En cuarenta años de elecciones democráticas no se había observado un mayor grado de desconcierto entre los ciudadanos españoles a la hora de elegir sus preferencias para votar. Es algo que las encuestas insisten en poner de manifiesto, indicando que a estas alturas de la campaña aún se declaran sin opinión un cuarenta por ciento de los encuestados. Un dato que hasta estas elecciones no se había producido con tanta intensidad. Y no es para menos. Las cosas han cambiado en el comportamiento político de tal manera que ya nada parece igual. Estamos presenciando un cambio de época, aunque no sabemos cuales de las cosas anteriores perdurarán. Lo cierto es que los cambios que se producen son más que los restos que permanecen del pasado. De modo que estar desconcertado es una reacción natural. El panorama es extraño y genera inquietud.
Dos cuestiones previas que condicionan la situación han venido arraigándose desde hace ya un poco más de tiempo: por un lado, la profesionalización de la política y, por otro, la complejidad de los problemas actuales. La primera ha supuesto que un buen número de políticos no tengan otra experiencia profesional que la vida política, cuyas instituciones y servicios públicos son un buen yacimiento de puestos de trabajo, suficientemente remunerados y que vienen siendo detentados tanto por los del partido de gobierno como por los de la oposición. En cuanto a la segunda cuestión, condiciona porque requiere que las propuestas políticas se basen en análisis minuciosos y se planteen con una visión en la que prime el conjunto y se oriente a la necesaria agregación de intereses. Algo que, por su dificultad y por los efectos negativos que siempre conllevará para una parte del electorado, en esta campaña se optado por omitirlos. De manera que nos enfrentamos a una situación paradójica en la que presenciamos, de una parte, una realidad cada vez más compleja y, de la otra, el triunfo de unos mensajes simples, fáciles y sin mostrar las dificultades de cada medida, a la que debemos añadir el nuevo modelo de liderazgo, ocupado por jóvenes novatos, sin experiencia política pero con capacidad comunicativa en los medios.
De estos dos condicionamientos se derivan, respecto del primero, que en las opciones partidistas se escojan los diseños tácticos, los cuales proporcionan mejores oportunidades para aproximarse al poder, en lugar de los objetivos políticos en los que resulta decisivo el interés general y el interés por lo público, común a la mayoría. El intento de compaginar el mantenimiento del puesto de trabajo con el altruismo que requiere las opciones políticas puras, conduce a la incongruencia de defender principios de los que en la práctica se reniegan. Y respecto del segundo, ahí están la falta de debates serios y profundos, la huida de los asuntos que requieren decisiones comprometidas, la superficialidad de las propuestas, el uso abusivo de las eslóganes y la confrontación por sistema.
Hay, además, tendencias globales, como son la complejidad a corto plazo del entorno en el que nos movemos y el que estén en cuestión algunos de los fundamentos con los que hemos convivido establemente durante los últimos cuarenta años. Es un panorama compartido con el viejo continente, en el que se observa el auge generalizado de los partidos populistas, que en su versión más radical son euroescépticos y xenófobos. Todo ello se traduce en un crecimiento en la ciudadanía de la desconfianza hacia la política y de cierta desafección hacia los valores de la democracia representativa.
Es evidente que en España no solo existen partidos populistas, sino que la mayoría de los partidos se han vuelto populistas, porque todos se dedican más a exacerbar los sentimientos que al sano ejercicio de la racionalidad y la concreción de las respuestas políticas, con las que deberíamos solucionar los problemas que nos aquejan. Pero además de populistas, los partidos se han vuelto cesaristas y los líderes que los dirigen ejercen sin cortapisas la tergiversación de la democracia interna. En todos ellos se ha recrudecido la limpieza en las listas de quienes no ejercían suficiente subordinación a sus líderes. Lejos quedan ya las reclamaciones que ayer se hacían para alcanzar un mayor compromiso con una participación más comprometida de los electores, con la adopción de técnicas que permitirían la intervención sobre la confección de las listas (listas abiertas o desbloqueadas), y con el requisito constitucional que exige a los partidos el ejercicio de la democracia interna.
Es evidente que en España no solo existen partidos populistas, sino que la mayoría de los partidos se han vuelto populistas
Así nos encontramos frente a candidaturas donde se ha eliminado a un porcentaje alto de quienes gozaban de experiencia parlamentaria, y nos encontramos con un número elevado de novatos que nunca antes han intervenido en política, donde prima la introducción de figuras del “postureo”. ¿Quiénes nos harán las futuras leyes? ¿Los toreros, los periodistas tertulianos, los famosos del espectáculo, los militares retirados, los simples y obedientes mandados?
En cuanto a los programas y a los problemas que a los ciudadanos nos mantienen preocupados con nuestro próximo futuro, no pierdan el tiempo en buscar sesudas soluciones. ¿Qué fue de la economía, que hace apenas dos meses nos mantenía en vilo, temiendo la llegada de una nueva crisis? Se evaporó por ensalmo. ¿Y de los problemas reales: la cuestión territorial, Cataluña, la energía, las pensiones, el calentamiento global, etc.? ¿Ya tienen soluciones? Claro que, a cambio de ese sigilo, tenemos las anécdotas, los reclamos, los eslóganes. Sin olvidar el creciente enfrentamiento entre los dos bloques ideológicos, con el que tanto se atemoriza a los electores, cuando la realidad reclama como lo más beneficioso el que se produzca un entendimiento a través del cual se logre una mayoría estable de gobierno.
En este magma de ofertas, lo importante es encontrar representantes que lleven a cabo políticas en las que se respeten las exigencias fundamentales del Estado de Derecho: imperio de la ley, como expresión de la voluntad general; división de poderes y legalidad de la Administración, junto con el respeto y la garantía de los derechos y libertades. Quienes pongan todo esto en riesgo, por unos u otros motivos, son los enemigos de los intereses generales. Esta debería ser la guía para preservar el progreso y para continuar viviendo juntos en paz.
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