No hace mucho recibí un mensaje de un amigo, Raúl, con el que comparto la misma inquietud y preocupación por el deterioro del entorno natural de Ceuta. Me habló de un artículo publicado en la revista digital “Salvaje” escrito por el naturalista Antonio Sandoval. Su título es “naturalgia: el dolor ante la destrucción de la naturaleza”. No conozco personalmente a Antonio Sandoval, pero sí que forma parte de mis amistades en esa gran red virtual que se llama Facebook. Antonio Sandoval es un reputado ornitólogo y un exponente destacado del género literario conocido como “Nature Writing” (escritura de la naturaleza). Esta modalidad de escritura fue inaugurada por los integrantes del trascendentalismo norteamericano (finales del siglo XIX), entre los que destacaron Ralph Waldo Emerson, Walt Whitman o Henry D. Thoreau.
Antonio Sandoval ha dado nombre a un sentimiento que embarga a un número cada vez más numeroso de personas. Estamos asistiendo a una destrucción de la naturaleza que no parece tener fin. Los paisajes que forman parte de nuestra vida están siendo transformados a un ritmo frenético por múltiples causas. Los arroyos en los que de pequeños cogíamos renacuajos han sido convertidos en carreteras. Los bosques en los que jugábamos se han transformado en vertederos incontrolados o han sido víctimas de los recurrentes incendios forestales. Algo similar están sufriendo nuestras playas. Las algas invasoras cubren el arenal y el mar no deja de devolvernos todos los plásticos que le arrojamos. No hay rincón del litoral a salvo de los desaprensivos que dejan sus basuras abandonadas sin importarles el daño que provocan al paisaje y a la naturaleza. Su indolencia es inversamente proporcional al sufrimiento que a unos pocos nos causa su incivismo y falta de respeto al medio ambiente.
“Las algas invasoras cubren el arenal y el mar no deja devolvernos todos los plásticos que le arrojamos”
Nos equivocaríamos de manera fragante si nos quedamos en la epidermis del problema y no prestamos atención a las causas profundas de la crisis multidimensional en la que llevamos inmersos desde hace muchas décadas. El desequilibro medioambiental es tan solo la punta del iceberg de un desequilibrio profundo en la propia condición humana. Durante buena parte de la historia de la humanidad la existencia estaba acompasada con el ritmo cíclico de la naturaleza. Los principales hitos del calendario eran agrícolas. Todo esto cambió de forma radical tras las distintas oleadas de la revolución industrial. Tal y como explicó Karl Polanyi en su conocida obra “La gran transformación. Los orígenes políticos y económicos de nuestro tiempo” (FCE, 2007), a finales del siglo XIX se puso en marcha un estudiado plan de desposesión de las tierras comunales que obligó al campesinado a trasladarse a las ciudades para engrosar las filas del proletariado industrial. Las condiciones que tuvieron que aceptar fueron inhumanas y las consecuencias en la salud física y psíquica de los trabajadores aún las estamos arrastrando.
De las fábricas salieron, además de los más variopintos productos, un nuevo modelo de ser humano: el consumidor. El “afamado” empresario Henry Ford cayó en la cuenta de que si quería vender coches tenía que pagar a sus trabajadores el salario suficiente para poder pagarlos. El “fordismo” creó escuela y sus discípulos llegan hasta nuestros días. La diferencia es que el sistema lo han ido mejorando y ahora es capaz de sobrevivir dejando al margen a un sector cada vez más abultado de la sociedad. Aun así la idea del crecimiento económico sigue siendo un paradigma incuestionable. Crece la economía sin importar que la calidad de vida continúe disminuyendo. Parece que a los prebostes económicos y políticos no les entra en la cabeza que la calidad de vida depende en gran medida de las condiciones naturales en las que se desarrolla nuestra existencia. Según transformamos la naturaleza y la degradamos lo hacemos con la propia condición humana. Cada día aumentan las enfermedades llamadas “civilizatorias”, como la diabetes, la obesidad o el cáncer. No menos importante es la incidencia de los trastornos psíquicos, entre los que destacan la depresión, el estrés o la ansiedad. Y a pesar del deterioro del planeta y de nuestra salud seguimos instalados en la misma indolencia general y el mismo conformismo.
“Por desgracia el futuro del planeta y la humanidad les duele a muy pocos. El atroz individualismo conduce al egoísmo”
Yendo a lo concreto, el pasado sábado asistí, junto a mi querido amigo Óscar, al acto institucional del Día de Ceuta. Quisimos acompañar a Juan Carlos Ramchandani, que recibió la merecida distinción de la Medalla de la Autonomía de Ceuta. El acto terminó con el discurso del Presidente de la Ciudad Autónoma de Ceuta. El Sr. Vivas dedicó una parte importante de su intervención para loar la belleza de Ceuta y de sus gentes, siguiendo un esquema muy trillado de ideas y expresiones. Ya en su parte final enunció algunos de los retos a los que se enfrenta nuestra ciudad, entre los que quiso descartar la frontera o el paro. Sin embargo, no dedicó ni media palabra a los retos ambientales que amenazan el futuro de Ceuta o al abandono de una parte importante de nuestro patrimonio cultural. Este olvido resulta llamativo cuando este verano hemos sufrido dos importantes incendios y uno de los galardonados era el cuerpo de bomberos. Nuestro Presidente no puede alegar desconocimiento sobre la maltrecha situación del medioambiente local, ya que las denuncias en la prensa son continuas.
Después de los incendios de este verano hemos reclamado un cambio de orientación general de la política local para que deje de mirar tanto al granito, la gran obsesión de los urbanistas actuales, y preste atención a nuestros bienes naturales y culturales. Pero resulta evidente, tras el escuchar al Sr. Vivas, que no está dispuesto a cambiar sus posiciones ideológicas. Incluso si quisiera hacerlo sería difícil que lo lograra. Hay muchos intereses en juego y todo un entramado bien atado para que nadie cambie en los fundamentos de la economía. Tendría que ejercerse una presión cívica muy intensa y persistente para romper el pentágono del poder. Es cierto que el dolor por la destrucción de la naturaleza, que en la mutación local podríamos llamar “ceutalgia”, se ha extendido entre una parte de la juventud y los partidos políticos locales, pero aún es muy débil. A todas luces resulta inofensiva para un sistema económico y político blindado. Su fuerza es inconmensurable. No obstante, la historia demuestra que incluso los imperios más poderosos se han derrumbado cuando sus cimientos han cedido por causas muy diversas. Entre estos motivos, analizados por Jared Diamond en su conocido libro “Colapso, por qué unas sociedades perduran y otras desaparecen”, cabe citar la deforestación, la pérdida del suelo vegetal, la escasez de agua o la sobreexplotación de los recursos naturales. A estas causas tradicionales habría que añadir algunas propias de nuestro tiempo como la presión demográfica, la contaminación, el pico del petróleo o el cambio climático.
El colapso civilizatorio que muchos investigadores llevan anunciando es algo que nuestros gobernantes y líderes económicos perciben como algo lejano, cuando está a la vuelta de la esquina. Por desgracia, el futuro del planeta y la humanidad les duele a muy pocos. El atroz individualismo que caracteriza a las sociedades “avanzadas” conduce a un intolerable egoísmo generacional. Las consecuencias de la falta de cuidado de la naturaleza ya la estamos viviendo. Los paisajes han sido alterados hasta hacerlos irreconocibles, los bosques arden, las neo-islas son de plásticos, el aire en las grandes ciudades es irrespirable, los vertederos surgen por todos lados, la biodiversidad se reduce y aumentan las enfermedades. Y a pesar de este doloroso panorama, nuestros dirigentes lo único que hacen es cambiar de orden sus manidas expresiones en unos discursos tan vacuos como inconsistentes.
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