Era una avanzada tarde septembrina cuando iba deambulando por la calle de la Marina de la ciudad de Ceuta para deleitarme con la belleza de aquella zona cuando, mi inquieta y soñadora alma, sintió cierta nostalgia de un ayer, que ya nunca podría volver.
Ese paseo esplendía en medio de las indefinidas e indefinibles perspectivas de un cielo inmaculado y, como durante todo mi recorrido sentía el aroma del mar, me detuve tras el muro que separaba la acera del antiguo varadero para disfrutar de aquel efluvio marino que percibía y para ver cómo el mar se remansaba. Cierto es que al inclinarme, para ver el mar, me quedé embelesado mientras miraba el continuo vaivén que el suave viento imprimía a algunas de las pequeñas barquitas de pesca allí ancladas. Fulguraban los últimos rayos solares; irisaciones áureas y violáceas tiñeron con matices suaves el melancólico atardecer de aquella costa ceutí.
Y, al levantar la vista hacia el espacio, vi una fantástica y delicuescente luna que proyectaba sobre la atmosfera una especie de “vagos fantasmas” mezclados entre la niebla que empezaban a subir junto a la espuma de las olas que rompían en aquella pedregosa orilla. La visión era tan radiante que convirtió aquella tarde casi otoñal en una tarde musical de mi ayer.
El alma de este “caballa” recordó, de su pasado, una música lejana de notas luminosas y sublimes acordes que su hermana Gloria de su piano sacaba para que, desde el amplio ventanal de su habitación, ascendieran al espacio infinito en ondas vibrantes y sonoras.
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