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Ceuta la Vieja y sus bares (y II)

Hemos llegado a la frontera entre Ceuta la Vieja con la nueva. Efectivamente , desde el 19 de junio de 1695, por primera vez en su historia, sufrimos las consecuencias de la artillería musulmana, que había adquirido y estrenaban bombas y morteros. Esto causó temor en la población, que a través de las puertas de La Aduana y la del Arrabal de Enmedio –esta última palabra la pongo junta, porque así viene en el plano Septa en el siglo XV– inició un éxodo, hacia la hasta entonces despoblada Almina, zona donde no alcanzaban las bombas enemigas.
Esto da lugar a la fracción en dos de la ciudad. La vieja, que se ubica entre los dos fosos, el navegable de San Felipe o el seco de la Almina, o lo que da igual, entre puente y puente. Esta nueva zona, ocupada por huertas y caseríos se fue poco a poco urbanizando y dando cobijo a los ceutíes o residentes más pudientes, quedando la mayoría de la zona vieja para los más humildes y como arrabal de pescadores, en especial la Brecha –hoy calle Independencia– y la playa de la Ribera. De esta manera, los ceutíes se dividen en dos grupos: los caballas residentes en la ciudad antigua y los almineros en la moderna.      
Volviendo al origen del relato, en toda la calle de la Muralla –más tarde calle Generalísimo Franco y hoy Paseo de las Palmeras– no existía ni un bar propiamente dicho. Sólo antes de llegar a la bocacalle con Teniente Gómez Marcelo, encontrábamos el local de ultramarinos conocido popularmente, como ‘casa de Paco Ros’. Esta tienda, tanto al medio día como al final de la tarde, solía servir bebidas. El ambiente era distinto a los bares anteriores, aquí se respiraba Semana Santa todos los días del año. No en balde su propietario, don Francisco Ros, era hermano mayor de la Real Cofradía del Santo Entierro, hermandad nodriza por entonces, de todos los pasos que desfilaban en Nuestra Semana de Pasión. También en la calle Teniente Gómez Marcelo, número 12, otra tienda de comestible, servía bebidas y era propiedad de don Narciso Barcenas.
Damos marcha atrás para acceder a la calle Sagasta –Queipo de Llano– pasando por la puerta del antiguo Hotel Hispano-marroquí, a la izquierda a pocos metros encontramos el bar ‘El Estrecho’, propiedad de Miguel Villalba. Muchas eran la traíñas que “partían”, entre ellas las de mi abuelo, entre sus marineros, las partes que correspondía a cada uno y muchos fueron los duros que yo recibí, cuando finalizaba la operación. Sólo tenía que esperar al reparto y al final, siempre recibía un duro.
Metros más arriba, encontrábamos la tienda-bar de don Vicente Buades Cuesta. El mostrador estaba dividido en dos, uno para bar y otro para servicio de comestible, atendido ambos por un sobrino de la esposa del propietario, llamado Andrevés Gandolfo. Don Vicente que era alicantino de Santa Pola, introdujo la forma típica de beber de su tierra, como era el “porrón”. Es una vasija de vidrio transparente que a semejanza del botijo, posee una boca ancha por donde se introduce el vino y otra más estrecha por donde sale un fino chorro. Dado sus limitaciones, el local no tenía mesas ni sillas, solo unos bancos a ambos lados de la tienda, donde los pescadores se solían sentar tras su “porronada”. Muchos barcos se abastecían  aquí del “costo” que consistía en café, azúcar o cualquier alimento que solían ingerir por la noche mientras faenaban.
Para finalizar, mis recuerdos viajan a una pequeña y desaparecida calle, tan concurrida y carismática, que siempre estará en la mente de todos aquellos que como yo, tuvimos la suerte de patear y conocer aquel ambiente. La calle Mártires. Nacía en Generalísimo Franco –hoy Paseo de las Palmeras– y finalizaba en el Puente Almina. Formaba una “L” y cada uno de los tramos medía treinta metros. El acceso estaba franqueado a la derecha por ‘El Barato’ en el edificio de la familia Parres, y a la izquierda por el bazar ‘Elias’. Por esta misma acera de la izquierda, tras pasar la mercería de Carmen Morón y frente a la farmacia Hidalgo, estaba la bodega del ‘Joroba’. Al estilo de la bodega ‘Fortes’, se caracterizaba por la especialidad de la morena en adobo. Cuando freían este anguiliforme, el olor invadía más de media calle y era difícil resistirse a tan agradable invitación. Lo que se llama “enguaar” al cliente. Este era el olor a típico barrio de pescadores, donde vencer la tentación de entrar y tomarse un tinto con la “tajá” de morena, era casi imposible. Por la misma acera y en el vértice inferior de la calle, hallábamos ‘El Resbalón’. Esta tasca propiedad de Juan Sedenño, era el templo sagrado de Rafael Cárdenas Torón. Lo curioso es que muchos le llamaban Pepe. Allí, entre copas de aguardiente, y rodeado de sus amigos, aquellos que le trataban de igual a igual y no se reían de él, fue consumiendo su vida. Aquellos que como él, ocultaban su pasado en la bebida, para vivir siempre ebrios el presente. Frasquito el Tuerto, el Tarifeño, Barbotín, etcétera. Todos viejos pescadores, que en el ocaso de sus existencias, probablemente no tuvieron la suerte que merecieron y se vieron abocados a un triste y penoso final,  donde el único consuelo era el alcohol.
En el vértice opuesto que formaba el ángulo de la calle, que daba acceso a Espíritu Santo, popularmente conocida como ‘La Tahona’ estaba un conocido bar propiedad de don José Ferreiro; ‘Las Delicias’ un extraordinario lugar de tapeo y donde se comía extraordinariamente bien.
Metros más adelante llegábamos a otro singular y famosa taberna, ‘Casa Macario’. Todos los bebedores de tinto que residían en Ceuta frecuentaban esta típica taberna, propiedad de don Macario González. Aquí se servía el vino tinto de Monóvar que al parecer era muy apreciado en la ciudad. He de destacar que la única tapa que se servía en este bar, eran cacahuetes. Este detalle te hace ver que el vino tendría que ser de buena calidad, dado que la tapa de verdad no era muy atractiva.     
Este ha sido el recorrido en el tiempo, de aquellos bares del barrio que en su día fue Ceuta la Vieja. Donde se respiraba el ambiente típico de los hombres de la mar. Donde en muchas ventanas, junto a la jaula del jilguero también colgaban nasas y salabares. Donde en cualquier pared y sujeto por un clavo, podía ver un rastrillo almejero. Donde en las puertas de algunas viviendas de aquellos patios, se veía al chache José u otro pescador, haciendo cadenetas, para el arte de cerco. O mujeres que igual remendaban red, que un pantalón. Donde se podía observar a Rafael Pérez Ramos el Boguita con su hijo Aurelio, sentado en el suelo de la puerta de su casa, desenredando aquellos palangres llenos de anzuelos, enredados por la pesca de la noche anterior en su faenar diario y que a cualquier neófito le hubiera resultado imposible. O al señor Antonio, siempre con su vieja pipa entre los dientes, viejo lobo marino que sobre sus espaldas llevaba cientos de golpes de mar, calmando su reuma, ora tomando un jarrillo de café negro con el “chorreón” de Machaco o ron, ora bebiendo pequeños sorbos de ginebra de un caneco. O donde en el interior de casi todas las viviendas, no faltaba la tina de madera o tinaja de barro, con melva “salá”.
Lo que no entiendo, ni entenderé nunca, es que teniendo este típico poblado, en el lugar que le correspondía, como es la zona más antigua de la ciudad, donde siempre estuvo el arrabal de pescadores, con todo el ambiente natural que corresponde a un poblado marinero, no se restaure y se derribe, para un par de cientos de metros más allá, construir algo que le han dado por llamar poblado marinero, pero que ni es poblado y marinero mucho menos. ¡Ojo! Que no estoy en contra de esa bella obra –me recuerda al Puerto de la Duquesa o Puerto Banús–, todo lo contrario, me encanta. Lo que no digiero, es que le llamen poblado marinero, porque no se parece ni de lejos.

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