Opinión

El campo se muere de sed

Recuerdo que en mi niñez llovía copiosamente; pero el agua caía moderadamente y con facilidad era absorbida por la tierra, para a los pocos días brotar con fuerza la hierba, cubriéndose todo el campo de verde como si fuera una alfombra a los pies tendida. "Agua caída del cielo es el mejor riego", se decía. Y daba gusto de ver así el campo, con brotes verdes, frondosos y lozanos.

En cambio, este año hidrológico ha sido el más caluroso y el más seco de la serie histórica, con una media de 24,7 grados de temperatura, que ha favorecido la evaporización de mucha agua embalsada, aparte de que ha llovido el 25 % menos de lo normal, dejando los embalses a sólo el 32,5 de su capacidad, quedando una reserva de 18.270 hectómetros cúbicos de los 56.136 posibles.

Sólo en Sevilla hay 300 pueblos a los que se reparte agua diariamente con camiones-cuba. Ahora ya, no hay "almacenes de agua", sino "estaciones de transferencia de aguas" de unos a otros pantanos, según las necesidades. Todo eso, nos obliga a gestionar y economizar las reservas de la forma más eficiente posible, porque el 75 % de España se nos está desertificando.

Por todas partes aparece la pertinaz sequía; llueve muy poco o nada; en bastantes casos los bajos niveles de agua embalsada dejan al descubierto los restos de viejos pueblos que en su día fueron inundados tras la construcción de pantanos, cuyos fondos de sus suelos aparecen ahora secos y agrietados o muy por debajo de los niveles necesarios por efecto de la profunda sequía que padecemos.

Y las pocas lluvias que caen ahora lo hacen en forma abrupta, con tormentas cargadas de aparato eléctrico, "danas", "gotas frías", ciclones tropicales, tornados o fuertes vientos que suelen ir acompañados de enorme potencial destructivo.

Tales fenómenos meteorológicos suelen ser pasajeros, de esos que en sólo minutos pasan, descargan intensamente, pero, como no se pueden poner puertas al campo, al momento desaparecen sin ni siquiera mojar los ríos y pantanos que apenas aumentan su el nivel de reservas hidráulicas, habiendo bajado hasta haber caído la media nacional al 23 % de su capacidad.

La sequía ha producido este año pérdidas entre ocho y diez mil millones de euros y éste ha sido el tercer año menos lluvioso de la serie histórica.

Antes llovía de forma más regular y beneficiosa, sin turbulencias, de manera moderada y sin producir daños ni estragos. De la lluvia así caída, se decía que era recibida como "oro caído del cielo". Pero ahora llueve de forma torrencial, o ni siquiera llueve o, si lo hace, suele ser torrencialmente, con aparente intensidad, pero el agua caída de forma tan impetuosa tal como cae se va y se pierde por las escorrentías sin ser aprovechada.

"Nunca llueve a gusto de todos", como tampoco: "Nos acordamos de Santa Bárbara hasta que truena".

Es cierto que ahora no cuidamos ni nos preocupamos del campo ni de la "madre tierra", a la que las tribus indígenas de afro-américa tanto miman, adoran y veneran desde que así lo heredaron por generaciones desde sus más lejanos ancestros. ¿Pero, por qué ahora la tierra apenas se siembra ni produce?. Pues, en gran parte, por falta de humedad; pero también porque casi nadie la trabaja, ni cultiva.

Más parece que se hayan instalado en ella intrusos agricultores de esos que gustan de dirigir las labores del campo a distancia, apoltronados en grandes despachos con cómodos sillones, pero sin saber nada de agricultura ni haber visto nunca el campo, como no sea para ir de jira a comerse alguna suculenta tortilla, aunque sin antes haber doblado la cerviz ni haber recogido los huevos del nidal, ni del huerto las patatas.

Esa gente "cursi" de ahora se va al sol que más calienta y les da por sembrar "huertos solares", que poniendo las placas solares encima de la tierra, lo único que hacen es quemarla y dejarla improductiva.

El auténtico y buen agricultor es el que se afana y trabaja la tierra con el sudor de su frente, sabe y entiende de labores agrícolas porque ha nacido y crecido a la par que el trigo y la hierba, ama el campo, lo pisa, trajina, ara, bina, siembra, cultiva, cosecha y recolecta con los modernos medios que ahora pone a su disposición la mecanización del campo. Y ese es quien más y mejor lo conoce, lo trabaja, lo pone en valor, optimiza sus recursos y consigue rentabilidad, como premio a su conocimiento y desvelos desplegados.

Está claro que, si la tierra no se siembra ni se cultiva de forma idónea, no produce. Y, si el campo se sigue abandonando y el problema se prolonga en el tiempo, entonces, llegará el momento en que los terrícolas humanos que tanto nos gusta comer opíparamente para y ponernos de obesos más anchos que largos, pues tendremos que terminar algún día manducando algo así como filetes sintéticos y rollos de piedra, aunque no se sabe si quedarán para tantos comensales, lo que me permito referir a modo de humor sarcástico, por aquello de que, en el campo: "al mal tiempo, buena cara".

Indiscutiblemente, el principal problema que ahora el campo tiene es que se muere de sed y de tanto maltrato e inclemencias del tiempo como sufre. Pongo un solo ejemplo, este año llevamos hasta ahora 3.890 incendios y se han quemado y arrasado 286.000 hectáreas de tierra. Claro, a ese paso, ¿qué de extraño tiene que el 75 % de España se esté desertificando?.

Quienes de verdad son laboriosos y sufridos agricultores, echan sus cuentas y pensarán que para qué van a sembrar y trabajar la tierra, si luego tienen que vender los productos agrícolas a pérdidas, que a veces incluso les tiene más cuenta dejar los frutos sin recolectar, por culpa de esa larga cadena de intrusos intermediarios que son los que se quedan con los mayores márgenes comerciales, en muchos casos, sin saber lo que es una senara, ni un surco, ni una besana, ni un barbecho. Así es como luego se llega a la llamada "España vaciada".

En la época de mi niñez se cultivaban y aprovechaban todas las tierras sembrándolas, incluso los llamados "bancales", o escalonamiento del terreno allanado, que hacían productiva la tierra en las empinadas e inaccesibles laderas de montes y sierras. Ahora, en muchos casos, la gente no está por la labor y la tierra ni siquiera se siembra y se deja de barbecho.

Y, si se siembra, unas veces no nacen las plantas o se secan por falta de humedad. Y, así, los agricultores pierden sus cosechas, los trabajadores agrícolas dejan de percibir sus jornales, los ganaderos tienen que mantener sus ganados a base de piensos comprados con el consiguiente sobreprecio; la producción cae. Y, así, el campo es una ruina.

Pero, aun así, tengo fe en el campo. No se agota y sigue siendo fuente de vida y de producción de bienes, apenas se trabaje. El mejor capital que al campo le queda es su buena gente trabajadora, sencilla, llana, sincera y honesta, que sabe que el campo ha sido y seguirá siendo su medio de subsistencia. Lo que pasa es que al campo hay que entenderlo, apoyarlo y llevarlo muy dentro.

Lo digo con conocimiento de causa, porque crecí con mis manos de niño encallecidas y mi frente sudorosa, habiendo tenido la suerte de conocer el mundo rural, y me di cuenta que, el campo, para mejor comprenderlo, hay que vivirlo, trabajarlo, sudarlo y tenerle apego.

Estoy seguro que, en mi caso, sería feliz en mi pueblo, MIRANDILLA, con sólo pasear por el campo extremeño, contemplar las frondosas encinas de las dehesas que llegan hasta sus mismas puertas, recorrer sus calles y alrededores por los que tanto anduve y correteé de niño, recordar los años de mi infancia y adolescencia viviendo con mis padres los cuatro hermanos en el sagrado recinto familiar en el que nos criamos, en la calle Arenal que crecí y me crie, con mis juegos infantiles y amigos de la infancia, las escuelas públicas y mis abnegados maestros de hace ya  más de 70 años, don Ramón, don Félix y don Víctor, de cuya digna profesión docente hacían como si de su propia religión se tratara, educándonos en valores culturales y morales para convertirnos en "hombres de provecho", que entonces se decía.

Por su mayor edad, a los tres los imagino ya en el cielo, pero, si todavía alguno viviera, me gustaría saberlo, porque a los tres les sigo estando agradecido.

Y de verdad que, invocando todos esos imborrables recuerdos que tanto me marcaron, cada vez que regreso a mi pueblo, a medida que voy llegando y asomo por el Cerro de la Carretera, me parece como si se me ensanchara el corazón y se me alegrara el alma; porque para mí son todos lugares, personas y cosas a los que tuve mucha estima y aprecio, y todavía les guardo cálidas señales de agrado, afecto y respeto.

Y allí me recreo cuando voy a pleno placer, pensando en aquellos tiempos lejanos que, repasándolos con la memoria, me invade la nostalgia y me rezuman los sentimientos; y, de alguna forma, hasta me vuelvo un poco niño y así soy feliz, porque siento que mi pueblo y Extremadura son mi tierra del alma, en la que en mi ausencia y desde la distancia, siempre los he llevado en mi corazón, siendo en los que más he soñado, donde se fueron haciendo y remodelando mis propias señas de identidad, mi manera de ser y de pensar, en ella nacieron mis  ilusiones y anhelos, luego ampliamente superados, y mi profundo cariño hacia todo lo que es extremeño.

Allí en MIRANDILLA se goza de su inmensa quietud, de la pacífica convivencia y las mejores compañías; todos se saludan al pasar, con sus típicos: "¡ay!, con Dios y vamos allá", encontrándose siempre la mano tendida y el gesto amistoso.

También allí se viven en la paz de los profundos silencios y las largas monotonías, que sólo se rompen cuando por la mañana temprano todavía el gallo canta su "quiquiriquí" anunciador de la madrugada, por las mañanas se oyen cantar por los campos la perdiz en los cerros y los matorrales, también piar al mirlo por regatos y zarzales, cantar alegres con sus trinos las golondrinas, los jilgueros, las alondras y los ruiseñores; viendo pacer en las dehesas las ovejas con sus típicos belidos llamando a sus corderos para amamantarlos, oyéndose el sonar de sus cencerros, el relinche de los caballos, el mugido de las vacas y el ladrido de los perros.

¿Habrá, luego, algo más bonito y natural que ver allí al atardecer una espléndida puesta de sol, que a medida que va descendiendo parece como si el astro rey, al pasar, los cerros se "agacharan", como dijera nuestro paisano Luis Chamizo, el más genuino intérprete de nuestra "parda" tierra y nuestra vieja lengua, el castúo, para terminar descendiendo e introduciéndose, lenta y suavemente, en la penumbra de la noche?

Pero hasta las noches son allí bonitas, románticas, tranquilas y serenas, cuando se ve aparecer la luna llena por lo alto de la sierra alumbrando al pueblo y los olivares. Es cuando allí de noche cantan los grillos y los alacranes cebolleros, pían los búhos, los alcaravanes y los mochuelos, todos poniendo en el ambiente esas notas melodiosas de alegría, riqueza y colorido que relajan el ambiente y aquietan los sentidos.

Pues todas esas cosas, son brotes de vida que salen y se perciben en los campos extremeños, porque Extremadura está llena de lugares y contrastes atrayentes, sugestivos y encantadores, paisajes pintorescos, pueblos acogedores, ciudades llenas de historia, de arte, de tradiciones y de un rico patrimonio histórico, monumental, artístico y cultural, que es todo un emporio de riqueza, que para sí quisieran tener otras regiones.

En los campos extremeños se puede uno recrear a pleno placer contemplando sus horizontes amplios y despejados, sus lejanas visibilidades donde la mirada se pierde allá donde parecen juntarse el cielo y la tierra. Y es que, en Extremadura, se tiene por estas fechas otoñales un reencuentro pleno con la nat uraleza, que eso hay que haberlo vivido para saberlo.

Por eso quienes allí de niño lo hemos gozado y disfrutado, nos dejó marcada para siempre una huella indeleble, con la que tanto nos gusta deleitarnos con nostalgia y cariño, describiéndolo y narrándolo, porque nada más pensando en todo ello, me quedo embelesado y soy feliz.

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