Hace unos meses participé en las “Jornadas de Espiritualidad Islámica por la Paz” organizadas por la Asociación Ceutí para el Diálogo Intercultural (ACEDI). Mi ponencia versó sobre “Ceuta y la fuente del agua de la vida”. Quise acercar al público asistente a ciertas ideas que subyacen en la consagración del tiempo y el espacio en la mayor de las culturas de la antigüedad y la Edad Media. Estos principios rectores de lo sagrado fueron estudiados por mitólogos de la talla intelectual de Joseph Campbell o Mircea Eliade. Este último explicaba en su obra “El mito del eterno retorno” (2001) que las ciudades y, en especial, los templos y santuarios eran ubicados y diseñados a partir de un arquetipo celeste. M.Eliade pone varios ejemplos, dos de ellos mesopotámicos. En esta milenaria civilización, el Tigris tenía su modelo en la estrella Anunit y el Eufrates en la estrella de la Golondrina. Todavía era mucho más complejo el arquetipo cósmico utilizado en el Antiguo Egipto. El investigador Robert Bauval, en su popular obra “Código Egipto. El mensaje secreto de las estrellas” (2015), demuestra las pirámides estaban orientadas tomando como referencia constelaciones importantes como Orión.
Los lugares sagrados contaban con un arquetipo celeste. Este modelo es mostrado a determinados elegidos, como Moisés o David, a través de una revelación divina. La instauración del santuario o templo era el primer paso de un acto de creación sagrado inspirado y guiado por los dioses. Este hecho suponía, en opinión de M.Eliade, la repetición de un acto primordial: “la transformación del caos en Cosmos por el acto divino de la creación”. El caos era asimilado a la naturaleza y simbolizado por una figura animal de aspecto femenino, como la diosa Inanna. En la mitología sumeria, Inanna es vencida por el dios Marduk. Al caer derrotada su cuerpo en partido en dos: de la parte surgirá el cielo; y de la inferior, la tierra. Y así también de sus lágrimas nacieron los ríos Tigris y Eufrates. Este mismo esquema lo podemos encontrar en multitud de mitos cosmogénicos a lo largo y ancho del planeta y de la historia.
El acto divino de la Creación es traspuesto al espacio geográfico mediante ciertos rituales que transforma el caos previo en cosmos ordenado. En palabras de M.Eliade, “por efecto del ritual, se le confiere una “forma” que lo convierte en real, que viene a ser lo mismo que convertir el punto designado en un centro sagrado”. El símbolo del centro adquiere distintas fórmulas, como la montaña sagrada, el templo o palacio. En su obra “Lo sagrado y lo profano”, Mircea Eliade llama la atención sobre el hecho de que “la revelación del espacio sagrado, tiene un valor existencial para el hombre religioso: nada puede comenzar, hacerse, sin una orientación previa, y toda orientación implica la adquisición de un punto fijo. Por esta razón el hombre religioso se ha esforzado por establecerse en el “centro del mundo”. Mediante una hierofanía, es decir, un signo de la presencia de lo sagrado, se señala el espacio que pasará a ser merecedor del título de “centro del mundo”. La piedra sobre la que reposó su cabeza Jacob y soñó con una escalera por la que subían y bajaban los ángeles, marcaba “la Casa de Dios”. En el caso del templo de la Kaaba, una nube señaló al árcangel Gabriel y Adán el lugar en el que depositar la piedra sagrada y el lugar donde debía erigirse un santuario a la suprema divinidad.
En el centro designado por la hierofanía se reúnen, mediante un Axis Mundi, los tres planos de la existencia: el inframundo, la tierra y el cielo. A partir de este eje suben y bajan las almas de la tierra y al cielo, y del cielo a la tierra. Se trata de un arquetipo que aparece representado a través de diversos símbolos e imágenes, siendo los más conocidos los de la planta, el recipiente, la piedra y el fruto. Todos estos elementos simbolizan las propiedades del centro del mundo, como el otorgar la inmortalidad o la sabiduría a aquellos que llegan hasta el “centro”. Éste es el punto a partir del que se dibujaba un círculo. Lo que quedaba dentro del círculo formaba parte del cosmos ordenado, mientras que fuera de él imperaba el caos, lo tenebroso y la muerte. Todo giraba tomando como referencia el centro del mundo. La vida y la muerte, el día y la noche, la luz y la oscuridad, todo se movía dibujando un círculo. Considerando esta visión de la realidad, la muerte era seguida por una renovación de la vida en un ciclo sin principio ni fin. Esto era lo que representaba el círculo o anillo sagrado simbolizado en el uróboros.
Siguiendo esta lógica circular allí donde la muerte era más apreciable, es decir en el confín del mundo conocido, la vida rebrotaba con más fuerza. Este lugar era el extremo de Occidente, el punto en el que el sol moría todas las tardes para iniciar un camino a través del inframundo para volver a emerger por Oriente a la mañana siguiente. Por este motivo, muchos mitos de la antigüedad y la Edad Media coinciden en ubicar en el Estrecho de Gibraltar y en Ceuta símbolos relacionados con la inmortalidad y el centro del mundo, como el árbol de las manzanas doradas del Jardín de las Hespérides, la planta de Gilgamesh o la fuente del agua de la vida, custodiada por el célebre Al Khidr.
Buena parte del poder del centro procede de la unión cósmica de dos principios a priori antagónicos, como el elemento masculino y el femenino. Cuando se produce la hierogamia o matrimonio sagrado entre ambos, el mundo se regenera y la vida adquiere una energía inusitada capaz de otorgar la inmortalidad a quienes logran acercarse a su fuente. Esta conjunción de opuestos ha sido mitificada en multitud de tradiciones, entre ellas la islámica. En la Sura central del Corán, conocida como “La Caverna”, se alude a un lugar situado en “la confluencia de dos mares” a la que se dirigen Moisés y su ayudante para conocer a un personaje de gran sabiduría, cuyo nombre no aparece mencionado, pero que por otras referencias se identifica con el misterioso al-Khidr. Ayudado por un pez que recobra de manera milagrosa la vida, Moisés da con al-Khidr en “la confluencia de los dos mares”. El hombre verde pone a prueba la paciencia de Moisés con una serie de acciones descabelladas de tales dimensiones que, finalmente, llevan a Moisés a no superar el examen y, por tanto, se queda sin tener acceso a la sabiduría de al-Khidr.
La “confluencia de dos mares” es un lugar simbólico, en el que se encuentran los planos de la existencia terrenal y celestial. No obstante, muchos autores árabes han identificado este sitio mítico con el Estrecho de Gibraltar, en el que, efectivamente, se mezclan las aguas frías del Atlántico y las cálidas del Mediterráneo. Entre estos autores cabe citar a al-Garnati (s.XII), quien, en su obra “Elogio de algunas maravillas del Magrib” afirma que “donde termina al Andalus está la confluencia de los dos mares que es nombrada en el Corán”.
Al-Khidr, además de poseer una enorme sabiduría, era el custodio de la fuente del agua de la vida (Ma al-Hayat). Un autor del siglo X, Muhummad B. Yusuf al-Warrak, describió un itinerario marítimo en el que sitúa la fuente del agua de la vida en la bahía norte de Ceuta. A partir de la descripción de al-Warrak, el prof. Ahmed Siraj ubica Ma al-Hayat en las inmediaciones de Punta Bermeja. En este lugar existe una manantial, hoy conocido como fuente de la Victoria, a la que todavía acuden algunas personas a coger una agua a la que se atribuyen propiedades curativas.
La situación de la fuente de la vida coincide con el extremo de un eje marcado por este punto y Punta Blanca que define uno de los ejes principales de la geomorfología de Ceuta. El otro eje importante es el marcado por la orientación de la Almina y el Monte Hacho. En el lugar donde se encuentran ambos ejes se situaría el centro de Ceuta. No es casual que justo en este lugar se localizara un santuario que tiene todas las características de un centro del mundo. Durante una excavación arqueológica que tuve la suerte de dirigir el año 2015 en un solar de la Calle Galea, cercano a los baños árabes de la Plaza de la Paz, documentamos una gruta sagrada constituida por dos cámaras excavadas en el subsuelo. La inferior, de planta elíptica, en su eje mayor seguía la orientación del aludido eje marcado por la Almina y el Monte Hacho. Justo en su centro apareció un orificio en el que se depositaron huesos de ovicapridos carbonizados y otros objetos relacionados con un acto ritual. Este depósito fue cubierto, a su vez, por un segundo en el que se situaron huesos de la parte superior de ovicapridos de corta edad. Finalmente, sobre este montículo pusieron, boca abajo, un exvoto de plomo con la representación de una divinidad femenina.
El exvoto de plomo representa a la Gran Diosa desnuda, con los brazos alzados en posición oferente, los pechos descubiertos y las piernas arqueadas dando a luz a una flor. La riqueza iconográfica de esta pieza es extraordinaria. Todo apunta a que estamos ante un potente símbolo de la fertilidad. En este mismo yacimiento arqueológico de la calle Galea encontramos un betilo hermafrodita de tipo uróborico esculpido en un bloque de peridotitas del Sarchal. Se trata de una representación simbólica de la con anterioridad aludida conjunción de opuestos entre el principio masculino y femenino. La forma triangular de la parte inferior del betilo simboliza lo femenino, mientras que la forma de glande de la parte superior es un símbolo inequívoco de su dimensión masculina. En uno de los laterales aparece representado un puño cerrado que interpretamos como un signo de poder. Volvemos a encontrar en esta pieza un símbolo de la confluencia de los dos mares.
La propia gruta sagrada, el orificio central de su cámara central, el sacrificio de consagración y el betilo son, en su conjunto, señales que marcan la ubicación del mítico centro del mundo. A partir de este centro se extiende hacia los cuatro puntos cardinales un círculo sagrado. Como señaló Mircea Eliade (1981: 29), “la ciudad se constituye a partir de una encrucijada”. Este centro sirve como referencia para proyectar los cuatros horizontes en las cuatro direcciones cardinales.
Yo he tenido la suerte de encontrar el centro de mundo en mi lugar de nacimiento. Intuí su existencia antes de encontrarlo. En aquel instante, me propuse revitalizar este centro y reivindicar el carácter de Ceuta como ciudad sagrada. Se trata de un propósito muy ambicioso que requiere la implicación de todos los buscadores de la espiritualidad y a todos aquellos que puedan ayudarnos a diseñar y expresar el nuevo mito de la vida.
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