La vida de un inmigrante se mueve en torno a la oportunidad. La oportunidad de lograr el éxito, representado en una barrera en forma de frontera que en ocasiones se muestra franqueable. En otras ataca de forma brutal, causando la muerte indiscriminada de aquellos que buscan alcanzar el sueño tan solo bordeando un espigón. La tragedia también debe entender de casualidades, porque hasta con dos magrebíes lo ha hecho. El 21 de diciembre de 2018, la Guardia Civil recuperaba el cuerpo sin vida de un magrebí en aguas de Calamocarro. Enfundado en traje de neopreno llevaba muerto tan solo unas horas. Su delito: haber bordeado el espigón de Benzú, aquello terminó con su vida.
El pasado 30 de diciembre de este recién despedido 2019, la misma Guardia Civil recuperaba en el mismo lugar el cuerpo sin vida de otro magrebí que se había ayudado de dos garrafas de plástico a modo de flotadores para cruzar por la misma zona. Entre sus pertenencias tan solo unos dátiles. Su fin: en el mismo lugar, en las mismas rocas testigo de la muerte de aquellos que pierden todo al intentar pasar una barrera plagada de concertinas, valla y vigilancia.
Nada cambia por mucho tránsito de años. Nada cambia por muchas políticas migratorias que se adopten. Nada cambia cuando hay quienes son capaces de arriesgarlo todo con tal de intentar conseguir un cambio en su vida, aunque a este lado de la fronteras la situación no sea, ni por asomo, la que soñaron.
En el puerto esperan cientos de inmigrantes el momento de cruzar el Estrecho para terminar engrosando las listas de una clandestinidad permanente, una clandestinidad siempre en alerta ante los controles policiales, una clandestinidad que no viene a reportar siquiera una parte de lo que todas estas personas pensaron que iban a lograr.