No suelo escribir en “El Dardo de los Jueves” sobre asuntos de ámbito nacional. Siempre he pensado que sobre estas cuestiones hay infinidad de artículos y opiniones mucho más valiosas que las mías y que poco (o nada) podría aportar. Sin embargo, en estos momentos, parece (casi) obligado hablar de Catalunya (es como si uno no estuviera en el mundo). Haré una excepción.
Antes de entrar a analizar el denominado “conflicto catalán”, me gustaría hacer una reflexión previa. El amplio, profundo y tenso debate que se está produciendo en todo el país, incurre a mi juicio, en un primer error de partida. Se utiliza el término “nación” sin que exista una imprescindible coincidencia inicial sobre su significado (cada cual lo interpreta a su modo y manera) para mantener la racionalidad inherente a un debate serio. Además, en la mayoría de los casos, se argumenta en coordenadas políticas muy desfasadas (de hace medio siglo). En la era de la globalización y de la construcción (zigzagueante pero imparable) de grandes espacios políticos supranacionales (como la Unión Europea), el concepto “nación” se ha sido remodelando por la fuerza de los hechos. Fijémonos en España. Carecemos de moneda propia, las decisiones en matera económica las toman instancias desconocidas, la política de defensa se fragua en la OTAN, la legislación ordinaria (en su inmensa mayoría) está condicionada por instituciones lejanas, una empresa “extrajera” (de la UE) puede optar a los contratos del sector público, y cualquier ciudadano europeo puede participar en unas oposiciones al Ayuntamiento de Ceuta (por ejemplo). Nada de esto es malo. Todo lo contrario. Es el fruto de una decisión colectiva consciente y voluntaria. Pero el hecho cierto es que la idea de “soberanía nacional” ha dejando de corresponderse con su significado original. El concepto actual de “nación” se sustenta más en valores de tipo cultural y sentimental que en aquellos relacionados con el ejercicio del poder. Por este motivo, las decisiones sobre esta cmateria tienen una menor trascendencia que antaño. La creación y supresión de “naciones” no provoca dramas ni tragedias, sino “reajustes”. Es por ello que sería conveniente debatir sobre estos asuntos desde la serenidad y teniendo presente que sea cual sea la solución del conflicto abordado, no se producirá ninguna catástrofe (como no lo ha sido por ejemplo el Brexit inglés). Dicho esto, expondré mi opinión.
En Catalunya existe (desde ya hace bastante tiempo) un problema político de gran envergadura. (perogrullada que muchos aún no asumen). Una parte insoslayablemente significativa de la ciudadanía catalana (no importa excesivamente la precisión aritmética) reclama la condición de sujeto político con derecho a soberanía propia sobre el territorio que ocupa. Se trata de un conflicto de naturaleza estrictamente política. Una primera tentación es desviarse hacia las causas que han ocasionado esta situación. Este es un debate interesante; pero sólo en el ámbito de la sociología y la historia. La explicación (o justificación) de cómo hemos llegado hasta aquí no modifica un ápice el fenómeno existente (la realidad incuestionable). Desechada esta vertiente por inútil, nos situamos en el auténtico nudo gordiano de la controversia. Lo que plantean los “independentistas” es una cuestión de legitimidad, no de legalidad (las leyes emanan de una legitimidad previa). El movimiento independentista reclama una legitimidad propia (catalana) y distinta (de la española). Precisamente por este motivo (obvio) esta reivindicación no puede “caber” en la Constitución. Situar este conflicto en el ámbito de la legalidad es absurdo, o lo que es lo mismo, equivale a “negar su existencia”.
Es la postura mantenida (hasta ahora) por los poderes del estado (incluyendo la decepcionante intervención del Jefe del Estado no electo). Circunscribir el “cisma territorial” al ordenamiento jurídico vigente es de una simpleza apabullante y deja muy poco margen para la discusión (basta con leer las leyes y cumplir lo que pone en ellas) Lo que sucede es que esta es una vía muerta. Como los hechos están demostrando. El único éxito posible de este camino es sofocar temporalmente los efectos de la movilización. Nada más. En ningún caso cambiará la voluntad (creciente) de los que reclaman la independencia. Porque reducir el fenómeno del independentismo catalán a un problema de orden público (incumplimiento de las leyes) es un tremendo error. ¿Se puede plantear como solución definitiva una represión ilimitada e indefinida?
Si se pretende (de verdad) resolver el problema que supone para España este conflicto, es preciso no enredarse en derivadas accesorias y descender a lo esencial. Y esto no es otra cosa que decidir qué respuesta se debe dar a la pretendida “legitimidad” del pueblo catalán para constituirse en sujeto político. El estado (y el pueblo) español tiene que dilucidar dos cuestiones fundamentales: el alcance real (democráticamente dimensionado) del sentimiento identitario catalán; y las posibilidades de redefinición de nuestro modelo territorial que, en las coordenadas actuales, permita engarzar adecuadamente estructuras nacionales compatibles que satisfagan aspiraciones de legitimidades diferenciadas pero con vocación de unidad.
Pero este es un proceso de naturaleza política, que no se puede impulsar desde los tribunales ni desde los cuarteles policiales, sino desde el diálogo y con la metodología inspirada en los valores democráticos. Catalunya debe celebrar un referéndum sobre su identidad territorial. Pero, previamente es necesario desarrollar un debate ordenado y riguroso sobre todas las alternativas posibles (las que caben en la Constitución y las que implicaría una modificación de esta). Y para ello se necesita tiempo y sosiego. Esto no se puede hacer un clima bélico azuzando unos a otros desde las trincheras. El primer paso, debería ser despejar el horizonte temporal. Celebración de un referéndum pactado dentro de tres años (solo a modo de sugerencia), y mientras tanto, diálogo sincero (con intención de acuerdo) sobre cómo encontrar una solución compartida.
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