Opinión

Casi un siglo de diplomacia contenciosa española: Franquismo y Monarquía

Dejamos ahora para más adelante -hacia el otoño de este año electoral, y aunque la política exterior va a tener como es tradicional por estos pagos escasa entidad, en el pleno fragor de la contienda quizá la coyuntura permita margen para alguna que otra referencia a las controversias diplomáticas- el habitual balance sobre nuestros contenciosos y diferendos, que esta vez arroja un déficit asaz agravado.

De ahí, también, que cada vez formule con menor convicción mi axioma clásico: Hasta que España no resuelva o al menos encauce adecuadamente su en verdad harto complicado expediente de litigios territoriales, no volverá a ocupar el puesto que corresponde en el concierto de las naciones, a la que fue primera potencia planetaria y cofundadora del derecho internacional al más noble de los títulos, la introducción del humanismo en el derecho de gentes.

Con las limitaciones que impone todo artículo, los últimos noventa años permiten distinguir en la obligada sinopsis dos períodos de duración similar, divididos por el cambio de régimen, en los que el tratamiento en general por nuestros sucesivos gobernantes al tema más histórico e incómodo de nuestra política exterior, a nuestros contenciosos diplomáticos, no permite ciertamente felicitarles en general por el acierto de sus aproximaciones a tamaña, siempre irresuelta que no irresoluble, problemática, que requiere ante todo aplicar las dosis de voluntarismo y de posibilismo que en una cuidada sistemática hay que distribuir.

El primero, de cuatro décadas, en las que el franquismo, constreñido a jugar a la defensiva, limitará su único atisbo de política exterior plenamente autónoma a la labor de los institutos de Cultura Hispánica en Iberoamérica. Pero por lo que se refiere a lo que todavía no estaban catalogados de manera académica como contenciosos y diferendos, hay que constatar que, con una técnica más bien rudimentaria y marcada por su personalismo, logrará sacar adelante una diplomacia sobria aunque suficiente, sólo lastrada por su falta ocasional de presciencia vaticinadora, debida precisamente a su protagonismo.

“Mi ministro de Asuntos Exteriores, aunque no dudo de que está lleno de buena voluntad y patriotismo, no me sabe interpretar bien con su política sobre Gibraltar y ya le he dicho a Castiella que con su política de dureza se equivoca. Los ingleses son un pueblo noble y orgulloso y hay que llevar las cosas como es debido, nunca deberemos de presentar la descolonización de Gibraltar cuando llegue como una derrota sino más bien como una victoria para Inglaterra. Gibraltar es una fruta que ha de caer madura, como te he asegurado varias veces”, sermoneaba didáctico el Caudillo a su primo y secretario, el tte general Franco Salgado-Araujo -a quien seguimos fielmente- mostrando su clarividencia pronosticadora. Cierto que la línea invariable y sostenida de desplantes británicos iniciados con la visita de Isabel II en 1954 y culminados con el referéndum del 67, avalaban la firmeza de quien con sus doce años y ocho meses más tiempo ha sido titular de Santa Cruz, superando en un mes a su predecesor Alberto Martín-Artajo, campeón de una política digna y que se quería efectiva, y el propio Franco. tras introducir una cláusula cautelar, “Inglaterra tendrá que terminar cediendo, aunque más tarde de lo que creíamos”, concluía, claro, en positivo: “Creo que veré la devolución del Peñón, pues ha de caer como fruto maduro, sin necesidad de la menor violencia…”

Islote de Perejil Aquel 2002, en julio, cuando cambia el ministro de Exteriores, ocurrió el conflicto del desconocido islote Perejil, donde un despliegue hispánico, hasta con helicópteros, desalojó a la media docena de gendarmes marroquíes

“Gibraltar no vale una guerra”. ¿Y el Sáhara? “Tendremos que defenderlo como sea, porque si cedemos allí, luego vendrán nuestras plazas de soberanía, “en las que corrigiendo errores del pasado hay que ampliar las zonas de seguridad para su mejor defensa, aunque no es necesario que demasiado ya que conviene evitar el riesgo de tener en esa ampliación a muchos marroquíes, que en la actualidad suponen sólo un 20 por ciento frente al 80 de españoles, por si hubiera necesidad de realizar algún plebiscito o referéndum. Y después, las Canarias”. Franco que iba viendo como un habilidoso Hassan II se acercaba al objetivo, sin alharacas pero sin disimulos, se ocupaba en buen estratega de su defensa.

Dos años más tarde, en el desenlace, Juan Carlos I no interpretará del todo correctamente la localización del interés nacional: “Creo que Franco hubiera jugado fuerte pero sin empecinarse en una guerra colonial que nos habría costado la condena general”. Quizá proceda  precisar la noción de guerra colonial y por tanto la bondad de la afirmación del monarca, porque evidentemente no es lo mismo una guerra colonial entre colonizador y colonizado como las que libró y perdió la dictadura portuguesa frente a sus colonias, por citar un ejemplo en la época próximo, histórica, geográfica e ideológicamente, que entrar en combate para defender al colonizado, del que se es responsable, ante el ataque de una potencia anexionista y en alguna medida, un tanto ajena a la relación primaria colonizador-colonizado.

¿Y las Canarias? En sus “Breves consideraciones de estrategia en relación con la provincia del Sáhara”, que junto con otros treinta mil documentos sobre la época se encuentran asimismo en la fundación Francisco Franco, ya el caudillo mostraba la atingencia del Sáhara a las Canarias. “Visto el Sáhara aisladamente y considerados los aspectos económicos, políticos y culturales, tiene un valor muy escaso…pero estratégicamente tiene una enorme importancia, es el complemento y la seguridad de las Canarias. Cuando nos retiremos del Sáhara comenzaremos a comprometer Canarias…Cuando soltemos el Sáhara hablarán de Melilla y Ceuta y luego de Canarias. La estrategia obliga a permanecer en el Sáhara si no se quiere correr el riesgo de afrontar serios problemas en otras partes, especialmente en Canarias, relacionados con “la integridad de las tierras de España”.

El segundo período, que arranca de la desaparición de Franco, en el paroxismo final de la crisis del Sáhara, y la entronización de la monarquía, comprende la política de casi veinte titulares de Santa Cruz, con más de una intervención ocasional, espontánea y en principio oficiosa de Juan Carlos I, mientras que sólo excepcional y naturalmente por indicación del gobierno, Felipe VI ha ejercido la diplomacia regia con el vecino del sur (La diplomacia de la corona supone un instrumento especial y subsidiario antes que complementario de la acción de gobierno, con el que a título casi singular cuenta y ha ejercido España ya en una tradición de décadas, en la que antes participó Don Juan con Hassan II, en unas reuniones cuyo entendimiento se acentuaba por el humo cómplice de dos empedernidos fumadores, y a la que procede acudir resueltamente cuando corresponda).En todo caso, ya es un dicho que cada cambio en el ministerio de Exteriores acarrea un nuevo plan, con quizá alguna excepción confirmatoria de la regla, como constituyen un hecho los escasos por no decir nulos y hasta en claro retroceso, resultados cosechados.

Tal vez proceda mencionar entre las causas visibles para esta decadencia ¿ineluctable? la ausencia ab origine de su debido tratamiento, que requiere un centro coordinador de los tres grandes contenciosos ya que están íntimamente relacionados como en una madeja sin cuenda donde al tirar de uno surgen automática, inevitablemente los otros dos. Prescindiendo del Comité del Estrecho, de Fernando Morán, en el que un reducido grupo de diplomáticos y militares, nos ocuparíamos de ambas orillas, que quedó en nonato al desvelarse su carácter secreto parece que por una filtración a un medio de Melilla, sólo una vez, como he contado ad nauseam administrativa, mis esfuerzos estuvieron a punto de materializarse con Moratinos, “lo haremos cuando yo sea ministro”, pero cuando lo fue, tampoco: “es un tema con una sensibilidad tremenda lo que dificulta su abordaje para un político”. Además, argumentaba yo, la oficina no implicaba aumento significativo del gasto, ya que se aprovecharía la de Gibraltar, que unos optimistas, “Gibraltar creemos que se resuelve antes del verano”, habían ampliado en el 2002, cierto que fue la vez que se estuvo más cerca de llegar a un acuerdo, aunque tradicionales obstáculos insalvables, desde la abrumadora negativa de los llanitos a la cerrada oposición del almirantazgo más que renuente a perder la base militar, lo hicieron naufragar.

Aquel 2002, en julio, cuando cambia el ministro de Exteriores, ocurrió el conflicto del desconocido islote Perejil, donde un despliegue hispánico, hasta con helicópteros, desalojó a la media docena de gendarmes marroquíes que lo habían ocupado “para control del narcotráfico”, según adujeron, ante la despreocupada mirada de las cabras que lo habitan. Desde la técnica diplomática procedería señalar, más allá del elocuente simbolismo de la masiva entrega de condecoraciones con que se saldó la operación militar, que siendo uno de los casos en que hubiera resultado indicada la diplomacia regia, se acudió a la mediación norteamericana, que si bien lo resolvió de manera expeditiva, volviendo al statu quo ante, tierra de nadie, asimismo supone dejar en suspenso la cuestión de la soberanía, cuando España cuenta con un mejor, no un único pero sí un mejor derecho que Marruecos, lo que se reitera ante una eventual aunque según van las cosas, harto improbable disputa jurisdiccional.

También es exacto, que los esfuerzos para recuperar la integridad nacional han proseguido incesantes, confirmando la tipificación del contencioso gibraltareño como el más histórico y enconado, “el asunto exterior”, lo que no resulta predicable ni del Sáhara, caracterizado por un do sostenido de desaciertos que han alcanzado dos veces el climax violentando los principios y la legalidad internacional, al inicio de tan dramático conflicto, y ahora con el sanchismo,  y el de Ceuta y Melilla, que ni siquiera se había incluido en la Estrategia de seguridad nacional hasta noviembre del 2021. Realmente no parece fácil felicitarles.

MAR-03 MARRUECOS, 17-07-2002.- Un helicoptero toma tierra en la Isla Perejil tras la intervenciÛn de las Fuerzas Armadas espaÒolas, que desalojaron a primeras horas de la maÒana de hoy al destacamento marroquÌ que se encontraba en el islote, en una acciÛn con la que el Gobierno confÌa en restablecer el "statu quo" y garantizar "el acceso libre a la isla". Al tÈrmino de la operaciÛn, los seis militares marroquÌes que ocupaban Perejil desde el pasado 11 de julio fueron liberados y devueltos a Marruecos por la Guardia Civil. EFE/EMILIO MORENATTI

En Gibraltar, el Brexit motivó que Madrid considerara una ampliación de las expectativas hacia una primera etapa de cosoberanía previa a la soberanía, hiperbolizada por el ministro de Exteriores, que además la personalizaba: “Pondré la bandera en el Peñón en cuatro meses”. Luego, ya con la administración socialista, la titular de Santa Cruz ha intentado recuperar el espíritu colaboracionista, sin renunciar a nuestra reivindicación, “la prosperidad compartida”, de la época de Moratinos, primero que visitó y negoció en Gibraltar, preconizando el Memorándun de Entendimiento del 2020, que constituye el último intento hasta el momento y que tampoco parece marcar el iter, más que un iter un auténtico dédalo a causa de los recovecos, bifurcaciones y desviaciones que lo vienen jalonando, hacia la llave que pende de la puerta del castillo en el pendón y en la realidad de Gibraltar. Hacia la recuperación de la integridad territorial, principio fundamental de Naciones Unidas, rota por una colonia, ante la ONU y para la UE, la única que queda ya avanzando el tercer milenio, en Europa y tierras adyacentes (nótese que el territorio más próximo pendiente de descolonización es el Sáhara Occidental).

Vista la ya tricentenaria situación colonial y no difícilmente pronosticables sus perspectivas, resulta imperativa la mención a Gondomar: “A Ynglaterra metralla que pueda descalabrarles”, y eso que Albión todavía no había tomado el Peñón, lo que en versión moderna se traduciría en el respeto a la legalidad, bien por el cumplimiento de las resoluciones onusianas, lo que considerado con un elemental realismo su grado de compulsividad no parece demasiado operativo; bien, en el plano bilateral, directo, por la estricta observancia del tratado de Utrecht, sin ambages ni fisuras, hasta donde proceda, hasta donde se pueda, lo que prima facie se antoja factible amén de quizá apropiado.

Por lo demás, por mor de la exhaustividad en el análisis, la conexión entre el contencioso más histórico y el más complicado, éste con una creciente hipostenia de la posición y el animus hispánicos, ha sido ponderada públicamente desde un enfoque estratégico del manejo de los tiempos, por Juan Carlos I:” No está en el interés de España recuperar pronto Gibraltar porque inmediatamente Hassan II reivindicaría Ceuta y Melilla”.

Y pendiente todavía la delimitación bifronte de las aguas jurisdiccionales, con su incidencia sobre  Canarias, el Sáhara, y Las Salvajes, por lo que se refiere al Sáhara, el, en el eufemismo, muy altamente recusable movimiento sanchista, alineándose con la tesis alauita, ante todo parece incuestionable que se impone salir cuanto antes, ya que además de contravenir los principios y la legalidad internacional y de alterar el equilibrio en la zona hipersensible del Magreb, va contra la ortodoxia resolutiva, que emplaza en el acuerdo entre las partes la única solución al conflicto. Todo ello con el aditamento de una elíptica e insuficiente explicación, “la situación era insostenible”, que ha facultado a distintos tratadistas a buscar la última ratio para esta especie de tosca diplomacia secreta, cuya técnica procedimental no hubiera sido firmada nunca por la triada clásica de maestros del Congreso de Viena.

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