Opinión

Relato de un acontecimiento (1/5)

La primera visita Un día de abril de 2002, Adolfo Hernández Lafuente me llamó por teléfono para quedar al día siguiente, por la tarde, en el Parador La Muralla; el director iba a enseñarle estancias que no estaban abiertas a los usuarios. A pesar de conocer los jardines, la piscina, la galería comercial (en concreto la tienda de discos Nakasha), las bóvedas e incluso el baluarte de la Bandera (cuando aún funcionaba la discoteca llamada El Candelero o también Muralla Club), no quise pasar la oportunidad de descubrir el baluarte de la Coraza Alta que Adolfo me mencionaba en la conversación telefónica, aunque no iba a ser el único espacio que íbamos a visitar.
Al día siguiente Adolfo me esperaba en el vestíbulo del Parador e instantes después se nos acercó el director, tras atravesar la galería comercial y cruzar el jardín, llegamos a la puerta que daba acceso a las habitaciones de las bóvedas del antiguo Parque de Artillería. Hacía tiempo que no entraba allí pero la bóveda me impresionó como si fuera la primera vez que la visitaba, una bóveda que es la única que mantiene su volumen original (aparte de las de la discoteca), al no haberse construido una planta intermedia como en las demás.

“Una vez dentro, me quedé fascinado por un espacio coronado por una cúpula”

El director se adentró en la bóveda y giró a la izquierda, nos guió por un largo pasillo hasta que se paró junto a una puerta de madera que se encontraba en el lado opuesto a las habitaciones, en el lateral derecho del pasillo, donde no había ningún otro hueco. Aunque la puerta fuera idéntica a la de las habitaciones, esta se encontraba bajo un arco que había sido cegado y ese dato me hacía entender que no íbamos a entrar en una habitación, tampoco en el baluarte de la Coraza Alta, puesto que el pasillo continuaba y se suponía que el acceso estaría al final del mismo. Mientras el director trataba de abrir la puerta, mi impaciencia se aceleraba ante la incertidumbre de qué íbamos a encontrarnos. Una vez dentro, me quedé fascinado por un espacio coronado por una cúpula, del resto poco se podía adivinar a causa de la poca luz y de estar repleto de objetos abandonados; sillas, mesas, luminarias, camas... se trataba de mobiliario defectuoso del hotel y parecía como si hubieran dedicado esa estancia a trastero, lo cual era doblemente extraño, por las dimensiones y por el revestimiento de mortero de cemento rústico ondulado, como si hubiera tenido otro uso más digno con anterioridad; el director nos comentó que esa sala había sido utilizada para jugar al billar durante los primeros años de funcionamiento del hotel. Mientras avanzaba entre los muebles apilados pude ver la luz natural que entraba horizontalmente por el muro opuesto al de la entrada y que provenía de una diminuta ventana al final de una estrecha galería. De repente, esa luz se convirtió en un objetivo puesto que me iba servir de referencia para saber dónde estábamos en relación a las Murallas Reales. Antes de llegar al final de la galería excavada en la muralla (no tenía revestimiento alguno) ya pude adivinar que me dirigía hacia el foso gracias al ruido de las embarcaciones que por él navegaban en ese mismo momento. Me hice una idea de la posición de esa ventana utilizando como referencia la contraescarpa y el hornabeque del Frente de la Valenciana porque una malla metálica antipalomas me impedía sacar la cabeza por fuera y ubicarme con los dos baluartes. Me dije que tras la visita me iría al otro lado del foso para ver la situación de esa ventana y entender mejor dónde estaba esa estancia, que no se correspondía con ningún elemento visible desde el exterior como sí ocurría con los baluartes. Volví al interior para explorar el espacio abovedado y en especial las estancias asociadas que se situaban en los dos laterales. Aunque a la izquierda pude ver dos arcos que precedían sendas estancias, no me adentré al estar completamente oscuras y llena de objetos, que además podían resultar peligrosos, como la lana de roca utilizada en aislamientos, sin embargo, en el lado opuesto, un hueco daba paso a una escalera y automáticamente me imaginé que a lo mejor me llevaba a otro lugar aún más oculto o a una salida secreta sobre la cubierta. Nuevamente me encontré con la dificultad de andar entre objetos y a oscuras. De repente me tropecé con uno de ellos provocando un ruido ciertamente aparatoso. Sin ver exactamente con qué me había golpeado, supe inmediatamente de qué podía tratarse por el sonido metálico y por su tamaño.

“La bóveda me impresionó como si fuera la primera vez que la visitaba”

Desde que terminé mis estudios de arquitectura en 1997 uno de los edificios que siempre enseñaba a mis colegas arquitectos que venían de visita, era la entrada y el vestíbulo del Parador, un conjunto bastante imponente desde el exterior que se descomponía materialmente hasta llegar a la piscina, pero había uno aún más interesante, el comedor o sala de fiestas, un espacio agradable gracias a su flexibilidad, a su altura, a la luz cenital tamizada por la cerámica vidriada azul que lo dotaba de un aspecto sólido y protector frente al sol desde el exterior, un espacio que sin embargo, gracias a sus fachadas de vidrio perimetrales, permitía incorporar los jardines de la piscina al interior. El comedor tenía otro elemento que siempre me había resultado fascinante, las lámparas que colgaban de la cubierta como si fueran una instalación de arte contemporáneo, las mismas luminarias que se utilizaban (aunque estuvieran fuera de escala) en el bar del hotel, una cercanía que permitía apreciar mejor la artesanía (marroquí) que había detrás de las lámparas y que el arquitecto del hotel, Carlos Picardo, había decidido incorporar a su proyecto. Esa fascinación entre tradición y contemporaneidad, entre arquitectura y arte, fue la que me permitió nada más escuchar el ruido provocado por mi pie al subir las escaleras y golpear el objeto, saber que se trataba de una de las lámparas que tanto me gustaban. Al agacharme pude comprobar que la luminaria estaba rota, separada en dos piezas y la suciedad la había convertido en un objeto negro, nada que ver con el metal reluciente que dominaba tanto en el bar como en el comedor. Al preguntarme el director y Adolfo si me encontraba bien, les dije que no se preocuparan y lo entendieron cuando me vieron descender por las escaleras con la lámpara entre mis manos. Le pregunté al director qué iban a hacer con todos esos objetos y me dijo que algún día tendrían que vaciar la habitación y tirarlo todo para poder darle un uso a aquel espacio, aunque solo fuera para los usuarios del hotel. Ante el destino que le deparaba a lo que, para mí, era una obra de arte, le pregunté si me lo podía llevar y me dijo que sí. En ese momento mi curiosidad por seguir subiendo por esas escaleras o por descubrir las otras estancias desapareció, yo ya había encontrado un tesoro así que lo dejé junto a la puerta donde lo recogería tras terminar la visita. Meses más tarde me pregunté qué habría pasado si no hubiera encontrado esa lámpara, ¿habría seguido investigando en el resto de estancias?

“Me di cuenta que el espacio al que iba a entrar no tenía nada que ver con el baluarte opuesto”

Tras salir nuevamente al pasillo de las habitaciones nos dirigimos, esta vez sí, hasta el final, donde una nueva puerta de idénticas características y en el mismo muro, nos iba a llevar al interior del baluarte de la Coraza Alta. De poco sirvieron los esfuerzos por recordar cómo era el Candelero, al cual tuve la suerte de entrar tras la cena con los compañeros arquitectos organizada en enero de 1998, pero sí recordaba una serie de bóvedas paralelas que hacían de antesala al propio baluarte al que se bajaba por una rampa para salvar un desnivel de tan solo 60 cm. Por ello, cuando el director abrió la puerta y vi una rampa-escalera con una pendiente cercana al 35 %, me di cuenta que el espacio al que iba a entrar no tenía nada que ver con el baluarte opuesto.
Para empezar era mucho más regular en su interior, con dos ejes claros perpendiculares y sin giro en los extremos, también destacaba la apertura a cielo abierto que no tenía la Bandera y una sola cañonera abierta en el orejón. Tuve una sensación temporal rara, mientras que el otro baluarte permanecía en nuestra memoria por haber estado abierto hasta unos años antes, en la Coraza Alta el tiempo parecía como si se hubiera detenido en 1967, año de finalización de las obras del Parador. Aún podían verse los acopios de materiales sobrantes hechos durante la ejecución, como las diferentes piezas de cerámica vidriada utilizadas en la separación de las terrazas de las bóvedas y en la protección solar del comedor. No entendía cómo un espacio tan fantástico no había sido acondicionado; una limpieza profunda, un sellado adecuado de los huecos para impedir que las palomas entraran y una iluminación, hubieran sido más que suficiente para usarlo, aunque solo fuera para visitarlo. En cualquier caso, había cumplido uno de mis sueños, entrar en un espacio que era, y lo sigue siendo por desgracia, inaccesible para el público.
Continuará... El artículo de Carlos Pérez Marín ‘Relato de un acontecimiento, Puerta Califal de Ceuta, está incluido en el libro Puerta Califal de Ceuta. Génesis y evolución de la Muralla Real', coordinado por Fernando Villada, arqueólogo municipal.

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