Un charlatán, según el diccionario de la lengua española, es el “que habla mucho y sin sustancia”, el “hablador indiscreto” o el “embaucador”. O lo que es lo mismo, el que con su discurso persigue la venta, muchas veces fraudulenta, de algún tipo de producto, remedio, elixir, ideología, etc.
Viene esto a cuento de las últimas barbaridades que ha dicho el primer mandatario de los Estados Unidos, al salir de su corta convalecencia a consecuencia de haber contraído el Covid. “Una bendición de Díos”, manifestaba. El cóctel de medicamentos que le habían suministrado los doctores, sería el remedio, el elixir perfecto, que pensaba regalar a todos los norteamericanos enfermos de coronavirus.
En las fábulas de Samaniego se dice: “Si cualquiera de ustedes se da por las paredes o arroja de un tejado, y queda a buen librar, descostillado, yo me reiré muy bien: importa un pito, como tenga mi bálsamo exquisito”.
Trasladado a estos tiempos, sería lo que nos estaría transmitiendo Donald Trump. Ya antes le había restado importancia al coronavirus, llegando a calificarlo de simple resfriado. Incluso llegó a convocar a las “masas” para que se enfrentaran a los gobernadores demócratas que habían decretado el confinamiento. Para él, lo de menos son los más de 200.000 fallecidos de su país. El Covid es para él una gran oportunidad para hacer campaña electoral y ganar las próximas elecciones.
Pero no tenemos que ir tan lejos para encontrar ejemplos de charlatanería. Los tenemos en el gobierno de la Comunidad de Madrid. Como dice algún medio, los que hicieron un recurso para que los madrileños pudieran salir de Madrid, cuando los jueces les dan la razón (no por el fondo, sino por las formas), se acongojan y “piden a los madrileños que sean sensatos y no salgan de Madrid". Pero, cuando tras su negativa a tomar medidas el gobierno nacional se ve forzado a declarar el estado de alarma, entonces, ponen el grito en el cielo y dicen que nadie va a entender el cierre de Madrid.
Algunos autores sostienen que donde mejor se retrata la figura del charlatán es en la novela de “Los miserables” de Victor Hugo, en la que puede leerse: “La navidad del año 1823 fue muy brillante en Montfermeil… Los charlatanes y feriantes que habían llegado de París obtuvieron del señor alcalde el permiso para colocar sus tiendas en la calle ancha de la aldea y una banda de mercaderes ambulantes situó sus puestos con el mismo permiso en la plaza de la iglesia… toda aquella gente llenaba las posadas y tabernas y daban al país, tranquilo de suyo, una vida alegre y ruidosa…”.
De la misma forma, la presidenta Ayuso, “insumisa a tiempo parcial e irresponsable a tiempo total”, como se dice en las redes, ha pretendido llenar las plazas y barrios de Madrid de gentes en las terrazas de los bares y restaurantes, de tiendas abiertas y de actividades, como si no ocurriera nada. Y lo más grave. Ha pretendido que el gobierno de España siguiera las recomendaciones de sus “expertos” y las trasladara a toda España, pese a ser la Comunidad con más casos de Covid a nivel europeo. Hay que ser, ya no solo charlatana, sino miserable e irresponsable, para jugar con la salud de las personas de esta forma.
En una editorial de urgencia del diario El País del mismo día del decreto de alarma, se dice claramente que “la injustificable actitud de la Comunidad de Madrid es la principal responsable de la activación del estado de alarma por parte del Ejecutivo”. Comparto totalmente dicha afirmación a la luz de la información sobre la evolución de los acontecimientos que he ido siguiendo a diario. En esta Comunidad tenemos familiares y amigos. Y nos preocupa mucho su salud.
Pero también se afirma en esta editorial que estamos ante un hecho sin precedentes que constituye un fracaso de la política española. Posiblemente sea así. Pero, me niego a poner en el mismo lado de la balanza a todos los políticos. Evidentemente, todos, absolutamente todos los grupos políticos, han trazado sus estrategias pensando en términos electorales. No creo en el “buenismo”. Sin embargo, hay diferencias importantes que se deben tener en cuenta.
Desde el comienzo de la crisis sanitaria, los grupos de la extrema derecha española, es decir, el Partido Popular y VOX, han diseñado una estrategia totalmente frentista, cuyo único objetivo ha sido tumbar al gobierno de España. Y también han seguido por este camino, en parte, los grupos de derechas como Ciudadanos. Y para ello han usado todas las armas y trampas que han podido. Desde la mentira hasta la amenaza, pasando por la utilización de los tribunales de justicia, la prensa y las calles, para intentar que las gentes, desesperadas por la grave situación sanitaria y económica por la que atravesaban, se rebelaran contra el gobierno. Ha sido, y está siendo, una guerra sin cuartel, que ha cruzado todas las líneas rojas posibles. La última, la petición de imputación del vicepresidente segundo Pablo Iglesias, justo en el día en el que se presentaba el plan económico de reconstrucción de nuestra economía para los próximos años (¡qué coincidencia!), con argumentos jurídicamente insostenibles (de momento no voy a entrar en este debate jurídico).
Aunque la figura del charlatán también está ligada a la de los simpáticos vendedores ambulantes, como se relata en el pasaje del libro de Victor Hugo, en el caso de los embaucadores ideológicos, como es el de figuras públicas con poder, las consecuencias pueden ser muy peligrosas. Tanto en el primer caso expuesto, como en el segundo, se ha restado gravedad a la pandemia, se ha primado el funcionamiento de la economía y se ha buscado el enfrentamiento entre ciudadanos y gobernantes que confinaban a las gentes. En ambos lugares, EEUU y la Comunidad de Madrid, las cifras de contagios y de muertes ocupan los primeros puestos a nivel internacional. ¡Verde y con asas!, decimos en mi pueblo.
El problema, a la vez que la grandeza, es que la democracia es así. Permite que personajes siniestros, irresponsables e indeseables, ocupen el poder. Y hasta que no sea el pueblo el que se pronuncie, nos toca aguantarlos y resistir. O rebelarnos de una vez y mandarlos al carajo, o directamente ¡a la mierda!, como decía el gran Labordeta.
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