Opinión

Ceuta y Melilla y la diplomacia regia

Cerca de cumplir medio siglo de dedicación a los contenciosos de la diplomacia española y con mi competencia reconocida al máximo nivel dentro y fuera de España, quiero creer que si esta Administración hubiera contado conmigo, ahora, con la reforma/desarrollo de Asuntos Exteriores, se habría creado una oficina ad hoc para el adecuado, coordinado tratamiento de tan histórico, importante, recurrente e irresuelto, que no irresoluble, tema, dado que los tres grandes están íntimamente interconexionados en una especie de madeja sin cuenda, donde al tirar del hilo de uno, surgen automática, inevitablemente los otros dos. Veo que aparece un organismo con terminología administrativa harto inhabitual, Coherencia (de la acción exterior): pues bien, qué mayor coherencia que ser coherente, ahí incluido el haber puesto la oficina, con el carácter, rango, denominación y la ubicación, Presidencia o Exteriores, que proceda. Otra vez será.

Hace poco, en el artículo La diplomacia regia, concluíamos que en las controversias territoriales hispánicas, en la actualidad, quizá ese formidable y semiclave instrumento encontrara su mayor aplicabilidad en la siempre delicada cuestión de Ceuta y Melilla. Por supuesto que la Corona ha intervenido en más de un contencioso y en distintas ocasiones, pero en aras de aquilatar las evidentes bondades de su intervención y en especial, el momento, la tesitura, la técnica de la coyuntura, sería ahora, cuando las preocupantes circunstancias que señalábamos en el citado artículo siguen acentuándose, el momento que avalara la oportunidad de su presencia en el contencioso de Ceuta y Melilla, ciudades españolas reivindicadas sin fallar Fiesta del Trono, por Hassan II, el gran dosificador de los tiempos con España, a quien nunca olvidaré en aquellos crepúsculos azules en Rabat. Quizá venga a cuento evocar que en la línea de los viajeros clásicos del XIX, que para conocer a fondo los países musulmanes se hacían pasar por árabes, soy uno de los contados europeos que acompañado por amigos marroquíes y como un distinguido sidi, mudo, ha entrado en el mausoleo de Muley Idriss, fundador de Fez, origen de Marruecos.


Su hijo y sucesor, Mohamed VI, que fue uno de los pocos dignatarios que asistieron a los funerales de Franco y a la coronación de Juan Carlos I, en representación de su padre, en plena crisis del Sáhara, y a sus doce años ya nos dio la impresión de un carácter firme, resuelto, ha cambiado en los dos últimos años la reclamación, que hace tiempo que no ejerce, por la persistente acción, en el sentido de asfixiarlas gradual y visiblemente. Eficazmente. En efecto, ”tras 13 años sin citarlas se está dedicando, discretamente, a asfixiarlas económicamente. Ya están en coma vegetativo”, concluye Ignacio Cembrero.

Acostumbro a señalar que hasta que España no desbloquee o encauce en grado suficiente, su en verdad complicado expediente de controversias territoriales (los tres grandes contenciosos, Gibraltar, el Sahara, y Ceuta y Melilla, y los tres diferendos, una especie de contenciosos menores, Perejil, las Salvajes y Olivenza) no habrá normalizado de manera satisfactoria su situación internacional. Y por ello vengo elaborando balances, quién sabe si bastante en solitario, sistemática, casi religiosamente, constatando con el debido pesar sus resultados negativos en la globalidad, no sólo por una manifiesta pasividad en algún caso tan señalado que no habrá necesidad de mencionar, sino también porque las acciones, aprovechando en buena técnica diplomática las coyunturas favorables, cierto que escasas, no todas parecen, quizá, estar regidas por el mayor acierto.

Se apunta antes la posibilidad de la diplomacia regia, instrumento excepcional y subsidiario antes que complementario, de la acción del gobierno, con el que a título casi singular cuenta y ha ejercido España, y si se la califica, para calibrar su incuestionable importancia, de factor semiclave, y no de clave, es sencillamente porque en política exterior la resolución no es propia, sino que radica por definición en el plano bilateral o plurilateral. Depende de otros. Semiclave asimismo ya que sólo procedería su aplicación a determinadas controversias.


Cuando la crisis Perejil, en julio del 2002, yo sostuve, amén del mejor, no el único pero sí el mejor derecho de España -dato que se reitera a efectos de cualquier eventual, aunque asaz improbable según va la dinámica de nuestros contenciosos, disputa jurisdiccional sobre soberanía- que en lugar de acudir a mediaciones ajenas por efectivas que fueran como resultó la norteamericana, y a pesar de la crisis –circunstancial y por ende superable- en las relaciones oficiales, se debería de haber acudido resueltamente a la instancia regia, a la diplomacia de los tronos, ya consagrada por una tradición de décadas, en la que antes participó Don Juan con Hassan II, en unas reuniones cuyo entendimiento se acentuaba por el humo cómplice de dos empedernidos fumadores.

Por su parte, Felipe VI, de quien no habrá necesidad de puntualizar que personaliza la proyección sobresaliente, atingente, de la corona en Iberoamérica, está, en el ámbito al que aquí nos limitamos de los contenciosos, en condiciones de mantener la relación entre las monarquías en términos no tan cercanos, desde luego, como Juan Carlos I con Hassan II y después con Mohamed VI, pero en este caso menos espontáneas por la diferencia de edad, sí desde luego suficientes para ejercer la diplomacia de las coronas. Aunque por alguna que otra razón, incluidas la personalidad y el carácter diferente de ambos, así como costumbres del soberano alauita, y la no frecuencia en los contactos, la nota “fraternal” que se predicaba en los tiempos del hoy emérito, no parece jugar ciertamente demasiado, el nivel resulta operativo con una interlocución más que cómoda, “pragmática”, como se la ha denominado en alguna ocasión en Marruecos.

Ya en el plano técnico, se insiste, a efectos de la asepsia del análisis, que el ámbito en los contenciosos de la diplomacia regia se circunscribe prima facie al vecino del sur. En efecto, las dos controversias con Portugal, con quien las relaciones tienen que ser, como con Iberoamérica, las mejores, deben solventarse a nivel de gobiernos, como corresponde. Incluso Olivenza, donde el título legal pertenece a España, si se quiere, podría abordarse desde el plano directo, subsumible en las relaciones de buena vecindad, mediante un referéndum que según están las cosas parece que arrojaría color español. Tampoco se nos antoja factible la aplicabilidad de la diplomacia de los reyes en nuestro contencioso más histórico. Es cierto que Alfonso XIII y Eduardo VII hablaron, a fondo, de Gibraltar cuando el monarca español fue a buscar esposa a Inglaterra. Pero eso fue en 1905. Y ochenta años después, Juan Carlos I, con su expresividad típica, enfatizaría un flanco estratégico: ”No está en el interés de España recuperar pronto Gibraltar, porque inmediatamente Marruecos reivindicaría Ceuta y Melilla”.

Son precisamente las ciudades, las que focalizarían la posibilidad de la diplomacia de los tronos. La hipostenia de la posición y el animus españoles en Ceuta y Melilla prosigue agravándose ante las medidas “para asfixiarlas”, tema recurrente aunque nunca llevado al extremo actual, acentuando su manifiesta fragilidad. No parece haber necesidad de explicitar más tan delicado y erosionante asunto, que queda, pues, ahí. No sin recordar mi modesta contribución, que con prudentes criterios de previsión, quizá aconsejables en cualquier política exterior que se precie, apunté hace treinta años, y he venido reiterando en numerosas páginas y conferencias, con el Instituto de Estudios Ceutíes editando libros míos, hasta uno en inglés, y señalando incidentalmente que el Estudio diplomático sobre Ceuta y Melilla, hoy un clásico, se publicó por primera vez en 1989. ”Si Marruecos sigue endureciendo los pasos fronterizos (como así ha sido) tendremos que mirar al norte”, termina de declarar con realismo Mohamed Mohand, PSOE, consejero de Economía y Políticas Sociales de Melilla.

Pues bien, en el Estudio diplomático hay, en el plano académico naturalmente, hasta una veintena de salidas, amén de la vía europea, claro, con particular énfasis en la potencialidad autonomista, en la modalidad de la libre asociación en el estado políticamente casi puro de Puerto Rico con Estados Unidos, o en las más peculiares pero similarmente operantes, de la “amistad protectora” de Francia con Mónaco o de Italia con San Marino, y dentro de esos regímenes, seguimos con Charles Rousseau, interesarían los aspectos económicos, es decir, las uniones aduaneras del tipo Liechtenstein Suiza o Mónaco Francia.

Hoy, un simple problema de coordinación ha evidenciado un confuso episodio respecto del papel de la Zarzuela cuya agenda, parece ocioso recordarlo, la marca Moncloa: mientras Ceuta y Melilla han participado, en pie de igualdad, en las catorce conferencias autonómicas durante la pandemia, son las únicas que van a quedar excluidas de la visita real post pandemia a todo el territorio nacional. La causa sería la misma que retrasó durante 32 años, el viaje de los entonces reyes a Ceuta y Melilla hasta el 2007: el miedo cerval a Marruecos, explica todo ello Cembrero, desde su bien probada profesionalidad. Mientras que El Faro de Ceuta se hacía eco del rumor de la visita, inscribible en la normalidad de la anormalidad pandémica, con el consiguiente impacto en las ciudades, necesitadas de tantas cosas comenzando por la presencia institucional al máximo nivel, encajable ahora, se reitera, en la dramática coyuntura de la crisis sanitaria, el gobierno no ha actuado con la debida agilidad, vistas las expectativas despertadas que demandaban, si así procedía, desmentir los rumores al instante, lo que, por lo demás, resulta totalmente inteligible: “no se ha anulado la visita porque nunca estuvo en la agenda”.

Es decir, que si bien la visita no ha estado formalmente prevista, sí se ha producido un brevísimo, pero con efectos, dada la hipersensibilidad en la zona, episodio, que nunca hubiera debido de tener lugar y que se traduce, más allá de ponderar la diligencia de la política informativa donde toda dilación en este caso parece recusable, en un asunto de técnica diplomática puesto que se trata de las especialísimas relaciones con Marruecos. Ello nos da pie para reiterar con suficiente firmeza, la conveniencia, por no decir la necesidad, de una oficina para los contenciosos, en la convicción de que la descoordinación, el equívoco, no hubiera emergido, con todo lo que eso conlleva en las relaciones más que delicadas y complejas, con el vecino del sur.

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