Opinión

El tronco hueco

Allá por el siglo XIV, la localidad costera de Télmara se vio atacada por una epidemia de peste llegada de los puertos de Levante que lanzó sobre ella bandadas de buitres, cuervos y grajos, los cuales cubrieron calles y plazas con su negro plumaje.

Vivía en la mencionada localidad de Télmara un acomodado comerciante llamado Diego Herrán que vendía desde coloridas alfombras y emplumados colchones a las más finas sedas nazaríes, el cual, hecho a la lógica del debe y del haber, no daba crédito a la tragedia que la enfermedad provocó en la vida común y más cuando el Alcalde, habida cuenta de la elevada mortandad, ordenó el estado de sirio hasta la llegada de mejores tiempos.

Eran los fallecimientos tan numerosos que se abrieron zanjas al otro lado de la muralla que daba al antiguo Barrio de Curtidores, donde también se apilaba leña y ramaje para la quema de cadáveres, siendo de muy mal gusto, si cambiaba el viento, el olor a socarro que se colaba en los hogares

La voraz enfermedad provocaba que viéndose el desdichado o la desafortunada de turno las primeras señales, se metiera en la caja y diera aviso, no a lo médicos y apotecarios porque ya no los había, sino a los de la cruz alzada con el fin de facilitar la tarea de que lo enterraran lo más cristianamente posible.

La villa se retorció de hambre, miedo y dolor, de manera que los lutos tomaron posesión de todo aquello que daba valor a la vida. En las calles, iluminadas apenas por unos hachones, sólo se pía el desgarro del lamento y del llanto, el sonido de las botas de las rondas, los latines sacros de los funerales y el rodar del Carro de los Muertos.

De vez en cuando, una voz se elevaba desde un patio a oscuras o salía de una ventana clamando por algún amigo o pariente merecedor de mejor suerte.

A ti, Dios de los Cielos.

mi lamento doliente,

porque lo mismo siegas

las espigas granadas

que las flores recientes

Nadie entraba en Télmara. Si acaso, por tierra, le dejaban los bagajes y bastimentos a una legua de distancia. Ninguna vela se destacaba en el Estrecho y si alguna embarcación fondeaba ante la villa, botaba las barcas y dejaba víveres y bagajes en la costa regresando lo más rápidamente posible por más alto que fuera el oleaje. Ante tanta desgracia, cuyo objeto no lograba discernir, Diego Herrán deambulaba por las dependencias de su casa. Para él no valían los doctos argumentos teleológicos que esgrimía el Diácono Mayor con sus afinados silogismos escolásticos porque estimaba que no bastaban para hallar alguna lógica en aquellos acontecimientos. Sin embargo, a pesar de no dar con la clave, se acogió, tanto él como los suyos, al dicho de los doctos de que lo puro no contamina, entregándose al uso de jabones y lejías.

Luego de muchos avatares, por fin, y aunque pareciera ser demasiado maravilloso como para ser verdad, los peores momentos de la epidemia fueron pasando, el oleaje de fallecimientos amainó, los negros nubarrones se alejaron con aguacero que no dejó de tronar .Ahora bien, su ruido no era similar al tronar del cañón sino al graznido de las aves carroñeras. En vista del fin de la epidemia, el Alcalde ordenó abrir las puertas de la villa.

El cielo claro no consoló al comerciante sino que le pareció equiparable al escenario de las plazas públicas luego de celebrarse las Danzas de la Muerte , cuyos danzantes pudieran volver a aparecer en cualquier momento. Aspecto el del cielo más bien tétrico, según su opinión.

Aunque ni siquiera el cielo diáfano lograra disipar los temores del comerciante, para los habitantes de Télmara el astro rey invitaba a la alegría y a la vida. La gente llenó las calles y mercados con tanto entusiasmo como un vendaval de primavera. A esta felicidad se sumaba el hecho de que la familia de Herrán no hubiera sufrido daño. Una dicha formidable, de acuerdo, se decía Herrán, pero que no era lógica. «¡Los diecinueve miembros de mi familia a salvo! No me quejo, pero lo sucedido a mi familia más parece un relato sacado de los Milagros de Nuestra Señora de Berceo, adorables cuentos, encantadores, sí, pero sin dos dedos de lógica» El comerciante volvió a su negocio y ,dejándose llevar por el entusiasmo general, subió los precios.

Pronto le escasearon las mercancías, por lo que decidió ir a la villa de Ubrique a comprar pellejos de vino y de agua, arneses, correajes y todo aquello que fuera comerciable. Lo acompañaban un par de mulas y un mozalbete metido ya en bigote que durante la epidemia pasó tanta hambre que intentó comerse los pelos del cogote.

Realizado el viaje sin incidente digno de mención y ya de vuelta, en las cercanías de Télmara había al lado del camino un vetusto quejigo en cuyo tranco abierto se refugiaba la gente cuando caía el aguacero o para protegerse del relente de la noche o bien para servirse del lugar como retrete. Por un motivo u otro, el árbol estaba casi siempre ocupado y era costumbre pasar junto a él y dar los buenos días o las buenas noches siendo contestado por el que estuviera dentro, que si bien respondía cortésmente no se tomaba la molestia de asomarse.

“Las preguntas siempre irán más lejos que la sabiduría que ilumina cada época y sólo co-gidos de la mano resolveremos las cuestiones más importantes”

Al pasar ante el árbol, dieron las buenas tardes, siendo contestados por un susurro sibilante que les puso los pelos de punta. No se le ocurrió al zanquilargo sino asomarse hasta ver en el interior del tronco hueco una enorme serpiente, dándose de bruces con algo más que había establecido su cuartel en tan modestísima pero servicial república.

El joven puso las piernas en funcionamiento, es decir, echó a correr como una liebre que buscara pareja o más bien echó a volar como un milano, sin acordarse siquiera de poner en aviso del mal encuentro al comerciante.

Diego Herrán contempló estupefacto cómo el zoquete corría perseguido por la Muerte Canina. Herrán no se preguntó si lo que estaba sucediendo era razonable o que lógica pudiera sustentarlo, sino que se le desarreglaron las tripas y empezó a correr y más cuando la Canina se volvió hacia él enarbolando la afiladísima guadaña. Mozo y comerciante corrieron como galgos pero, poco a poco, se fueron cansando y no pudieron evitar que la Muerte Canina se les acercara demasiado. Corrían con ellos las mulas cargadas con los fardos de la compra. La mula torda, sintiéndose acosada, lanzó un par de coces que si bien no consiguieron alcanzar a la perseguidora, de lograrlo lanzara sus huesos al otro lado del Estrecho.

No cesó la Muerte en su persecución y diríase que estaba a punto de culminarla ensangrentando una vez más su afilada cuchilla, cuando la mula parda que era más vieja y resabiada, se dijo de ir a por ella, y logró atizarle, aunque fuera de refilón, coz tamaña que casi la descalabra, dejándola desorientada un buen rato.

Así, más mal que bien, lograron llegar ante las murallas de Télmara. Los vigilantes se percataron de lo que ocurría y permitieron la entrada de los perseguidos apresurándose a cerrar tras ellos.

Quedó la Muerte Canina desairada pero sin retirarse y los centinelas le lanzaban salivazos y escorias por lo mal que se había portado durante la epidemia, atentos a que no volviera a escalar las murallas. Entrada la noche, la Muerte Canina se alejó desapareciendo entre las sombras.(1)

Una vez libre de ella, el comerciante consideró lo sucedido falto de toda lógica y absolutamente absurdo. Agobiado por estos pensamientos, se cercioró de que no se le hubiera extraviado ninguna mercancía y, una vez seguro de esto, le pagó al mozalbete unas monedas. Ni que decir se tiene que aquella noche dio más de una vuelta en el lecho intentando encontrar explicación a lo sucedido. Tanto caviló y se devanó los sesos que el amanecer acabó entrando por la ventana.

Fue entonces cuando la poca cordura que le quedaba se rebeló y dijo: «Cierto que dudar es empezar a conocernos a nosotros mismos y las causas de lo que ocurre pero no permitas que la duda y el temor empañen tus momentos de felicidad. Las preguntas siempre irán más lejos que la sabiduría que ilumina cada época y sólo cogidos de la mano resolveremos las cuestiones más importantes. Entre tanto, cada cual ha de hacer frente a su sino. Abraza a tu familia, dale a la gente de tu alrededor amor del bueno y abarata el precio de tus mercancías».

(1) N. A. Quizás algunos lectores se sientan decepcionados porque en el relato el macabro personaje queda libre de presentarse en el lugar menos pensado pero les aseguro que es lo más verídico que se ha escrito nunca.

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