Opinión

Colapso moral

Me invade una densa bruma de consternación. Me interrogo en momentos de desolación sobre el destino que ha elegido este pueblo al que tanto he amado, y por el que tanto he luchado (con más o menos acierto). No puedo dejar de pensar que hemos optado finalmente por el suicidio. Y entonces hago mío el pensamiento del ecologista Dennis Meadows (“No tiene sentido argumentar a un suicida una vez que ha saltado por la ventana”).

El pueblo de Ceuta está al borde de un colapso moral sólo equiparable al que sufrió el pueblo alemán devenido en cómplice del holocausto nazi. El fenómeno social que se está generando (a una velocidad endiablada) en torno a los menores extranjeros no acompañados que viven en Ceuta, se está convirtiendo en una muy seria amenaza para nuestra integridad moral. Se diría que hemos decidido (acaso involuntariamente) concentrar sobre este colectivo, vulnerable en grado superlativo, todos nuestros miedos, frustraciones, fobias y desesperanzas ancestralmente enquistadas en una alma que ha ido difuminado inconscientemente su propio contorno ético.

Auspiciada por una perversa combinación de factores (entre ellos la venenosa irresponsabilidad de algunas entidades, medios e instituciones públicas) hemos logrado insertar en el imaginario colectivo la representación mental del “adolescente ceutí agredido por un monstruo llamado “mena”. Cada cual pone a esa víctima indefensa el rostro de su hijo o hija, nieto o nieta, amiga o amigo; y a partir de ahí se desencadena una convulsión emocional incontrolable que siempre desemboca en algún modo de violenta venganza preventiva. Así hemos incorporado a nuestro “sentido común” el “exterminio del mena” como algo razonable, deseable, e incluso prioritario. Por momentos obsesivo.

No importa que la realidad objetiva desmonte todos y cada uno de los argumentos en los que sustenta el linchamiento. La fuerza de la mera posibilidad de “ver” a un ser querido en tan duro trance, es de tal magnitud, que ofusca y descalifica radicalmente cualquier razonamiento. La inculpación de los “mena” adquiere la categoría de axioma. Pero lo realmente espantoso no es que participen de este estado de obnubilación colectiva los “incondicionales de la intransigencia” (especie muy abundante en nuestra Ciudad), sino que muchos segmentos de la población, otrora defensores de los valores democráticos, se están viendo peligrosamente intoxicados hasta el extremos de comprender, justificar, e incluso alentar estos comportamientos inmorales.

Estamos destruyendo un principio esencial de la convivencia entre seres humanos. Las personas son responsables de su conducta ante la sociedad a título individual, y no en función de su adscripción grupal. Algo tan sencillo no entra hoy en la cabeza de la mayoría de los ceutíes. Horripilante. Quienes así se están conduciendo no llegan a entender la trascendencia de resquebrajar este principio. Hoy decimos “los menas son delincuentes”, pero sustituyamos en esa frase el término “los menas” por cualquier otro colectivo y veremos donde podemos llegar… Pánico. ¿Se puede, sin pecado, dirigir el odio de todo un pueblo contra un puñado de menores, en su mayoría indefensos, que han tenido la mala suerte de sufrir las condiciones de vida más adversas que se puedan imaginar? Observo con perplejidad al siempre religioso pueblo de Ceuta y no puedo evitar  preguntarme: ¿A qué clase de Dios le reza esta gente? Haré un esfuerzo más por levantar la voz, por si aún no hemos saltado por la ventana.

De todo lo expuesto hasta aquí no se puede (ni se debe) deducir, ni siquiera remotamente,  que no se reconozca la existencia de una situación conflictiva en Ceuta en relación con los menores no acompañados. Tampoco se pretende sostener  (porque no sería verdad), que la “psicosis colectiva” haya surgido de la nada. Efectivamente, existe un problema muy serio, y se han producido hechos delictivos de innegable gravedad que por su naturaleza revisten unas especiales connotaciones que infunden temor entre la ciudadanía. La discrepancia no surge tanto en la descripción de la situación como en el modo en el que se identifican las causas y se aportan las soluciones. Lo que exigimos quienes seguimos militando en los principios y valores que dan sentido a nuestro modelo de convivencia, es un tratamiento de este asunto sin apartarnos de la realidad, informado por el sentido de la responsabilidad y respetuoso con los derechos humanos.

Para ello (y cuesta trabajo hasta escribirlo) es necesario recuperar un punto de partida que, a pesar de ser una evidencia,  ha dejado de serla a los ojos de la mayoría. Entre los menores no acompañados, como sucede en todo grupo humano, existen personas de todo tipo y condición. No es un colectivo homogéneo impregnado de maldad. En su mayoría son buenas personas que luchan (como hacemos todos) por sobrevivir, con sus aciertos y errores, sus alegrías y sus tristezas, sus días buenos y sus días malos. Y también hay una minoría de personas de conductas desviadas, perversas o delictivas. No es difícil de entender, ¿Quién no conoce el caso de familias en la que varios hermanos son maravillosos, y uno de ellos se comporta de manera permanentemente disruptiva? La forma de proceder en estas circunstancias no es un secreto para nadie. Existe un marco jurídico muy  completo que indica qué hacer en cada caso y circunstancia.

Asumiendo este principio y sus consecuencias, se debe entrar a fondo en la dimensión política del problema. Esto es, en el análisis de las causas y en las posibilidades de actuación. A este respecto hay tres cuestiones previas que tendremos que aceptar como “nudos fijos” y que no pueden formar parte del debate, si no queremos evadirnos de la realidad. Uno. La presencia de los menores extranjeros no acompañados en Ceuta es inevitable. Salvo un descabellado cierre hermético de la frontera (impensable en estos momentos), seguirán viniendo. Quienes reclaman “que los paren en la frontera” no tienen los pies en el suelo, están perdiendo el tiempo. No es sensato pensar que por una frontera absolutamente permeable (pasan treinta mil persona diarias) no se cuelen menores. Dos. Marruecos no va a colaborar en la “repatriación” o reagrupación familiar (como se quiera llamar) porque no asume la españolidad de Ceuta y por tanto, no se siente concernido por los acuerdos de carácter internacional suscritos en esta materia. Este segundo problema podría encontrar alguna vía de solución en negociaciones políticas al más alto nivel; pero no podemos engañarnos, visto el grado de sumisión a Marruecos por parte del Gobierno de España, poco se puede esperar. Tres. A los menores que estén en Ceuta se les debe atender tal y como establece la legislación española. No caben excusas.

¿Qué es lo que se puede y debe hacer? Ejercer correctamente las competencias en materia de menores, destinando para ello todos los recursos necesarios. Hasta ahora el Gobierno de la Ciudad se ha movido entre dos premisas de consecuencias fatídicas. Una. “Evitar el efecto llamada”. Dos. Dimensionar los servicios en función de la idea (peregrina) de “Bastante hacemos con pagar cama, comida y vestimenta”. Esta racanería (en todos los sentidos) ha supuesto, en la práctica, un flagrante incumplimiento de sus obligaciones de conformidad con lo que dispone el ordenamiento jurídico aplicable. El resultado está  la vista de todos. Si queremos obtener otros resultados, tendremos que hacer otras cosas (siguiendo la indicación de Einstein).

La competencia en menores es, probablemente, la más compleja y complicada de cuantas tiene asignada la Ciudad. La dificultad de abordar con éxito la diversidad de problemas y conflictos que confluyen en la población infantil y adolescente, la convierten en una competencia muy costosa. Pero esto es algo que toda la sociedad tiene que asumir (las leyes están fundamentadas en acuerdos de alcance internacional, en las que el principio de “protección efectiva del menor” es irrenunciable), y que no puede fluctuar al pairo ni de los acontecimientos ni de los presupuestos. Invertir, invertir e invertir.

Quiero terminan formulando una pregunta incómoda. ¿Se habría salvado la vida del joven Ibrahim si su asesino hubiera estado sometido a un programa de modificación de conducta dirigido por un psicólogo especialista en la materia (que no hay en el centro de la Esperanza? Nunca lo sabremos.

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