Tal día como hoy, un 20 de mayo de 1918, hace pues cien años, se inauguraba con toda solemnidad la línea férrea Ceuta – Tetuán. Un sufrido ferrocarril de pocos medios, pero plagado de sueños y proyectos fallidos hasta el final de su existencia.
¿Se imagina el lector al tren ‘Talgo’ por nuestra línea, en ruta muchísimo más allá de Tetuán? Pues quien si que lo veía, real y próximo, era Alejandro Goicoechea, el padre del Tren Articulado Ligero Goicoechea Oriol, la revolución ferroviaria nacida a principio de la década de los cuarenta, tal y como después ha venido a suceder con el AVE. Veamos.
El 1º de noviembre de 1950, nuestro diario, en página destacada de local, titulaba: “Un gran proyecto”, “Goicoechea habla”, “30 minutos se tardará en el trayecto Tetuán – Ceuta”; “El inventor del Talgo, optimista”; “Se dispondrá de toda clase de recursos”.
Luego, en el cuerpo de la entrevista, Goicoechea aseguraba a Ramón Pouso, el periodista que lo entrevistó en Tetuán, la culminación de un gran proyecto con el que se garantizaría la llegada de este transporte ferroviario, que posibilitaría más tarde conectar a Ceuta con las modernas líneas del continente africano.
Destacaba que el trayecto hasta Tetuán se cubriría en treinta minutos, con servicios cada hora y tarifas más económicas.
“Ceuta pasará a ser una ciudad de gran tránsito y de todas las grandes arterias ferroviarias africanas, tales como las del litoral Atlántico y la central transahariana, así como las del Mediterráneo”.
“Tengo fe en que tendremos abundantes recursos”, aseguraba Goicoechea, quien decía contar con el apoyo de la Alta Comisaría y muy especialmente de su titular, el teniente general Enrique Varela.
El periodista de ‘El Faro’ cerraba su entrevista destacando la importancia que tendría para nuestra ciudad ser cabeza de esa línea, poniendo en relieve las palabras de Goicoechea “al decir que Ceuta y Marruecos alcanzarán en su régimen ferroviario un grado de esplendor desconocido y que difícilmente podrá alcanzar otro sector”. ¿Ilusionante, verdad? Quién lo diría, especialmente por entonces cuando, tan sólo ocho años después, se clausuraba la línea.
Desaparecido nuestro ferrocarril y visto el nulo interés de Marruecos por recuperarlo, jamás se vislumbró la mínima posibilidad de disponer nuevamente de un medio tan rápido, seguro y necesario en la zona.
Máxime con el tránsito habitual de miles y miles de personas que se mueven por ella, no digamos en la temporada estival con las extraordinarias infraestructuras turísticas que pueblan toda la costa vecina.
Pero hete aquí que, como un alma en pena, el olvidado y maltratado ferrocarril se nos aparecía como un espectro en septiembre de 1996, con la información que en nuestro diario firmaba Luís Manuel Aznar, quién titulaba: “Proyecto para unir Ceuta y ciudades marroquíes con trenes elevados monoviga”. Sorprendente, ¿verdad?
“El colectivo de estudios ‘Escuela de Victoria’ [decía la noticia], tiene la intención de constituir una sociedad mercantil denominada Fanifasa dedicada a la fabricación e instalación de vehículos de transporte de viajeros en conducción guiada, trenes elevados utilizando la tecnología de la escuela de Julio Pinto Sila sobre eurotrenes sobre viga.
Se piensa establecer la línea Tetuán, Ceuta, Tánger, Rabat y Casablanca como primera instalación. Por esta razón, el próximo dos de octubre, tienen previsto los miembros de la Escuela de Vitoria, la presentación del mencionado proyecto en Rabat, a través del fundador y portavoz de la mencionada escuela, Manuel Maysounave” (…) Ni que decir tiene que de aquello nada más se supo. Demasiado hermoso para convertirse en realidad. Y ahí se quedó, como un proyecto más.
Quizá el último, pues poco o nada podemos esperar del vecino país, cada vez menos receptivo con nuestra ciudad, no digamos ya para la implantación de una aduana comercial sino simplemente con el problema de la frontera.
Y en el hipotético caso que algún día se nos aproximara un tren, seguro que este jamás entraría en Ceuta. El ferrocarril, como el propio Protectorado que lo sustentó, definitivamente pasó a la historia hace sesenta años.
La línea Ceuta – Tetuán tenía un trazado total de 41 km. desde el puerto hasta la capital tetuaní, oscilando la duración del viaje, antes de la llegada de los modernos automotores, entre 96 minutos y los 112 del tren correo.
Atravesaba seis túneles, uno de ellos recientemente derribado, el de Arcos Quebrados, seis viaductos de hormigón armado, desaparecidos ya la mayoría, y ocho estaciones cuyos puntos kilométricos se señalan: Ceuta (0,5), Miramar (2,9), Castillejos (8), Dar Riffien (11,1); Negro (13,8); Rincón (24,9), Malalién (38,1) y Tetuán (41,0) Todas permanecen en pie, a excepción de la de Rincón, derribada hace veinticinco años por necesidades urbanísticas y en cuyo paraje se levantó posteriormente un hospital.
La de Miramar, restaurada en su día por la familia Rodríguez León, alojó durante muchos años al restaurante ‘Los Pulpos’.
La de Castillejos, elegantemente restaurada, se incorporó al nuevo trazado urbanístico de la localidad en su magnífico paseo marítimo.
Riffien, la más pequeña y sencilla, se levantó frente al acuartelamiento de Meneisla que albergó a La Legión. La del Negro llamó siempre la atención por los nidos de cigüeñas de sus alminares, mientras que la de Malalién, convertida hace muchísimos años en un popular restaurante, ‘La Lámpara de Aladino’, perdió por completo, desde entonces, el corte arquitectónico primitivo que homogeneizaba a todas las de la línea.
“Cuando arrancaba el convoy desde Tetuán aparecía a la izquierda la masa blanca de los barrios judío y musulmán.
En un primer plano quedaban numerosos cafetines, con sus vasos humeantes de té con hierbabuena, mientras que en el lado derecho se erguían las últimas estribaciones de la cadena del Rif con bellos rincones donde florecían el naranjo y el limonero. (…) La marcha sosegada de los coches (dos horas de recorrido hasta Ceuta) permitía ver junto al mar la silueta de Río Martín.
En un recorrido aparecía la Puerta de la Reina (llamada así en homenaje a Isabel II) y después el Aeródromo de Sania Ramel y el poblado de Malalién. No muy lejos había acontecido la batalla de Tetuán, el 4 de febrero de 1860. (…)
Se transitaba entonces por un largo túnel y la marcha del ferrocarril seguía indolente, cada vez más cerca del mar, una costa que, como la valenciana, jamás ofrece el mismo aspecto, pues depende de la dirección del viento. (...)
En Rincón del M’diq, poblado de unos mil habitantes, el tren se detenía largo rato para el tráfico mercantil de una multitud heterogénea, en la que predominaban los indígenas de Yebala con sus pardas chilabas.
Eran aquellos hombres herederos de los jinetes bereberes que habían detenido durante meses a nuestros soldados que se dirigían a Tetuán.
Ya no existía aquel talante guerrero y sólo eran pescadores, agricultores o pequeños comerciantes que en los vagones de carga amontonaban sus cajas de frutas y hortalizas, además de las ricas capturas de aquel litoral tan prolífico en las más variadas especies.
La locomotora y su chirriante séquito seguían su ruta entre matorrales y erectas palmeras, siempre bajo el yodado perfume del mar. Se atravesaban puentes sobre aguas cenagosas y abundaban los apeaderos para que los viajeros pudieran subir y bajar.
A pocos kilómetros de Ceuta parábamos en Dar Riffien, cuna de la Legión extranjera. Eran frecuentes los militares y sus familias que se dirigían a Ceuta. (…)
En las cercanías de la frontera con la Plaza de Soberanía se elevaba el pequeño pueblo de Castillejos, así llamado por las tropas expedicionarias españolas a causa de las torres de pequeña alzada, o castilletes, que aparecían a lo largo de su valle. (…) El tren llegaba pocos minutos después al puerto de Ceuta, donde siempre esperaba un pequeño vapor, La blanca paloma, que con los años sería sustituido por modernos trasbordadores”.
“A veces, la negra máquina, tan gigantesca para mi estatura, me infundía un cierto pavor con sus resoplidos si me acercaba a ella, como si temiese que fuera a estallar su caldera en aquellos instantes, Pero cuando corría por los llanos, con su fila de vagones detrás y lanzando sus poderosos bufidos, me parecía un querido monstruo devorador de distancias.
Durante el viaje yo iba casi todo el tiempo con la cara pegada al cristal de la ventanilla, atento siempre al asombro y la sorpresa de cuanto veía
Observaba como me huía todo hacia atrás: el amplio paisaje por el mar o las montañas al fondo, los árboles cercanos, los rebaños que pastaban en los herbazales, los niños campesinos que nos veían pasar y nos saludaban con la mano, los postes del telégrafo, muy próximos a las vías y cuyos hilos paralelos parecían subir y bajar ante mis ojos atónitos. Con el continuo y rítmico traqueteo de las ruedas murmuraba canciones que iba yo ajustando a su compás o que me inventaba.
Pero lo que más me divertía era atravesar túneles, aquellos minutos de estruendo y misterio hasta desembocar en la claridad y la sorpresa de un nuevo panorama… Otros trenes y otros viajes disfruté después.
Pero nunca más con aquel mismo alborozo, con aquel inocente asombro y aquella ansiedad aventurera. Poco o nada queda ya de aquel mi primer tren que corría entre Ceuta y Tetuán. (…) Aquellas imágenes y sensaciones permanecen en mi memoria como huellas de algo amado que se me fue quedando muy atrás con el correr de mi vida, ese otro tren que nos lleva en un incierto viaje sin retorno.”
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