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Cañas y barro

Más allá de lo anecdótico de si antes fue la gallina de La Isla Mínima o el huevo de True Detective, ya habrán leído u oído el comentario por demasiados lados, y sin desviar la merecida atención de esta película hacia otras ubicaciones, el hecho de que se compare con la mejor serie de este año, y no sólo por su ambientación, es todo un halago.

Alberto Rodríguez firma tras el espaldarazo de su Grupo 7 una cinta negrísima más que meritoria que le reafirma como gran autor en plena forma de nuestro cine. Con una descarada ausencia de complejos plasma el sevillano las peores oscuridades de las que el ser humano es capaz situando a un par de policías (Javier Gutiérrez y Raúl Arévalo) en un rincón perdido de las marismas del Guadalquivir a principios de los años ochenta para investigar unos brutales asesinatos. Y lo que realmente marca este trabajo es que no va fundamentalmente de crímenes o investigaciones, que son el escenario propicio escogido, ni siquiera de retratar una época de transición política o unos parajes opresivos y febriles (seleccionados por cierto con sumo tino y rodados con enorme habilidad); esta cinta trata de redención y de complicados viajes vitales funambulistas de unos personajes cargados de claroscuros por el fino hilo que separa lo correcto de lo amoral.
Además de una tremenda tarea de filmado, montaje, documentación/ambientación y coreografías muy complicadas, el realizador se guarda como suele hacer en sus proyectos lo mejor de sí mismo para lograr que sus intérpretes saquen a su vez lo mejor de ellos en sus trabajos. Fruto de esta tarea conjunta es el resultado de los protagonistas, realmente brillantes Javier Gutiérrez en el papel pajarraco del régimen franquista reciclado y Raúl Arévalo en el de joven rompedor representante de la nueva España. Ambos personajes, sin ser la originalidad su punto fuerte, tienen mucha fuerza, guardan más demonios interiores de los que muestran (que son unos cuantos) y encajan como conectan los propios actores, a la perfección.
Este minimalismo en el amplio sentido de la palabra, admirablemente sucio de ver y generoso en su esfuerzo, se torna en falsa modestia cuando aseguramos que nada tiene que envidiarle a ninguna otra cinta este año, ya venga de Yankilandia o de dentro de nuestras fronteras (incluyendo El Niño, con la que creemos que está a la par). Y es que para seleccionar una película para los Oscar de las que se ven por allí mejores a puñados, mejor quedarse en casa, pero si sale como esta, de un tema con gancho a ambos lados del charco y ostensible calidad, resulta alucinante su ausencia aunque sea en la lista de preseleccionadas. Mis respetos a la gran cinta de David Trueba, al que desde aquí se le aprecia y admira, pero uno tiene la obligación con sus lectores de opinar claro.
Mucho ojo, eso sí, a esta cinta y su posible idilio con los próximos Premios Goya. En cualquier caso da gusto encontrarse, pese a dificultades que dan para más de un debate, en el mejor año que se recuerda en repartición de gloria y taquilla del cine doméstico.

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