Mi padre nació y se crió en un barrio de trabajadores de la periferia de Barcelona, un antiguo pueblo absorbido por la expansión urbana de la ciudad industrial del siglo XIX, Sant Andreu del Palomar, muy cerca del cruce de la avenida Meridiana con Fabra i Puig. De allí conservo innumerables recuerdos de mi infancia y adolescencia en casa de mis abuelos y tíos. Mi familia paterna es, pues, catalana. Catalana, catalanoparlante e incluso catalanista. Aprendí el idioma para comprender lo que se decían mi padre y mi abuela, o para integrarme en las conversaciones de mis primos hermanos; pese a que naturalmente, todos ellos se dirigían a mí siempre en castellano. Mi tía Carmen incluso se esforzaba en traducir los nombres propios, pese a las protestas de mi primo Jordi. Y verano a verano he ido conociendo pueblos y comarcas desde la costa Dorada al Pirineo, de modo que, Ceuta aparte, probablemente Cataluña junto a Andalucía son las regiones de España que mejor conozco. ¿Cuántas veces habré discutido con mis amigos para explicarles que los catalanes no se empeñan en hablar en catalán por alguna extraña perfidia que les hace querer diferenciarse, sino que cambian de un idioma a otro con absoluta naturalidad porque en realidad poseen dos lenguas maternas (aunque algunos de ellos renieguen de una)?
Como hijo de Ceuta que soy, siempre me indignó y me resultó dolorosa la desafección hacia España de una parte de la población catalana, quizás minoritaria pero muy activa y beligerante en sus ensoñaciones independentistas, así como la propaganda del nacionalismo convergente en su continuo afán de señalar un hecho diferencial que marcase un nosotros y un ellos en la opinión pública catalana. En realidad, el nacionalismo catalán no tiene, a su pesar, un sustrato étnico, una identidad religiosa, ni siquiera una larga Historia propia separada de los restantes pueblos de España (apenas el periodo comprendido entre 987 cuando los condados catalanes derivados de la Marca Hispánica carolingia dejaron de rendir vasallaje a la nueva dinastía real francesa de los Capeto, y el 1137 cuando el célebre matrimonio entre la reina Petronila de Aragón y el conde Ramón Berenguer IV dio origen a la Corona de Aragón). El sentimiento nacional catalán se basa en la defensa de la lengua catalana y sus manifestaciones culturales. La Renaixença del siglo XIX revalorizó el uso y la consideración del catalán como lengua propia del Principado frente al castellano; cuando los estudios filológicos descartaron que su origen fuese el provenzal e insistieron que era la evolución propia del latín medieval en Cataluña, en plano de igualdad con las demás lenguas romances. Ello junto al temprano desarrollo industrial de Cataluña (por cierto, al amparo de las políticas proteccionistas de los gobiernos decimonónicos españoles que reservaban el mercado nacional y colonial a las manufacturas catalanas; frente a los defensores del librecambismo que beneficiaba a las regiones exportadoras de productos agrarios como Andalucía y que, sobre todo, significaba alimentos más baratos para las clases populares) y el atraso del resto del país a lo largo de un siglo XIX plagado de pronunciamientos, revoluciones y guerras civiles (en 1800 la Monarquía española era el imperio más extenso del planeta; en 1898 la derrota frente a EE.UU. suponía la pérdida de las última colonias de Ultramar) se tradujo en la aparición del regionalismo que reclamaba la Mancomunitat o la Autonomía, y que luego mutó hacia el nacionalismo independentista.
La reacción del nacionalismo español, conservador y centralista, que identificaba la esencia de lo español con lo castellano y que se materializó en la represión de los nacionalismos periféricos llevada a cabo bajo las dictaduras de Primo de Rivera y Franco, agravó el victimismo de estos. No sólo se había perseguido la disidencia política, se habían proscrito las lenguas regionales prohibiéndolas en la Administración Pública y en la Enseñanza. La Constitución y el Estado de las Autonomías pudieron haber sido la solución a la vertebración territorial de España; la descentralización abrió las puertas a la denominada Normalización Lingüística, una política destinada a impulsar desde el sistema educativo y desde la administración pública autonómica el uso del catalán para compensar su marginación durante el franquismo. Comparto, todavía hoy, la opinión de que el catalán es la lengua débil de Cataluña que debe ser protegida. El castellano, no sólo es la lengua oficial de España, es una lengua universal que tenemos el privilegio de disfrutar como nuestra lengua materna. No obstante, la Generalitat gobernada por Jordi Pujol no se conformó con acomodar la promoción del catalanismo cultural con la lealtad a España, sino que utilizó todos los resortes políticos que su capacidad de autogobierno, derivado de la Constitución, le otorgaba para “hacer país”; o sea impulsar una conciencia nacional catalana excluyente con el sentimiento de pertenencia a España. Toda una perversión del espíritu de la transición democrática, mientras PSOE y PP miraban hacia otro lado.
A pesar de todo, el independentismo radical, representado por ERC, apenas superaba el 15% del electorado hasta hace un lustro. Entonces ¿cómo hemos llegado hasta la situación actual? ¿Cómo es posible que las suma de los votantes de JxSí y la CUP alcanzasen en 2015 el respaldo de un 47,8% del electorado, seduciendo a cientos de miles de catalanes que hasta entonces no habían dejado de sentirse, con mayor o menor entusiasmo, españoles? Trataré de sintetizar: en 2010 CiU recupera el gobierno de la Generalitat encontrándose Artur Mas las arcas públicas esquilmadas por el paso del Tripartit y a la opinión pública nacionalista caldeada por las falsas expectativas creadas con el nuevo Estatut de 2006 promovido por Zapatero y luego corregido por el Tribunal Constitucional. Exige al nuevo gobierno de Rajoy, en plena eclosión de la crisis económica en 2012, la creación de una Hacienda catalana propia segregada de la Hacienda pública española. Ante la negativa del gobierno central y con el ejemplo del referéndum de independencia de Escocia autorizado por el primer ministro británico James Cameron, Artur Mas radicaliza su discurso nacionalista y adelanta las elecciones autonómicas catalanas a 2012. CiU pasa de 62 a 50 diputados, pero ERC recoge el voto separatista y sube de 10 a 21 diputados. A partir de ese momento Artur Mas se convierte en rehén del nacionalismo independentista para mantenerse en el poder y sube la apuesta por el referéndum con la esperanza de que una hipotética independencia pactada de Escocia dentro de la UE deje el camino expedito a Cataluña para hacer lo mismo. Incluso la fecha parece propicia ya que en 2014 se cumple el tercer centenario de la rendición de Barcelona a los ejércitos borbónicos el 11 de septiembre de 1714, efeméride que se recuerda en la Diada. La historiografía nacionalista catalana tergiversa la Historia y presenta la Guerra de Sucesión a la Corona de España (1701-1714) entre Austrias y Borbones como un conflicto entre Cataluña (que supuestamente luchaba por sus fueros y su independencia) y Castilla. Pero para desgracia de Artur Mas, el referéndum escocés se salda con el triunfo del No y el catalán se reduce a la consulta ilegal del 9N sin valor jurídico. CiU se descompone, los antiguos convergentes se alían con ERC para crear JxSí y en las nuevas elecciones autonómicas de 2015 obtienen 62 diputados (lo mismo que CiU en solitario cuando empezó la carrera hacia el precipicio en 2010), dependiendo de la CUP para formar gobierno. Los antisistema “indepes” exigen la renuncia de Artur Mas por considerarle un corrupto. Sin duda un gran final para un personaje nefasto. Tras él, Puigdemont sigue el desafío, mientras crecen, triste y vergonzosamente, la hispanofobia y la catalanofobia.
Hasta hace poco el independentismo se había basado en dos palancas: la sentimental y la pseudo-económica. La primera es inapelable. El nacionalismo es la ideología más exitosa de la Edad Contemporánea. Y eso es así porque en realidad no es una ideología sino un sentimiento identitario que no puede evitarse; como mucho moderarse desde la racionalidad. La pseudo-económica es sencillamente ridícula, pero fácil de difundir desde la falacia “España nos roba”, como si el pago de impuestos no correspondiese a personas físicas y jurídicas, sino a territorios. La creencia de que una Cataluña independiente sería más rica y próspera que una Cataluña integrada en España y la UE es pura ciencia ficción.
Cabe reconocer al independentismo una gran habilidad para vender sus argumentos demagógicos, aunque se basen en falsedades. En primer lugar, se presenta el movimiento “indepe” como un acto espontáneo del pueblo ante las agresiones del PP y del Tribunal Constitucional, cuando las pretendidas asociaciones apolíticas que han impulsado todas las movilizaciones como ANC u Ómnium Cultural han sido subvencionadas por la Generalitat y se han nutrido del constante adoctrinamiento de la población desde los medios y la Escuela catalana. La política de Normalización lingüística se apoyó en la selección de docentes filtrados por el conocimiento de la lengua catalana, y de ese modo minimizó el ingreso de profesores de otras regiones de España a los claustros de los centros escolares de Cataluña. Sus efectos los estamos viendo hoy día con la vergonzosa y miserable manipulación del alumnado en el órdago del 1-O.
En segundo lugar, han disfrazado la movilización separatista de reivindicación democrática, como si lo que estuviese en juego fuese el derecho al sufragio, la libertad de votar. Hace poco, Guardiola declaró “esto no va de independencia, va de democracia”. Sin embargo, el esperpento perpetrado en el Parlament, pasando por encima de sus propios reglamentos y del Estatut de Autonomía, ha quitado la careta de demócratas al bloque independentista: han aprobado la ley de Transitoriedad hacia la independencia antes de celebrar el supuesto referéndum para conocer la voluntad de los catalanes. Toda una política de “hechos consumados” al más puro estilo totalitario.
En tercer lugar, han ilusionado al catalanismo moderado dando por sentado que una Cataluña soberana seguiría integrada en el espacio político y económico de la Unión Europea, con su libertad de movimientos de personas, mercancías, servicios y capitales. Una independencia sin fronteras (ni siquiera con España) con todas las ventajas y sin ningún inconveniente. Esta pretensión no está amparada por los Tratados de la UE, y si llegara el caso de una hipotética secesión ¿por qué la nueva España amputada iba a favorecer el reingreso de Cataluña en la UE? Sin un acuerdo previo entre todas las partes, España perderá casi el 20% de su PIB; pero Cataluña cambiará un mercado único de unos 500 millones de personas por algo más de 7 millones de habitantes. ¿Cómo reaccionarán las empresas, especialmente las multinacionales que operan y distribuyen desde Cataluña para toda Iberia, Portugal incluida?
Y por último, han hecho creer a buena parte de la población que la independencia puede conseguirse desde la movilización cívica y festiva, simplemente tomando las calles en manifestaciones masivas y aparentando ante los medios nacionales y extranjeros que expresan el sentir de la mayoría de los catalanes. En realidad, están deseando una intervención represiva del gobierno español. Añoran repetir la foto de Lluis Companys y su govern entre rejas en el penal del Puerto de Santa María tras la revolución de 1934 contra el gobierno de la República. La prudencia de Rajoy, criticada muchas veces como pasividad, está siendo determinante para impedir que se multiplique el victimismo entre los independentistas y para evitar confundir a la opinión pública internacional sobre quiénes son los verdaderos agresores y transgresores de la legalidad democrática.
Ningún gobierno español, sea del signo político que sea, puede aceptar una independencia unilateral de Cataluña. Supongamos que los defensores de la unidad de España aceptásemos la rendición ante la magnitud del problema político y sacrificásemos a todos aquellos catalanes que no desean la independencia. Incluso que yo vaya a ser un extranjero en casa de mi padre. La vertebración territorial no estaría solucionada con esa primera amputación, porque el nacionalismo vasco intentaría lo mismo. Pero es que nuestros nacionalismos periféricos son expansionistas. El sueño de los nacionalistas catalanes no termina en una Catalunya Lliure; aspira a la construcción de Els Països Catalans, con la anexión de Baleares, Valencia, parte de Aragón (la franja de Ponent), el Rosellón y Cerdaña francés (la Catalunya Nord) e incluso la ciudad de Alguer en la isla italiana de Cerdeña. Y por supuesto Euskalherria no estaría completa sin Navarra en el pensamiento abertzale. En conclusión, tras la amputación, lo que quedara de España tendría desde el primer día un nuevo potencial enemigo en sus fronteras (o dos) y el problema doméstico de nuestra estructura territorial pasaría a ser un problema internacional.
¿Y qué salida tiene todo esto? ¿Cómo reconstruir los puentes que el procés está destruyendo? Porque no podemos olvidar que también existe un sentimiento nacional español, cada vez más resentido y ofendido por la campaña independentista, y que puede derivarse en feroz catalanofobia, si no arreglamos esto entre todos. Parece mentira recordar hoy el cabezazo de Carles Puyol que nos llevaba a la final en Sudáfrica en 2010 o que el disco 10 Milles Per Veure Una Bona Armadura del cuarteto Manel se situase en el número uno en ventas en toda España en 2011. En fin, lo único que tengo claro es que la independencia de Cataluña equivale a la destrucción de España, al menos como la hemos conocido hasta ahora; y que una decisión tan grave no puede ser ajena a la soberanía nacional. La solución tendrá que venir, si queremos evitar una tragedia, a través de la política y de la democracia. Quizás desde la reforma constitucional o desde un nuevo proceso constituyente si esa es la voluntad popular, pero debe ser con la participación de todos los españoles y tras un debate que deje claras las condiciones y las consecuencias de lo que queramos para todos. Sin duda Votarem! , però jo també.