Para el hombre, en su más remoto origen, la llegada de la noche y, por consiguiente, el verse inmerso en la oscuridad, le hizo sentir inseguridad, miedo, desconfianza y confusión hasta tal punto que solamente agrupándose y buscando refugio en la cueva intentó calmar sus inquietudes.
Si el día era su recuperación, su seguridad y su libertad, al anochecer su consuelo solo lo hallaba en la noche estrellada, que a la vez que atenuaba sus males, incentivaba la curiosidad hacia lo desconocido. Curiosidad que en su evolución le ha llevado a viajar actualmente por el espacio con la esperanza de descubrir constantemente lo que hay siempre un poco más allá. Porque esos millones de estrellas guiñándonos desde el infinito nos atrae de tal manera que hacen aflorar en nuestro interior cantidad de emociones, sentimientos y también formularnos las mismas preguntas que el ser humano se hace desde su creación
En pleno campo, alejados de la contaminación lumínica de la ciudad, y aprovechando las noches despejadas, tendremos la ocasión ideal para contemplar el prodigioso espectáculo que nos ofrece todo el firmamento iluminado por tantos millones de estrellas, que a lo largo de una franja se manifiestan como una enorme banda luminosa difusa y continua. Es nuestra Vía Láctea, la misma que, por coincidir con el itinerario del Camino de Santiago, con su resplandor ha conducido durante más de mil años a los peregrinos que en su caminar fueron sorprendidos por la noche.
En la Ceuta de mi infancia, al llegar la noche muchas calles se convertían en verdaderas “bocas de lobo” (expresión empleada entonces para calificar tales vías) debido a su deplorable iluminación, y también (por qué no decirlo) a la acción vandálica de ciertos chiquillos que con sus “elastiqueras” apagaban para siempre las tenues bombillas existentes. El caso es que entonces fácilmente podíamos observar aquellos astros y diferenciar algunas de las constelaciones de las que nos hablaban los maestros.
Juan Antonio