Colaboraciones

Los abrazos feroces

Cuando era pequeña me gustaba escuchar las historias de la guerra que contaban mis abuelos. Ese retorcimiento del alma debe de ser tan agudo para los oídos de un niño que, además de provocar las peores pesadillas, nos deja agarrados a los relatos como a una butaca de cine durante la más temible película de terror. Mis hijos sentían la misma atracción cuando el abuelo Paco les narraba algunos de los fratricidas episodios nacionales. Mi abuela reunió una vez en corro a la veintena de nietos que su pródiga prole le había dado y nos narró la madrugada en la que la bisabuela Juana, su madre, fue subida por la fuerza a un coche para llevarla a la plaza de toros con el único fin con el que se iba en esos días a la monumental, a ser fusilada. Afortunadamente, en el momento en el que el pelotón apretaba un ojo y apuntaba con el otro a través de la mirilla del fusil, un recluta, hijo de una vecina de la futura finada, avisó a su superior para decirle que se trataba de un grave error y que la anciana de rodete blanco y pendientes de coral era una bendita que les había dado de comer a él y a su familia más de una vez cuando el hambre había hecho resonar sus estómagos a través de las paredes. De todo aquel relato nada infantil, lo que mi abuela narró con mayor fervor fue los detalles del abrazo que habría de ser el último que le diera a su madre de no haber sido por el buen ojo de Juanito, el “cara pájaro” como se le conoció después en el barrio hasta el día de su ornitológica muerte natural. Todavía hoy recuerdo de aquella tarde el terrible testimonio de nuestra abuela y la descripción de aquel abrazo de despedida antes de la truncada muerte. ¿Cómo es posible que ella se detuviera, por encima de otros detalles, en aquel último gesto?

"Todavía hoy recuerdo de aquella tarde el terrible testimonio de nuestra abuela"

La palabra abrazo deriva del latín “braccium” y significa literalmente “acción de rodear con los brazos”. Los expertos, en su docta costumbre por etiquetarlo todo, han distinguido diferentes tipos de abrazos y han estudiado sus significados emocionales. Así pues, existe el abrazo lateral, el abrazo de espaldas, el abrazo de cintura, el abrazo con beso y hasta el abrazo del oso, refiriéndose este último no a un abrazo efusivo hasta la sofocación, sino a un gesto engañoso que esconde una traición. Las madres somos sabias calibradoras de las emociones de nuestros hijos. Desde que se nos escurren entre las piernas hasta cuando hemos de elevar la teñida cabeza para mirarlos a los ojos, los hemos abrazado de mil y una maneras. Los recogemos del suelo aplicando abrazos mágicos que curan rodillas sangrantes, los envolvemos en abrazos calientes para entibiarles los tiritones, los arrullamos hasta entregárselos felizmente a Morfeo, los rodeamos bien fuerte mientras los rociamos con besos líquidos de alegría, los apretamos henchidas de orgullo como las gallinas y cuando la edad se nos viene encima, los estrujamos sordas a las protestas mientras los amenazamos con comérnoslos. Ese es el abrazo de abuela, que al parecer se les ha pasado etiquetar a los expertos. Los abrazos son pequeños islotes de intimidad, incluso en mitad del mayor ajetreo. Además de un gesto de amor, es un ejercicio vital que logra ponernos en movimiento el cuerpo entero. Para una madre, el abrazo a un hijo es una ráfaga robada al añorado vínculo del vientre, un nuevo cordón umbilical con el que procuramos ceñirlos de nuevo a nuestro cuerpo. Los abrazamos para curarlos, para consolarlos, para amarlos, para felicitarlos, y para ello ponemos en marcha toda la maquinaria necesaria: manos, dedos, bocas, mejillas, saliva. Pero hay veces en las que el abrazo no va acompañado más que del calor del alma. Así abrazamos a nuestros hijos e hijas cuando los despedimos. Entonces nuestros brazos parecen alargarse infinitamente, como cuerdas elásticas, y los acercamos a nuestro pecho como si con ese gesto los pudiéramos proteger de todos los males del mundo. Cuando los abrazamos para la despedida no buscamos otra cosa que reposar en sus pechos y acurrucarnos en su alma. Entonces sobran las palabras, los besos y las caricias. Solo reposo y una fuerza denodada para aguantar la tristeza. En Cien años de soledad, Úrsula Iguarán es la imagen de la madre preocupada no por sus hijos, sino por toda una descendencia. García Márquez nos la dibuja como una madre rotunda, capaz de sostener la familia y la memoria de un pueblo. Una especie de garante de la memoria colectiva. “No nos iremos” le dice Úrsula a su esposo viendo que de nuevo estaba tentado de abandonar Macondo para buscar nuevas tierras. “Aquí nos quedamos, porque aquí hemos tenido un hijo”. Él le dice:”Todavía no tenemos un muerto. Uno no es de ninguna parte mientras no tenga un muerto bajo la tierra”. A lo que Úrsula responde con decidida firmeza: “Si es necesario que yo me muera para que se queden aquí, me muero”. Úrsula es fuerte, trabajadora y abnegada. Un torniquete capaz de frenar la sangría de los desapegos familiares. Nuestras madres, las de otros tiempos, son dignas parientes de Úrsula Iguarán. Nosotras, las de estos tiempos, nos esforzamos por serlo.

"Las madres somos sabias calibradoras de las emociones de nuestros hijos"

La celebración del día de la madre se remonta a la antigua Grecia, pero la conmemoración contemporánea tiene su origen en 1865, cuando la activista Julia Ward Howe comenzó a organizar manifestaciones pacíficas en las que participaban las madres que fueron víctimas de la Guerra de Secesión como una forma de reconciliar a las partes en conflicto. Estas reuniones tuvieron tanto éxito que con el tiempo las madres pasaron a expresar su opinión sobre otras cuestiones de orden social y político. Un germen de nuestras Madres de mayo. Si hay quienes entienden de resolución de conflictos, esas somos las madres. Esta tradición la continuó Ann Jarvis. Cuando Ann fallece, su hija estableció un Día de la Madre cada segundo domingo de mayo para conmemorar su muerte. En España y en otros países lo celebramos el domingo anterior. Con el primer llanto sonoro del hijo, nos llega a las madres un baño de lágrimas flojas. Una mezcla de felicidad, liberación y agotamiento fácilmente visible. Lo que permanece más callado es el miedo, que nos asalta enseguida que debemos cumplir con el primer deber, el del alimento. Más tarde llega el del aseo, el del consuelo, y finalmente, el de la conquista del sueño. Aunque bien logrado el objetivo el primer día, al día siguiente se nos presenta otro distinto, y otro y muchos más. Y así nos pasamos la vida en la crianza de los hijos, reconociendo en silencio nuestras torpezas y dudando en progresión aritmética a sus cumpleaños si seremos capaces de guiar, educar, aconsejar, reconfortar y un sinfín de verbos más. Para lo que no estamos preparadas es para explicar la guerra. Sin embargo, decenas de miles de madres atienden también a esa nefasta obligación. Las pantallas de nuestros televisores no dejan de poner frente a nosotras el desgarro de mujeres a las que les une el mismo dolor, el de los hijos. Unas los rodean con sus brazos antes de dejarlos marchar para ponerlos a salvo, otras se agarran a ellos antes de ser enviados al frente. También asistimos al desconsuelo de las que se aferran al cuerpo sin vida ya de sus hijos e hijas. Son los abrazos feroces del dolor y del desgarro.
Hoy las madres, algunas, abrazaremos a nuestros hijos siendo conscientes del privilegio que es vivir en paz. Unas tocarán sus cuerpos, a otras nos ayudará el sonido de las palabras y una imagen plana. No será lo mismo pero nos valdrá igualmente. Serán abrazos feroces en tiempos de guerra y paz.

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