En Ceuta hay muy buena gente. Ya lo dijo M.Rajoy: España está llena de buena gente y Ceuta no iba a ser una excepción. Los caballas, en términos generales, son amables, cálidos y acogedores. Todo un placer haberlos conocido. Sin embargo, como en muchos otros lugares, aquí también se vive con la coronilla descubierta. No es por plantear una afrenta contra los calvos ni de hacer una oda a la alopecia. Como en otros puntos de la geografía nacional, en Ceuta se camina mostrando la clerical tonsura aunque el calvo no lo sepa. Todos, excepto los hebreos que siguen usando kipá y monseñor Zornoza cuando se digna a venir por ésta, su segunda casa. Más allá de estos solideos, la coronilla de Ceuta se ve a leguas.
Para explicarles esto, les contaré el caso de, llamémosla, Pé. No de Penélope, abnegada esposa de Ulises, quien pasó por esta isla, al menos, diez años en concubinato con Calipso. Pé, de Patricia. Una chica con un carácter modelado a base de cincelazos. Sobre su carne están las marcas de la vida, pero mantiene la capacidad de apreciar lo bueno. No todos podrían decir lo mismo. El caso es que Pé ama Ceuta. La ama y la odia a partes iguales. Solo vi este sentimiento en un pueblo. Pé me llevó hasta el Hacho. Me hizo caminar once kilómetros para llevarme a aquella atalaya desde la que podía avistar todo el istmo y el Estrecho. Desde allí, me sentí como Leonardo DiCaprio en ‘Titanic, gritando aquello “soy el rey del mundo”. Cursiladas a parte, cerca del cielo uno cree estar en la gloria. Cuando ya no me quedaba más aliento, Pé me mostró el pedazo de tierra que lleva marcado a fuego sobre ella. Entonces comprendí que Ceuta es mucho más que un lugar.
La digna calva de esta ciudad, tan vistosa como la panza que luzco cuarenta días después de llegar aquí y tan reluciente como mi coronilla despoblada, es que los caballas hablan bien de su ciudad en privado y mal en público. Algunos, hasta alardean de querer marcharse. Miren, no sé si tengo muchos o pocos motivos para apreciar este terruño. Solo sé que la profecía que me hizo aquel refinado abogado de origen hindú y su esposa, con apariencia nórdica, mientras cruzaba el Estrecho en el ferri, se ha cumplido. En Ceuta hay calidad de vida.
No me pregunten si es el clima, si el tempo, si es la comida, si es la gente o si es la droja de haber estado haciendo lo que me gusta. Que, en definitivas cuentas, es vivir con intensidad. Pero aquí se vive, no diría bien, porque me resulta insulso, sino aclimatadamente. Ceuta te exige aculturación. Es decir, adaptarte al medio. Sobrevivir. Aceptar que la diversidad étnica y religiosa es un factor determinante en el día a día. Que, a pesar de todo, estamos en África. Que la frontera influye en demasiados asuntos capitalinos y que se toman decisiones desde Madrid sin contar con las preocupaciones de los indígenas caballas. Que el agua de este lado del Estrecho está fría. Que se pasa del levante al poniente en pocas horas. Futilidades o asuntos de relevancia, Ceuta te exige adaptarte a todo eso. Incluso, por encima de tus propias posibilidades.
La coronilla descubierta de los caballas sería no aceptar las exigencias del terruño, no saber apreciar el tesoro patrimonial en el que viven. No adaptarse por sobrevivir. Como si marchar fuera mejor, como si Sevilla, Málaga, Granada, Madrid o Barcelona fuesen opciones más sugerentes. Un amigo lo llama cosmopaletismo: ignorar los asuntos importantes de tu selva, endiosar cuitas supuestamente coolturetas. Ceuta, mola.
Tanto como ustedes quieran. Este artículo se escribió desde un iPhone SE, usando Word Drive, mientras tomaba el sol en La Ribera. Después, me zambullí en el agua. Me dormí la siesta durante la puesta de sol y leí los dos segundos capítulos de las ‘Meditaciones’ de Marco Aurelio. Ya me dirán si vivir aquí merece la pena o es mejor marcharse. Tapen sus coronillas, no sea que se les recaliente el cerebro.
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