Hace varios años publiqué otra colaboración en la que relataba cierta anécdota referida a la Reina Isabel II, quien en el curso de un despacho en el Palacio de Oriente con el General Leopoldo O’Donnell, a la sazón presidente del Gobierno, se dirigió al balcón para mirar –según ella- si ya se veía desde allí el Cuartel de Ceuta (hoy Campus Universitario), habida cuenta del dineral que estaba costando su construcción. Hoy vuelvo a aquella época, a los mismos personajes –incluyendo uno más, el primo y esposo de la Reina, Francisco de Asís– e igualmente con Ceuta formando parte de la conversación.
Es sabido que, allá por 1859, cabileños próximos a Ceuta destruyeron algunas obras de fortificación que se estaban construyendo en los límites fronterizos y vejaron el escudo de España, lo que –al no producirse la reacción de castigo que nuestra Nación exigió al Sultán de Marruecos– dio lugar a la que vino en llamarse Guerra de África, un acontecimiento que despertó la unánime reacción de entusiasmo y apoyo del pueblo español. Benito Pérez Galdós, en su episodio nacional Aita Tettauen, dice textualmente que “no había español ni española que no sintiera en su alma el ultraje y en propio rostro la bofetada que a España dio la cábila de Anyera profanando unas piedras y destruyendo garitas en el campo de Ceuta”. Piedras, aclaro, en las que estaba grabado el escudo nacional. Me pregunto si ahora se produciría una reacción como aquella.
Declarada la guerra, se organizó en la Península una expedición militar de 36.000 hombres, quienes, bajo el mando del propio General O’Donnell, al cual acompañaban los también Generales Prim, Echagüe, Ros de Olano y Zavala, así como el Almirante Díaz Herrero, fueron concentrándose en puertos peninsulares cercanos al Estrecho, para partir con destino Ceuta en noviembre del año 1859, a bordo de una impresionante flota. La llegada a nuestra ciudad de este gran contingente de tropas –en el que figuraban sendos batallones de voluntarios catalanes y vascos– es relatada por Pérez Galdós, resaltando el extraordinario y patriótico recibimiento que le tributó la población ceutí en pleno, por aquel entonces unas 10.000 personas.
Y vayamos a la anécdota. Fechas antes, O’Donnell acudió a Palacio tanto para informar a la Reina como para despedirse de ella y de su esposo (ambos en la imagen). Tras detallar distintos datos en torno a la expedición (la composición de las tropas y sus respectivos mandos, la elección de Ceuta como puerto de destino, base y Cuartel General, y los objetivos inicialmente marcados –la conquista de Tetuán y Tánger–), O’Donnell les comunicó que partía al día siguiente para nuestra ciudad. Bien conocido era el temperamento abierro y liberal de Isabel II, mientras que el Rey consorte, su timorato marido (popularmente apodado Paquito Natillas) no era precisamente un ejemplo de virilidad. El pueblo cantaba “Paquito Natillas / es de pastaflora / y mea en cuclillas / como una señora”, así como también “Isabelona tan frescachona / y Paquito tan mariquito”. En el momento en que el General y presidente del Gobierno se despedía, Isabel II, siempre tan resuelta, le dijo que si ella fuera hombre se iría con él, y Francisco de Asís se apresuró a añadir: “lo mismo te digo, O’Donnell, lo mismo te digo”. No cabe duda de que Paquito estaba ya más que salido del armario, como ahora se dice.
El primer hecho de armas de aquella guerra fue la batalla del Serrallo, seguida por la de los Castillejos y la toma de Tetuán. Tras la Batalla de Uad-Ras –todas victoriosas para las tropas españolas, aun a costa de numerosas bajas en ambos bandos– finalizaron las hostilidades, pues antes de que nuestro Ejército llegara a Tánger se firmó, junto a un acebuche u olivo silvestre que tuve ocasión de contemplar en mi juventud, la paz conocida como de Uad-Ras, a la que siguió el Tratado del mismo nombre, suscrito el 26 de abril de 1860 en Tetuán, en el cual, y entre otros extremos, se pactó la ampliación de los límites de Ceuta, con objeto de garantizar su seguridad (la distancia de un tiro de cañón de los de entonces), sin que fuesen tenidos en cuenta los avances que posteriormente pudieran producirse en cuanto al alcance de las armas.
Como se dijo por aquella época, “una paz pequeña para una victoria tan grande”.
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