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Comandante José Ledo, in memoriam ( y II)

Finalizaba mi artículo del lunes pasado cuando el Capitán José Ledo había sido pasado a la situación de “reserva forzosa” por la Ley de Azaña.  El 25-04-1931 se aprobó el Decreto de retiros extraordinarios, en virtud del cual se ofrecía a los Oficiales que lo solicitaran la posibilidad de apartarse voluntariamente del servicio activo con la totalidad del sueldo; pero, si no se alcanzaba el número de retiros por el Gobierno previstos, el Ministro se reservaba el derecho a destituir, sin beneficio alguno, a cuantos Oficiales estimase oportuno. Unos 9.000 mandos se acogieron a la medida, y buena parte de quienes no lo hicieron fueron pasados a retiro forzoso por Orden Circular de 20-06-1931, como fue su caso, con residencia en su pueblo, Mirandilla (Badajoz). A partir de su retiro forzoso, se dedicó a atender y administrar, junto con sus padres y hermanos, el patrimonio con que la familia cuenta, sin dejar de hacer el bien a los demás y socorriendo a los más necesitados.
Pero el 18 de julio de 1936 estalló la Guerra Civil. La sociedad española quedó profundamente dividida en dos bandos que por ambos lados cometieron bárbaras atrocidades que jamás deberían haberse dado entre los mismos compatriotas. La población de Mirandilla, que por propia naturaleza es pacífica, mesurada y responsable en general, se mantuvo en principio al margen de la violencia más enconada que por aquellas fechas se había desatado en la mayoría de los pueblos y ciudades. Según documentos fehacientes que poseo, el día 23 siguiente, desde otra localidad cercana avisaron al médico de Mirandilla para que fuera urgentemente a atender a un enfermo grave que en realidad no existía y, cuando el médico llegó, le dispararon a bocajarro, falleciendo días después. Más un grupo de unos cien individuos de otras localidades se trasladaron al pueblo con el propósito de dar un  escarmiento ejemplar a los que entendían que eran de la misma significación política que los sublevados.
De entrada, mataron a tiros a dos individuos llevados de otras poblaciones disparándoles contra la tapia del cementerio. A su vez, los del pueblo, que habían sido alertados sobre tales excesos, acordaron defenderse parapetados tras las puertas y ventanas de sus casas para repeler la posible agresión armada con la que se les había amenazado. Así las cosas, se creó una situación muy tensa que amenazaba con convertirse en un baño de sangre de proporciones incalculables. Hacía falta que allí alguien de talla y con carisma suficiente diera un paso al frente para serenar los ánimos tan exaltados por ambas partes y evitar la tragedia que se temía. Y ese momento llegó gracias a la oportuna intervención de José Ledo Rodríguez, que hizo desistir a los del pueblo de la resistencia armada a la que se disponían, logrando en principio con su mediación pacificar a ambos bandos.
Me tiene referido un testigo presencial de aquellos hechos que todavía vive con 93 años y que tengo por persona seria y digna de todo crédito,  que fue en aquel momento tan delicado cuando José Ledo salió a la calle llamando a todos a la cordura, a la moderación y al sentido común, logrando calmar los ánimos y hacer desistir a los del pueblo, que ya habían decidido recibir a tiros a los que llegaban de fuera en tan amenazadora actitud. Gracias a su serenidad y persuasión apaciguadora fue posible evitar en aquel primer momento lo que ya parecía una segura tragedia. Pero, después, enterados los foráneos que los del pueblo habían intentado organizar la resistencia armada, dispusieron que todas las personas que se hallaran en posesión de armas comparecieran a entregarlas en la iglesia del pueblo. La mayoría de sus tenedores acudieron al templo a depositarlas, y también entregó la suya José Ledo. Pero, una vez que les fueron requisadas las armas, cerraron las puertas de la iglesia y detuvieron a los desarmados. Los forasteros llegados comenzaron a disparar indiscriminadamente hasta unos 200 tiros de escopeta contra los detenidos y contra las imágenes y  ornamentos religiosos
A muchos de los detenidos les propinaron una gran paliza, infligiéndoles terribles vejaciones y tormentos, como consecuencia de los cuales uno de ellos fallecería días después, siendo otros dos heridos de gravedad, entre los que figuraba el cura párroco del pueblo que de un disparo perdió el ojo derecho, así como otros heridos menos graves, entre los que se encontraba José Ledo, que ante los disparos ni siquiera se inmutó y por no echarse al suelo recibió una perdigonada; resultando también destruidos altares, imágenes y demás objetos sagrados. Por las calles fueron tiroteados y heridos otros vecinos sospechosos de estar del lado de los alzados, y también fue asaltada y saqueada la casa-cuartel de la Guardia Civil. En fin, actos incívicos, impresentables y deprimentes que nunca deberían haber ocurrido en una sociedad civilizada, en la que el rencor y el odio jamás debieron prevalecer sobre la paz y la convivencia entre los mismos compatriotas y a veces hasta entre los mismos familiares y vecinos.
En agosto de 1936 las tropas que se levantaron en el Norte de África y cruzaron el Estrecho llegaban a Extremadura. Badajoz y su provincia fueron tomadas por tales efectivos mandados y coordinados por el Teniente Coronel Yagüe, antiguo jefe de José Ledo en el Grupo de Regulares de Larache nº 4. Mérida fue tomada por la Legión y el 1º y 2º Tabor de Regulares nº 3. Llegaron sus propios compañeros de armas con los que tanto tiempo había estado combatiendo. Él era completamente apolítico; pero eran los suyos con los que tanto convivió y participó en el antiguo Protectorado. Y es el espíritu de compañerismo que se crea en el cuartel, en los servicios conjuntos, en los muchos y difíciles momentos compartidos con los compañeros de armas, los que crean lazos permanentes de unión, de solidaridad, espíritu de Cuerpo y de hermandad, que en la milicia luego jamás se rompen, porque son casi sagrados.
Pues dentro de ese contexto de entrañable relación de compañerismo es donde hay que enmarcar la adhesión de José Ledo a la causa del levantamiento y su reingreso en el Ejército. De manera que sacó su uniforme de Capitán, lo desempolvó y se presentó vestido con él en Cáceres ante su viejo Regimiento de Infantería de Argel nº 27 en el que había estado breve tiempo destinado. Y, claro, con la dilatada experiencia de campaña que tenía adquirida en África, nada más llegar, quedó reingresado en el servicio activo, confiriéndosele el mando de la 4ª Compañía del Tercer Batallón. Sale con su antiguo Regimiento, van ganando posiciones, territorios y sorteando obstáculos hasta llegar al frente de Madrid, donde al mando de su Compañía se le ordena romper el frente por Campamento. Pero una bala lo hirió de muerte cuando en el curso del avance alentaba a sus compañeros con el ejemplo de ir él delante corriendo el mayor riesgo.
Consta en su Hoja de Servicios lo siguiente: “Para los efectos del artículo único del Decreto nº 275, se dispone que el Capitán de Infantería, retirado, Don José Ledo Rodríguez, que resultó muerto en acto de servicio de armas, se considere reingresado en la situación de actividad y ascendido al empleo de Comandante, con efectos administrativos a partir del día 13 de octubre de 1936. Burgos, 14 de octubre de 1937…El General Secretario, firmado”. Y en otro escrito, se dice: “Don (…), Teniente Coronel encargado del despacho del Regimiento de Infantería Argel nº 27, CERTIFICO. Que el Capitán de Infantería en situación de retirado, Don José Ledo Rodríguez, fue muerto el día 12 de octubre de 1936, en el Campamento de Madrid, en ocasión de ir mandando la 4ª Compañía del Tercer Batallón, teniendo lugar sin menoscabo de honor militar ni imprudencia o impericia, antes al contrario, luchando heroicamente como correspondía a un bravo militar. Y para que conste, y a los efectos de determinar la Orden Circular de 20 del actual (B.O.E. nº 307, expido el presente en Cáceres, a 27 de agosto de 1937… Firmado”.
Retirado su cadáver del frente de batalla, lo trasladaron a Mirandilla, donde recibió cristiana sepultura en presencia de sus padres, hermanos y todo el pueblo al unísono. Y aquí se cumple la máxima de Herodoto, llamado el padre de la Historia: “En la paz, los hijos entierran a los padres; pero en la guerra, son los padres los que dan sepultura a sus hijos”. Y quien escribe estima que, cuando un joven de 40 años acude voluntario con tanto valor y generosidad a morir por España, como tantas veces lo había hecho en África, pero que luego el destino quiso que, dentro de la gran pena que conllevó su muerte, al menos, pudiera morir en territorio español y ser enterrado en su mismo pueblo, pues, ahí ya, las palabras escritas sobran y se impone el silencio obligado del respeto a los muertos; porque no hay lección más magistral que la que dan los que con tanta generosidad ofrendan su vida por la causa en la que creen. Ante eso, lo único que cabe es descubrirse y recordarlos al son de las notas fúnebres de la marcha “La muerte no es el final”, dedicada a los que mueren por España, que dice: “¡Se lo demandó el honor, y obedecieron. Lo requirió el deber, y lo acataron. Con su sangre, la empresa rubricaron. Y con su esfuerzo, la Patria redimieron!”.
En el aniversario de su muerte, el 12-11-1937, su pueblo le tributó un sentido y cariñoso homenaje, junto a las autoridades, que en su honor pronunciaron un emocionado discurso, dándole su nombre a la calle donde nació y colocando en la puerta de su casa la siguiente inscripción mural: “En esta casa nació el bravo y valiente Capitán José Ledo Rodríguez, muerto gloriosamente por Dios y por la Patria en el frente de Madrid. Sentido homenaje de su pueblo”.
Pues vayan mi agradecimiento y mi admiración hacia José Ledo por haber sido tan valiente. Tras 78 años de su muerte, es para mí un honor y una íntima satisfacción haber rescatado del olvido su memoria dando a conocer su vida y su obra. Descanse en paz.

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