Opinión

Como el agua

Ánades, cercetas y cigüeñelas volaban en bandadas hacia las llanuras estivales del Norte. Bastidas recordó el disgusto de Yole al ser atacadas las aves por los escopeteros en el lago de Las Guardias y advirtió a los caballeros que si alguna de ellas bajaba a beber al estanque se las tratase con consideración, sin tocarles una pluma.

Yole contemplaba el vuelo de las aves y desde lejos admiraba la belleza de ellas y la pasión que profesaban a la libertad.

Con motivo de finalizar los arreglos de su casa, Yole se desplazaba con frecuencia a Urdielos En cierta ocasión, a las puertas de la localidad, se topó con una banda de niñas corredoras y desarrapadas que se birlaban de todos, dispuestas a corretearse con cualquiera.

Yole se interesó por ellas, sin conseguir otra cosa que mofa. Después del mal rato, como caía aguanieve y la dama estuvo expuesta al relente, el Secretario del Concejo le ofreció una copita de un anís que tiraba de espaldas y un tazón de caldo espeso y bien caliente, ni fuera a constiparse la dama proveniente del Sur y contó que aquellas desarrapadas en su mayor parte eran de la cercana localidad de Tabales.

Los familiares de ellas desoían las demandas de acogerlas y las niñas sobrevivían a costa de la buena fe y de la paciencia y generosidad de la gente de Urdielos, entorpeciendo el mercado, ya que cuando promediaba el día y les apretaba el apetito, las niñas no reparaban en robar lo que fuera, dando con sus hurtos una mala impresión de la gente de allí, pues las familias de Urdielos cuidaban debidamente a su prole.

-Ojalá pudiéramos encauzar vidas tan jóvenes - comentó doña Yole.

El Secretario del Concejo manifestó que bien se veía que no conocía el talante de las mencionadas, las cuales daban cabida a toda zafiedad y procacidad y no convenía a la salud pública ni al buen nombre de la villa, consentir a esas descosidas sino conseguir que los alguaciles las expulsaran definitivamente.

Yole se retiró sin estar de acuerdo con aquellas palabras y siguió su camino, dando de nuevo con las pequeñas a la entrada del mercado. Yole interpeló a la que creyó la capitana. La tal se le encaró y le hizo la pedorreta. Yole trató de acercarse y entonces la niña le lanzó una pedrada. Yole no parpadeó sino que la miro como un búho. Contrariada porque falló, la diablesa se subió la falda y le mostró la entrepierna, y volviendo el menudo trasero, provocó el jolgorio de las demás chicuelas. La pequeña consiguió su propósito de enfadarla.

-¡Te voy a coger, ya lo verás!-exclamó Yole.

-Será mañana - repuso la niña, sacándole la lengua y haciéndole cuernos. Sacada de quicio por la sinrazón de la pequeña, he aquí que ,en contra de todos los pronósticos , Yole captó el fondo de su mirada y supo que aquel interior tenía tenía la belleza de las aves de paso, tan claro como el agua que movía la aceña cercana,

La bandada de niñas huyó en menos que se tarda en decirlo. Una dueña que pasaba por allí denostó lo sucedido:

-¡Tropilla de desvergonzadas! ¡Con todos se atreven y pueden!

-¿Conoce a la capitana?- preguntó doña Yole.

-Sí, por cierto -dijo la buena mujer, parándose- La marrana que le hizo los cuernos se llama Kedna Monastyr , y la dicen La Panocha porque su padre, que era pastor, se despeñó por la hoz del río , descalabrándose. Cuentan que la pequeña se acercó para socorrerlo y lo único que consiguió fue bañarse en su sangre

Otra dueña que venía cesta al brazo, profirió:

-Ella creció en el monte como el ganado.

-No la disculpe su merced, que peor no la hay, rabo de Satanás - sentenció la primera dueña, santiguándose, y siguiendo su camino.

Yole fue a visitar a su amiga Isabel Girado, resultando la tal Panocha, en efecto, hija de un pastor al que al parecer degollaron en el río.

-De ahí el apodo de ella, pero tan bien puede deberse a su pelo que es una llamarada de fuego y que bien revela su carácter. Pienso que esas pequeñas queden sin socorro es un desperdicio de la juventud de Tabales y Urdielos y que después de ellas, si no se pone remedio, vendrán otras a ocupar su mísero puesto..

Yole estuvo de acuerdo con esas palabras y caviló sobre la forma de atrapar a la banda, aunque la gente a la que pidió ayuda, dijo que era mejor ignorarlas hasta que se fueran.

No obstante, Yole siguió trazando planes. Si huían por las calles de la villa, sería más difícil arrestarlas por estar acostumbradas a dispersarse debido a que las veces que fueron perseguidas las hizo maestras en el despiste, habiendo escapado incluso de redada de alguaciles.

Debería dirigirlas hacia el río, donde sería más fácil la captura, porque se encontrarían en un callejón sin otra salida que las escarpadas vertientes del ribazo.

Dispuesto el plan, Yole se acercó de mañana a la ruinosa casa donde las niñas acostumbraban a reunirse. Nada más verlas puso tras ellas a dos mozas galgas Las niñas formaron algarabía y huyeron precipitadamente por el lado contrario, escapando hacia el río.

Yole contemplaba el vuelo de las aves y desde lejos admiraba la belleza de ellas y la pasión que profesaban a la libertad

-¡A La Panocha! ¡A las ladronas todas! -gritaban con denuedo las perseguidoras.

Yole espoleó el caballo. Las mujeres que lavaban las ropas alzaron la cabeza y se aprestaron a defender lo suyo. Habían madrugado para aprovechar la jornada en la torrentera, transportando hasta el río los pesados fardos de ropa sucia y luego de que amainara el chubasco, frotaron con jabones aquella colada de pago y la tendieron al sol sobre brezos y arándanos recién llovidos, cubriéndose de ropa blanca la margen del río hasta bien entrada la vereda de los avellanos.

No era una labor fácil aquella y las que caían resfriadas o con dolores en las espaldas y reuma formaban lista de hospital basiliano. Ancianas de rostro arrugado y crenchas blancas vigilaban las prendas que se secaban, debido a que ya no tenían fuerzas para lavar, y por esta amargura que le imponía la vejez parecían tener en la boca el vinagre y la hiel.

En cambio, había otras de rostro lozano, siendo todas denodadas guardianas de aquella cosecha blanca. Por todo esto y por mucho más, ninguna de ellas estaba dispuesta a que les estropeasen la dura faena o les hurtaran alguna prenda, aplicándosele al que fuera una ley tan dura como inmediata.

-¡A La Panocha! ¡A las ladronas! ¡Defendamos lo nuestro! -gritaban las dos mozas perseguidoras alborotando todo lo posible.

Cundió la alarma de que las pilluelas pretendían robar a las la lavanderas del río y no hubo lavandera joven que no se pusiera tras las fugitivas, siendo tan ágiles y veloces como flechas, de manera que fue atrapada toda la pandilla, excepto la capitana.

Yole presentó cargos para que las pequeñas quedaran retenidas en los calabozos, pues de momento no había otro lugar disponible y al cabo fueron siendo acogidas por algunas familias.

Transcurrido algún tiempo sin que se supiera de La Panocha hubo comentarios para todos los gustos.

-Estará monte arriba -afirmaban algunas de las lugareñas-, bien dentro del bosque pero pensando en volver en cualquier momento porque es brava como ella sola.

Yole, preocupada porque hubiera sucedido algo irremediable y , por qué no decirlo, porque quería a la pequeña para sí, buscó el sitio por donde pudiera haber escapado del cerco que le hicieron las lavanderas, y determinó que fue en otro lugar más alejado, donde el cauce del río se abría y explanaba, haciéndose suave la ladera del ribazo.

Recorrió el camino y a poco la sorprendió merodeando, y comprobó cómo se escondía tras unos matorrales. Yole la llamó pero La Panocha huyó por las barranqueras, sorteando una y otra los cantos del río. Ante la sorpresa de la pequeña, esta vez no pudo quitarse de encima a la que la acosaba, demostrando una y otra la fuerza de sus piernas.

Subieron veloces como el rayo una cuesta casi impracticable y Yole perdió momentáneamente la pista, llegando al huerto de una aceña, la cual movía su rueda en las aguas del torrente. Pasó ante un pesebre abierto, de cuyo gallón comían dos mulas.

En vez de encontrar a la fugitiva, dio con un labriego que llevaba una cesta de peces que aún brincaban, mientras que otros dos lugareños tendían las redes a uno y otro lado de la torrentera , los cuales le dieron los buenos días educadamente. Yole aligeró el paso hasta una tapia medio derruida a poca distancia de la aceña. Segura de que la niña la oía, exclamó:

-¡Ven conmigo! Deja de vagar por los montes y de pasar hambre. Tus amigas comen y duermen cobijadas porque por fin tienen familia. Ya no hace falta que las protejas. Tienen nuevos padres y hermanos, mientras que tú vagas sola por los campos.

El silencio contestó a estas palabras. Yole prosiguió:

-Dicen que te portas así debido a lo que le hicieron a tu padre y a que después murieron tus hermanos en la necesidad del monte. Ven conmigo y lloraremos juntas tu penar. Pero es hora de que pienses en dejar de sufrir.

La niña crispó los labios y lanzó un gemido a causa del dolor que le producían las inesperadas palabras de su perseguidora. .

-... Te queda una vida por vivir...Hablarás con tus amigas, te lo prometo, y después, si te place, vendrás conmigo. Seremos familia.

-¡No he de servir a ti ni a nadie! -exclamó La Panocha en voz bien alta; y volvió a quedar callada porque su rabia no encontraba palabras, aunque los sentimientos se le agolparan en el pecho. La verdadera vida estaba lejos de cualquier servidumbre. En las peñas, en las aguas del río que formaban torbellinos y saltos sin detenerse jamás; en los bosquetes de hayas y carrascales que protegían de la vista de los otros; en los corrales donde, inadvertida, pasar la noche. Aquella mañana, las zarzas y matorrales de abril habían ofrecido sinnúmero de escondites desde donde mirar un ejército de flores, de campánulas blancas y rojas, que se alzaban livianas tras el aguacero. Nunca caería en la servidumbre, porque, de saltarle una ardilla sobre los hombros, ¿cómo mirarla a los ojos?

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