7697 personas en todo el planeta.
¿Cómo es posible, pues, que los terroristas consigan copar los titulares y cambiar la situación política en todo el mundo? Porque provocan que sus enemigos reaccionen de manera desproporcionada. En esencia, el terrorismo es un espectáculo. Los terroristas organizan un espectáculo de violencia pavoroso, que capta nuestra imaginación y hace que nos sintamos como si retrocediéramos al caos medieval. En consecuencia, los estados suelen sentirse obligados a reaccionar frente al espectáculo del terrorismo con un espectáculo de seguridad u orquestan exhibiciones de fuerza formidables, como la persecución de poblaciones enteras o la invasión de países extranjeros. En la mayoría de los casos, esta reacción desmesurada ante el terrorismo genera una amenaza mucho mayor para nuestra seguridad que los propios terroristas.
Los terroristas son como una mosca que intenta destruir una cacharrería. La mosca es tan débil que no puede mover siquiera una taza. De modo que encuentra un toro, se introduce en su oreja y empieza a zumbar. El toro enloquece de miedo e ira y destruye la cacharrería. Esto es lo que ha ocurrido en Oriente Medio en la última década. Los fundamentalistas islámicos nunca habrían podido derrocar a Sadam Husein. En lugar de ello, encolerizaron a EEUU con los ataques del once de septiembre, y Estados Unidos destruyó por ellos la chatarrería de Oriente Medio. Ahora medran entre las ruinas. Por si solos, los terroristas son demasiado débiles para arrastrarnos de vuelta a la Edad Media y restablecer la ley de la selva. Pueden provocarnos, pero al final todo dependerá de nuestras reacciones. Si la ley de la selva vuelve a imperar con fuerza, la culpa no será de los terroristas”.
La elección no parece muy complicada. O seguimos el camino de la cólera y la autodestrucción; o recobramos la senda de la racionalidad y la paz. Quizá todo se resume en una frase tan sencilla como “No a la Guerra”.
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