Categorías: Opinión

Ceuta Británica - CAPITULO 4 El hotel Hacho

RESUMEN DE LO PUBLICADO:  Adolfo Estrada, periodista del diario El Globo viaja de Madrid a Málaga en el AVE para dirigirse posteriormente a Ceuta. Conoce en el vagón a un inglés llamado Stephen Sullivan (Steve) que también tiene el mismo destino porque es profesor en la Universidad Winston Churchill de la ciudad africana. Durante la conversación Steve recuerda al español que el Dictador Primo de Rivera cambio Ceuta por Gibraltar, lo que fue efectivo en 1930. Adolfo está sorprendido por esos datos y porque el tren llega a Algeciras en vez de a Málaga. Durante el viaje se informa a fondo de las condiciones de vida en Ceuta. Llegan a la magnífica Estación algecireña, suben a un moderno buque y, al llegar, el periodista se dirige al Hotel El Hacho en un microbús de éste establecimiento.  
El trayecto duró unos quince minutos y el vehículo ascendió por una carretera empinada y llena de curvas que bordeaba el mar. Al otro lado de la gran bahía se dibujaban montes y casas a lo lejos. Preguntó y le respondieron que aquello era Marruecos. Llegaron al hotel que estaba decorado con un estilo que le pareció medieval y, enseguida, un mozo retiró la maleta y se la entregó en la habitación, después que se hubo registrado. Adolfo le dio al chico cinco euros de propina y se tendió en la cama suspirando después de retirar una pesada colcha. Ya le había explicado Steve que podía pagar en euros o libras indistintamente y, por lo visto, en los escaparates figuraban los precios en ambas monedas y en dírhams, con una conversión muy razonable.
A las seis de la tarde ya había comido algo del room service y, una vez desecho el equipaje, tuvo  tiempo de llamar al fotógrafo que se había instalado en un enorme hotel del centro dedicado a congresos y convenciones e incluso con casino, que se llamaba The Revellín Apple. Parece que habían construido un enorme edificio en el centro pensando sobre todo en la rentabilidad que podía aportar a la ciudad y, desde luego, los congresos y el juego integrados en un hotel, parecía la combinación perfecta. Incluso pudo telefonear al periódico y a Raquel, su pareja, que trabajaba en el aeropuerto de Madrid y estaba intranquila por lo que ella llamaba el viaje a África. Después se vistió de manera informal: su camisa favorita de Sir Bonser, unos pantalones cómodos y un jersey muy ligero sobre los hombros.
Pasadas las siete y media, bajó al bar y sirvieron un café mientras esperaba a su nuevo amigo. Le pusieron una taza blanca con el anagrama del hotel en  color azul, la pequeña chocolatina, un azucarero con lechera de plata y varios tipos de azúcar o edulcorante. Se sirvió despacio y comenzó a mover el café distraídamente mientras pensaba en la suerte que había tenido al encontrar a Steve. Su trabajo se estaba simplificando porque había dado con una persona informada y dispuesta a colaborar.
Notó otro golpecito sobre el hombro y allí estaba Steve que prefirió no tomar nada a fin de llegar con tiempo a la cita que había preparado, por lo que vino con su coche. Era un Jaguar clásico azul oscuro que enseguida tomó la carretera contraria a la que subieron para así ir descendiendo de aquel monte. Pasaron por lujosos chalets presididos por un bonito faro y bajaron unos metros más. El vehículo se abrió para tomar el camino a la derecha y abordaron una senda estrecha que contaba con  semáforo para impedir que dos vehículos se encontraran en la angosta carretera.
El trayecto terminó enseguida y el coche quedó aparcado en una estrecha zona habilitada. Adolfo se encontró ante un edificio sólido con aspecto de fábrica antigua, pero bien conservado. Miró a su derecha y vio la montaña escarpada con el faro encima que todavía estaba sin luz y unas murallas restauradas a pocos metros. Dio unos pasos hacia la izquierda y se encontró con el mar allá abajo. Estaba sorprendido. El llano terminaba junto al edificio. El terreno descendía de forma abrupta hacia el agua que se estrellaba contra las rocas, mientras que docenas de gaviotas graznaban, volaban y se sumergían. Era un paisaje natural, a la vez salvaje y de gran belleza. Steve explicó brevemente que se trataba de una antigua instalación que emitía señales acústicas para los barcos cuando había mala visibilidad en el Estrecho. Después le cogió del brazo, llevándolo hacia el edificio, mientras Adolfo no volvía la cabeza del espectáculo de mar y rocas que acababa de contemplar.
La construcción disponía de una gruesa puerta con cristales emplomados de colores y, a la derecha, una placa de latón tenía grabado el nombre de aquel establecimiento que aparecía descrito como The Sirena Pub and Restaurant y debajo cuatro tenedores junto al lema Probably the best restaurant of North África. Adolfo que consideró excesivo el título que se otorgaba a sí mismo el local, comprendió que estaba en un sitio muy especial y enseguida temió no ir vestido adecuadamente. Observó a Steve y vio que éste llevaba una chaqueta azul marino cruzada, camisa beige de seda sin corbata y unos pantalones del mismo color. Se sintió molesto por el fallo, pero no tuvo tiempo de reaccionar porque le abrieron la puerta y penetró en el interior.
Pasada la zona de recepción, pudo entrar en una sala decorada como un auténtico pub inglés de los que había visitado con frecuencia en sus viajes. Al fondo no existían ventanas, sino amplios huecos con cristal que permitían ver el mar perderse en el horizonte y los pájaros volar inquietos, iluminados por potentes focos desde la fachada exterior. Se acercaron a una mesa baja rodeada de sillones de piel y varias personas que estaban de tertulia, se pusieron en pie para recibir a los recién llegados.
Steve fue presentando uno por uno a sus amigos diciendo nombres e incluso su ocupación, quizás pensando que el periodista podría ir pensando las preguntas que deseaba hacer. Adolfo puso en marcha su método de procesar mentalmente cómo era cada uno, para después recordarlos. El de la derecha, el más alto, Roger, era comandante del Royal Ceuta Regiment de guarnición en la ciudad; a continuación la rubia  exuberante, Helen, arquitecto y funcionaria del gobierno de Ceuta; el gordito con gafas abogado Luís Requero y la morena, médico del hospital público y su nombre era Aîcha.
Cuando todos estuvieron acomodados, un camarero con llamativo uniforme más propio por sus entorchados de un conserje de hotel decimonónico, puso unas pintas de cervezas a todos sin preguntar y en el centro un recipiente con algunos frutos secos. Adolfo que acababa de tomar café consideró inapropiada la cerveza en ese momento, pero no se atrevió a  discutir las costumbres locales. En Madrid no habría tomado un café con chocolatina pasadas las siete y una cerveza veinte minutos después.
Steve explicó que era una tertulia habitual con sus amigos  en ese día de la semana -todos solteros o divorciados, dijo riéndose- y contó a continuación que Adolfo estaba en Ceuta para hacer un largo reportaje de la ciudad para el periódico El Globo de Madrid. En su honor, hablarían en español. Resulta que todos eran lectores más o menos asiduos del diario y comenzaron a criticar, uno su línea editorial, otro la, a su juicio, clara tendencia política de derechas, un tercero cierto tic sensacionalista que, en opinión general, le perjudicaba y, para sorpresa del español, Aîcha lo definió como  machista.
El periodista se sentía abrumado porque no esperaba un conocimiento tan amplio del medio en el que trabajaba y, sobre todo, las opiniones, algunas tan certeras, que se estaban poniendo sobre la mesa. Pidió permiso para tomar notas mientras hablaban y, al no haber inconveniente, sacó su pluma y el bloc para no perderse detalle. Comenzó a preguntar cosas y las respuestas que recibía eran tan francas y profundas como las opiniones sobre El Globo, así es que el español no paraba de consignar datos sobre el papel rayado.
Trajeron más pintas de cerveza y Adolfo seguía sin atreverse a pedir otra cosa para no desentonar, ni nadie le preguntó siquiera. A las ocho y media, cuando anochecía, decidieron  pasar al comedor y subieron a la planta de arriba, donde les esperaba una mesa perfectamente puesta. El restaurante hacía honor a su categoría porque todas estaban vestidas con manteles de hilo azul marino con servilletas y los platos en color blanco. Notó que los cubiertos eran de plata al igual que una jarra en la que vertieron, en presencia de los comensales, una botella de agua  Evian. Dio la vuelta distraídamente a un plato y figuraba su procedencia de Limoges.
Adolfo miró a su alrededor para ver la vestimenta de los clientes. Todos iban con chaqueta, había algún uniforme, una mesa con hombres de smoking y señoras muy elegantes mirando de reojo. Le extrañó no identificar ningún turista. Por fin descubrió, junto a la ventana, varios chicos y chicas que estaban en mangas de camisa o con jerseys informales. Esto le tranquilizó y pasó a sentarse entre Aîcha y Helen, pues le habían reservado ese sitio. Otra vez sin preguntar, le pusieron delante un Martini rojo con hielo triturado, un trocito de  limón y servido con angostura en una copa triangular. Esto al menos le agradó. Parecía que la elección de las bebidas era como un ritual. Puso el bloc de notas a su lado con la   pluma y tomó la carta que le ofreció el maître, un tipo algo estirado y de etiqueta, que le pareció andaluz por la fisonomía, dato que confirmó al oírle hablar.
Continuará el proximo domingo

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