Opinión

Cebollas dulces

Perdona que no te mencione. Un nombre sonoro resuena a veces en los agujeros de mi olvido, pero no es tu nombre, es el de ella.

Tu cuerpo pesado, cubierto siempre con una especie de trapo que atas a tu cintura, entra y sale de la habitación. Tiene manchas de colores, parecen flores pero no estoy muy seguro de eso, y hueles a comida. Pareces tan ocupada que me cuesta seguirte los pasos. Me has preguntado qué hago y te has puesto contenta al verme coger un cuaderno. Luego me has ayudado a elegir el lápiz. No lo encontraba. Te estoy escribiendo esta carta apurando la poca memoria que me queda. Tengo miedo de olvidar el trazo de las letras y quedarme sin manera de decirte lo que hoy quiero decirte. Voy a tachar esa frase, porque, sin querer he repetido una palabra. Has vuelto a entrar y me estás acariciando el pelo. Hueles a cebollas dulces. Antes te oí decir que ibas a preparar una gallina estofada porque es tu cumpleaños, que vendrían los hijos y los nietos. Yo no los conozco, pero te acompañaré a recibirlos porque son tus hijos y veo la luz en tu cara cada vez que los mencionas. Me enseñas sus fotos. Fotos en blanco y negro que no alcanzo a ver muy bien. Dos niños, uno más rubio que el otro y más alto, vestidos de disfraces y soplando velas, y fotos a color de dos muchachitos en una casa que se parece a esta en la que vivimos tú y yo.

No sé cuánto tiempo hace que nos conocemos pero tu cuerpo parece cómodo con el mío. Te gusta enredar tus piernas en las mías cuando estamos acostados. No me gusta demasiado pero dejo que lo hagas porque siento que el cuerpo se te calienta. Algunas veces recuerdo que conocí a una mujer que hacía lo mismo que tú. Era joven y hermosa, se llamaba Valeria y dormía desnuda conmigo. No te hablo de ella porque no te conozco demasiado y podrías pensar que no soy un hombre amable. No tienes que preocuparte. Ella viene y va de mi cabeza. Debí de conocerla hace mucho tiempo porque de ella solo recuerdo su nombre y tú estás aquí conmigo, sin nombre ni recuerdo, pero con las piernas enredadas a las mías.

"Te escribo esta carta porque quiero darte las gracias. No te conozco, pero me gusta cuando me rozas el pelo y me sacas a pasear y cuando colocas mi sillón justo en el rayo de sol que entra por el balcón de la sala mientras tú estás en la cocina"

Te escribo esta carta porque quiero darte las gracias. No te conozco, pero me gusta cuando me rozas el pelo y me sacas a pasear y cuando colocas mi sillón justo en el rayo de sol que entra por el balcón de la sala mientras tú estás en la cocina. Sé que me observas. A veces te veo en la puerta frotándote las manos en ese paño que te cuelga en el cuerpo y me sonríes y luego te marchas de nuevo a donde huele a comida. Estoy bien, no te preocupes te digo, pero tú no me oyes. Sonríes unas veces, pero otras te noto enojada. No sé qué te sucede, me gustaría preguntarte pero me da miedo molestarte aun más. Tendrás un mal día, me digo y sigo al sol mirando el cristal que has limpiado esta mañana para que pudiera ver mejor a los vecinos. No sé quiénes son esas personas, pero tú insistes y por eso sigo al sol mirando el cristal y a veces levanto la mano y veo cómo tú te alegras y vuelvo a levantar la mano.

Se me ha caído el lápiz y me lo has recogido del suelo. He escuchado tus huesos crujir cuando te has levantado, y un quejido en tu boca. Yo quería hacerlo pero, por algún extraño motivo el cuerpo no me ha obedecido. Gracias. Has cogido el cuaderno en el que escribo y lo has soltado enseguida, como si no hubieras visto nada en él. Mejor, no quiero que leas todavía lo que estoy escribiendo.

No sé cuántos años has cumplido. Debes de ser mayor. Ya no tienes cintura y te cuelgan los pechos, aunque todavía eres bonita. Tienes el botón de la bata abierta y te estoy viendo el sostén. Es de color carne y de algodón. He recordado el pecho de Valeria, grande y vigoroso. Valeria era una mujer bellísima, pero no sé qué será de ella. A ella no le gustaba ese color. Le gustaba usar ropa interior negra y blanca y de colores. La echo de menos. Echo de menos hablar con ella, sus carcajadas, su animada verborrea con la que contagiaba a los demás y su alegría. Recuerdo que la gente la miraba al pasar cuando yo la llevaba agarrada del brazo por la calle, tan guapa. Recuerdo también a dos muchachitos que se arremolinaban entre nosotros siempre gritando e inventando juegos. Si la siguiente matrícula termina en cinco ganas tú. No sé qué habrá sido de ellos. Uno era más rubio que el otro, sí.

Ha sonado un timbre y te escucho dar un grito. Hay más voces. Suenan alegres. Debo darme prisa en terminar mi carta. Quiero decirte que me gustaría saber tu nombre porque te compraría un hermoso ramo de flores y te lo dejaría sobre tu cama. Eso te gustaría y yo te vería sonreír, y seguramente hasta te abrazarías a mí y me besarías. No como haces ahora, sino como se besan los amantes, con la boca y la lengua, como Valeria y yo nos besábamos. Eres muy buena conmigo y paciente y cocinas muy bien y cuando me bañas y me desnudas parece que conocieras mi cuerpo de memoria. Antes me daba pudor, pero ya no. Me gustan tus manos y el jabón que usas para limpiarme.

Han llegado, están aquí y me besan todos. Los niños están contentos. Hay dos hombres jóvenes y dos mujeres. Son guapas, casi tan guapas como Valeria. Uno de ellos es más rubio que el otro. Ha cogido mi cuaderno pero no he podido terminar la carta que quiero entregarte antes de que acabe el día. Me has dicho una docena de veces que es tu cumpleaños y eso debe de ser importante. No sé tu nombre, pero quiero escribirte antes de que olvide dibujar las letras. Esas cosas pasan.

“El abuelo ha escrito Valeria” ha gritado uno de los niños. Tú has cogido el cuaderno y has empezado a llorar, y uno de los jóvenes, el más rubio, me ha dado un abrazo y el otro ha ido a abrir una botella de vino para brindar por ti y por mí. Y has venido al rayo de sol donde está mi butaca y me has besado en la boca, como hacen los amantes, como hacía yo con Valeria y me ha gustado tanto, tanto.

Hemos brindado y has arrancado el trozo de papel del cuaderno. Lo has doblado y te lo has guardado en el pecho, debajo del sostén de algodón color carne. Pero no sé por qué has hecho eso. Has roto mi carta y ahí está todo lo que he escrito, ¿acaso no lo ves?

Ya se han marchado esas personas. Se ha ido el sol. Te has quitado ese trapo que te atas al cuerpo y te has sentado a llorar. No recuerdo tu nombre pero hueles a cebollas dulces y te quiero.

Dedicado a todos los que siguen amando a pesar de la vejez, la enfermedad o el olvido.

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